Textos más populares este mes etiquetados como Cuento publicados el 19 de diciembre de 2020 | pág. 5

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etiqueta: Cuento fecha: 19-12-2020


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Un Calembourg

Ricardo Palma


Cuento


Fray Francisco del Castillo, más generalmente conocido por el Ciego de la Merced, fue un gran repentista o improvisador; su popularidad era grande en Lima, allá por los años de 1740 a 1770.

Cuéntase que habiendo una hembra solicitado divorcio, fundándose en que su marido era poseedor de un bodoque monstruosamente largo, gordo, cabezudo y en que a veces, a lo mejor de la jodienda, se quitaba el pañuelo que le servía de corbata al monstruo y largaba el chicote en banda, sucedió que se apartaba de la querella, reconciliándose con su macho. Refirieron el caso al ciego y éste dijo:


No encuentro fenomenal
El que eso haya acontecido
Porque o la cueva ha crecido
O ha menguado el animal.
 

Llegada la improvisación a oídos del Comendador o Provincial de los mercedarios, éste amonestó al poeta, en presencia de varios frailes, para que se abstuviera de tributar culto a la musa obscena.

Retirado el Superior, quedaron algunos frailes formando corrillo y embromando al ciego por la repasata sufrida.

— ¿Y qué dice ahora de bueno, el hermano Castillo? —preguntó uno de los reverendos.

El hermano Castillo dijo:


El chivato de Cimbal,
Símbolo de los cabrones,
Tiene tan grandes cojones
Como el Padre Provincial.
 

Rieron todos de la desvergonzada redondilla, pues parece que el Superior, nacido en un pueblo del norte, llamado Cimbal, no era de los que por la castidad conquistan el cielo.

No faltó oficioso que fuera con el chisme a su paternidad reverenda, quien castigó al ciego con una semana de encierro en la celda y de ayuno a pan y agua.

Los conventuales, amigos del lego poeta, le dijeron que podía libertarse de la malquerencia del prelado aviniéndose a dar una satisfacción.


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Matrícula de Colegio

Ricardo Palma


Cuento


Signore, dom Pietro Cañafistola, directtore de la escuela municipale de Chumbivilcas, 3 de Aprile de 1890.

Mio diletto signore: Fa favore de matriculeare ne la sua escuela, mei figlici Benedetto, Bartolomeo e Cipriano, natti in questta citá de Chumbivilcas, il giorno 20 de Febraio de 1881.

Sono suo servitore e amico
Crispín Gatiessa
 

Leída por el dómine esta macarrónica esquela, calóse las gafas, abrió el cuaderno de registro o matrícula escolar, entintó la pluma y antes de consignar los datos precisos, entabló conversación con sus futuros alumnos.

Eran estos tres chicos de nueve años, venidos al mundo, en la misma hora o paricio, de una robusta hembra chumbivilcana, casada con don Crispín Gatiessa, boticario de la población, que era un genovés como un trinquete y, tanto, que de una culeada le clavó a su mujer tres muchachotes muy rollizos.

A la simple vista, era casi imposible diferenciar a los niños, pues caras y cuerpos eran de completa semejanza.

— ¿Cuál es tu nombre? —preguntó don Pedro a uno de los chicos.

— Servidor de usted, señor maestro, Benedicto —contestó el interrogado con voz de flautín, anacrónica en ser tan desarrollado y vigoroso.

— Vaya una vocesita para meliflua —musitó el magister— y tú, ¿qué nombre llevas? —continuó, dirigiéndose al otro.

— Para servir a Dios y a la Patria, me llamo Bartolomé —con idéntica voz atiplada.

— ¿Otra te pego, Diego? —murmuró, para sí, el maestro—. ¡Vaya un par de maricones! ¡Lucido está el bachicha con su prole! ¿Y tú? —preguntó, dirigiéndose al tercero.

— ¿Yo?, yo soy Crispín Gatiessa —contestó con voz de trueno, el muchacho.

Casi se cae de espaldas el bueno de don Pedro Cañafistola, ante tamaño contraste, y exclamó:


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Una Excomunión Famosa

Ricardo Palma


Cuento


I

Tiempos de fanatismo religioso fueron sin duda aquellos en que, por su majestad don Felipe II, gobernaba estos reinos del Perú don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y montero mayor del rey. Y no lo digo por la abundancia de fundaciones, ni por la suntuosidad de las fiestas, ni porque los ricos dejasen su fortuna a los conventos, empobreciendo con ello a sus legítimos herederos, ni porque, como lo pensaban los conquistadores, todo crimen e inmundicia que hubiera sobre la conciencia se lavaba dejando en el trance del morir, un buen legado para misas, sino porque la Iglesia había dado en la flor de tomar cartas en todo y para todo, y por un quítate allá esas pajas le endilgaba al prójimo una excomunión mayor que lo volvía tarumba.

