Durante el otoño del año 1827, mientras residía cerca de
Charlottesville (Virginia), trabé relación por casualidad con Mr.
Augustus Bedloe. Este joven caballero era notable en todo sentido y
despertó en mí un interés y una curiosidad profundos. Me resultaba
imposible comprenderlo tanto en lo físico como en lo moral. De su
familia no pude obtener informes satisfactorios. Nunca averigüé de dónde
venía. Aun en su edad —si bien lo califico de joven caballero— había
algo que me desconcertaba no poco. Seguramente parecía joven, y se
complacía en hablar de su juventud; mas había momentos en que no me
hubiera costado mucho atribuirle cien años de edad. Pero nada más
peculiar que su apariencia física. Era singularmente alto y delgado, muy
encorvado