Sin embargo de que era frecuente el espectáculo de enlutar templos y apagar candelas, nuestros antepasados se impresionaban cada vez más con el tremendo aparato de las excomuniones. En algunas de mis leyendas tradicionales he tenido oportunidad de hablar más despacio sobre muchas de las que se fulminaron contra ladrones sacrílegos y contra alcaldes y gente de justicia que, para apoderarse de un delincuente, osaron violar la santidad del asilo en las iglesias. Pero todas ellas son chirinola y cháchara celeste, parangonadas con una de las que el primer arzobispo de Lima don fray Jerónimo de Loayza lanzó en 1561. Verdad es que su señoría ilustrísima no anduvo nunca parco en esto de entredichos, censuras y demás actos terroríficos, como lo prueba el hecho de que antes de que la Inquisición viniera a establecerse por estos trigales, el señor Loayza celebró tres autos de fe. Otra prueba de mi aseveración es que amenazó con ladrillazo de Roma (nombre que daba el pueblo español a las excomuniones) al mismo sursum corda, es decir, a todo un virrey del Perú. He aquí el lance:


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El Alma de Fray Venancio

Ricardo Palma


Cuento


Cuentan las crónicas, para probar que el arzobispo Loayza tenía sus ribetes de mozón, que en Lima había un clérigo extremadamente avaro, que usaba sotana, manteo, alzacuello y sombrero tan raídos, que hacía años pedían a grito herido inmediato reemplazo. En arca de avariento, el diablo está de asiento, como reza el refrán.

Su ilustrísima, que porfiaba por ver a su clero vestido con decencia, llamóle un día y le dijo:

—Padre Godoy, tengo una necesidad y querría que me prestase una barrita de plata.

El clérigo, que aspiraba a canonjía, contestó sin vacilar:

—Eso, y mucho más que su ilustrísima necesite, está a su disposición.

—Gracias. Por ahora me basta con la barrita, y Ribera, mi mayordomo, irá por ella esta tarde.

Despidióse el avaro contentísimo por haber prestado un servicio al señor Loayza, y viendo en el porvenir, por vía de réditos, la canonjía magistral cuando menos.

Ocho días después volvía Ribera a casa del padre Godoy, llevando un envoltorio bajo el brazo, y le dijo:

—De parte de su ilustrísima le traigo estas prendas.

El envoltorio contenía una sotana de chamalote de seda, un manteo de paño de Segovia, un par de zapatos con hebilla dorada, un alzacuello de crin y un sombrero de piel de vicuña.

El padre Godoy brincó de gusto, vistióse las flamantes prendas, y encaminóse al palacio arzobispal a dar las gracias a quien con tanta liberalidad lo aviaba, pues presumía que aquello era un agasajo o angulema del prelado agradecido al préstamo.

Nada tiene que agradecerme, padre Godoy—le dijo el arzobispo.—Véase con mi mayordomo para que le devuelva lo que haya sobrado de la barrita; pues como usted no cuidaba de su traje, sin duda porque no tenía tiempo para pensar en esa frivolidad, yo me he encargado de comprárselo con su propio dinero. Vaya con Dios y con mi bendición.


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Conversión de un Libertino

Ricardo Palma


Cuento


Un faldellín he de hacerme
de bayeta de temblor,
con un letrero que diga:
¡misericordia, Señor!

(Copla popular en 1746).

En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre a caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentro de la iglesia y rodeado de la comunidad. Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un religioso.

I

Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja.

Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta.

Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.

El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunido con otros como él y media docena de hembras de la cuerda, gente toda de no inspirar codicia ni al demonio. El copeo era en regla, y al son de una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con su respectivo galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy decimos, haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, para levantar del suelo, con la boca y sin auxilio de las manos, un cacharro de aguardiente. A la vez, y llevando el compás con palmadas, cantaban los circunstantes:

Levántamelo, María;
levántamelo, José;
si tú no me lo levantas
yo me lo levantaré.
¡Qué se quema el sango!
¡No se quemará,
pues vendrán las olas
y lo apagarán!


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El Justiciero

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


«Catalina de Aragón», así como suena, nada menos que «Catalina de Aragón» se firmaba y se hacía llamar Felipa Danou, francesa de Montmatre. Y con ese nombre histórico, presumiendo de noble y española, se inscribía en los programas de los circos y teatros donde se la contrataba como «domadora de vampiros».

Hay que reconocer que los vampiros eran más verdaderos que su nombre. Habíalos comprado en Argelia a un cazador marroquí, y se exhibía en público con ellos, en una gran jaula de fieras, pretendiendo haberlos domesticado y educado...

Sin embargo, los chupadores de sangre estaban muy lejos de poseer la dócil inteligencia de tantos perros, focas o elefantes «sabios». Apenas si reconocían a Catalina, su cuidadora, cuando los llamaba por sus pintorescos apodos: «¡Sanguijuela!... ¡Borracho!... ¡Lucifer!...» El éxito de la domadora, harto dudoso por cierto, extribaba más bien en una danza serpentina que bailaba dentro de la jaula, envuelta en negros crespones. Mientras torrentes de luz roja y azul le daban matices fantasmagóricos, revoloteaban a su alrededor, electrizados por su voz aguda y dominante, los enormes murciélagos hambrientos, ávidos de sorberle la sangre bajo su piel pintada y sudorosa.

Pronto se cansó el público parisiense de Catalina y sus vampiros. Se hacía necesario inventar cuanto antes otra cosa, porque los empresarios no se arriesgaban ya a contratar un espectáculo tan gastado, y ella no se decidía a abandonar su querido París...

Mejor dicho, su marido o amigo, el lindo Raguet, era quien no le permitía abandonar a París. Este Raguet era un parisiense incurable. No concebía la vida sino vagando por los bulevares, teatro de sus fáciles conquistas...


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El Más Zonzo

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


Por no fijarse en las coqueterías y devaneos de su mujer, el pobre Marcos Ruiz tenía fama de zonzo. Pero más zonza era ella, Currita, pues que, siendo en realidad una buena muchacha, hacía lo posible para no parecerlo. Y aún más zonzo que ella era Paco del Val, que malgastaba miserablemente su tiempo siguiéndola como su sombra, mientras ella se reía de él con todo el mundo, incluso con su propio marido.

Apercibido de la triple y creciente zoncera que pesaba como una fatalidad sobre esas tres vidas, desquiciando y esterilizándolas, Jacobo Téllez resolvió desfacer el entuerto. Porque Jacobo Téllez estaba muy vinculado a los esposos Ruiz y a del Val, y era un excelente sugeto, lleno de justicia y caridad cristiana...

Dirigiose pues a casa de su amigo Marcos, y, hallándolo sólo en su escritorio, le dijo solemnemente:

—Bien sabes, Marcos, la amistad que nos profesamos desde la infancia. En nombre de esa amistad vengo a prestarte algo que reputo un positivo servicio... Quiero ponerte en guardia contra cuentos y calumnias que circulan en sociedad, harto injustamente, respecto de tu mujer... Currita es toda una señora, lo sé; pero no siempre lo parece... Es preciso que cortes los abusos de su libertad, ¡pues que te pone en ridículo!

Esa misma tarde, Jacobo se encontró con Paco, y le observó, sin subterfugios ni preámbulos:

—Paquito querido, no hay en ti miga para un don Juan. No te hagas inútiles ilusiones. Es hora ya de que busques una buena niña y te cases, dejando de correr detrás de Curra. Curra se ha burlado siempre de ti, ¡y se burlará mientras viva! En todas partes se habla de tu impermeabilidad y loca obstinación. Eres el hazmerreír de círculos y clubs... En cambio, aunque calumniosamente, se supone a otros más afortunados que tú con la dama de tus pensamientos y desvelos.

A los pocos días, hallándose en tête-à-tête con Curra, Jacobo se permitió aconsejarla a ella también:


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La Moza del Gobierno

Ricardo Palma


Cuento


Carolina L. .. era, en 1861, una guapa hembra y por la que el Presidente de la República, el gran mariscal don Ramón Castilla, se desmerecía como un cadete. Con frecuencia y de tapadillo, como se dice, iba después de las once de la noche a visitarla, siendo notorio que su excelencia era el pagano que, sin tacañería, cuidaba del boato de la dama.

El mariscal tenía, por entonces, sesenta y cuatro agostos, pues nació en 1797, y aún parecía hombre sano y enterote; algo debió influir la edad, para que Carolina anhelara las caricias de un joven, con vigor, para registrarla bien los riñones de la concha, cucaracha o como la llamen ustedes.

Víctor Proaño, que con el tiempo llegó a ser general de brigada, en la vecina república del Ecuador y que desde 1860 residía en Lima, en la condición de proscrito, era mozo gallardo y emprendedor y con pujanza para metérselo a un loro por el pico. Demás está añadir que no fue para él asco de iglesia la conquista de Carolina.

Al cabo llegó a noticias del mariscal, de que cuando él, después de las doce, se retiraba de casa de su maitresse, volvía a abrirse la puerta para dar entrada a otro hombre que no iría, por cierto, a rezar vísperas sino completas con Carolina.

Una noche, al aproximarse Proaño a la casa, le echaron zarpa encima tres embozados de Ia policía, lo enjaularon en un coche, lo condujeron al Callao y lo embarcaron en el vapor que a las dos de la tarde zarpaba para Valparaíso. A Proaño le dijo el comandante Vaquero, que era el jefe de los esbirros, que el gobierno lo desterraba por conspirador; un pretexto, como otro cualquiera, para alejar estorbos.

Es entendido que la dama se defendió como pudo ante don Ramón y que continuó en buen predicamento con él, que acaso en sus adentros murmuraba:


Me dices que eres honrada,
Así lo son las gallinas
Que cacarean, no quiero...
Y tienen al gallo encima.
 


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De Asta y Rejón

Ricardo Palma


Cuento


Supongo, lector, que tienes edad para haber conversado con contemporáneos del virrey Pezuela, y que hablándote de una hija de Eva, esforzada y varonil, les habrás oído esta frase: Es mujer de asta y rejón.

¿Que sí has oído la frase? Pues entonces allá va el origen de ella, tal cual me ha sido referido por un descendiente de la protagonista.

I

En una de las casas de la calle de Aparicio vivía por los años de 1760 la señora doña Feliciana Chaves de Mesía.

Era doña Feliciana lo que se llamaba una mujer muy de su casa y que, a pesar de ser rica hasta el punto de sacar al sol la vajilla de plata labrada y los zurrones de pesos duros, no pensaba en emperejilarse, sino en aumentar su caudal. Dueña de una hacienda en los valles próximos a la ciudad y de la panadería del Serrano, tenía en el patio de su casa dos vastos almacenes donde vendía por mayor harina, azúcar, aceite y otros artículos de general consumo.

¡Qué tiempos aquéllos! En materia de trabajo nuestras abuelas eran la romana del diablo, y cuando un hombre se casaba encontraba en la conjunta, no sólo la costilla complementaria de su individuo, sino un socio mercantil que le ahorraba el gasto de dependientes.

El marido de doña Feliciana hacía tres años que había ido a Ica a establecer una sucursal de la casa de Lima, quedándose la señora al frente de múltiples operaciones comerciales; y como si Dios se complaciera en echar su bendición sobre la trabajadora limeña, en cuanto negocio ponía mano encontraba una ganancia loca.


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Los Argumentos del Corregidor

Ricardo Palma


Cuento


I

Parece que una mañana se levantó Carlos III con humor de suegra, y francamente que razón había harta para avinagrar el ánimo del monarca. Su majestad había soñado que las arcas reales corrían el peligro de verse como Dios quiere a las almas, es decir, limpias, porque sus súbditos de las Américas andaban un si es no es remolones para proveerlas.

—¡Carrampempe! Pues a mí no ha de pasarme lo que a don Enrique el Doliente que, no embargante ser rey y de los tiesos, llegó día en que no tuvo cosa sólida que meter bajo las narices, y empeñó el gabán para que el cocinero pudiera condimentarle una sopa de ajos y un trozo de jabalí ahumado. Que me llamen a don José Antonio.

Y don José Antonio de Areche, del Consejo de Indias y caballero de la distinguida orden de Carlos III, no tardó en presentarse ante su rey, y disertar con él largo y tendido sobre los atrenzos del real tesoro. Y por consecuencia de la plática entre señor y vasallo, nos cayó como llovido por estos reinos del Perú, en 1777 y con el título de Visitador general, un culebrón de los finos.

El Visitador, a poco de llegado a Lima, se convenció de que la tierra era muy rica y la comisión sabrosa y de papilla. Item, adivinó, sin ser brujo, que los peruleros éramos mansitos de genio y, por ende, susceptibles de soportar cuanta albarda pluguiera a su señoria echarnos a cuestas. Y pensado y hecho, y sin andarse con algórgoras ni brujoleos, se nos vino al bulto y decretó impuestos, y estancos, y tarifas y qué sé yo cuántas gurruminas. ¡Dios me perdone!, pero cuentan que, anticipándose a un municipio de estos maravillosos tiempos, estuvo en un tumbo de dado que estableciera contribución canina, sin exceptuar de ella al perro de San Roque, ni al de Santo Domingo, ni al de San Lázaro, ni al de Santa Margarita que, según colijo, fueron santos aficionados a chuchos.


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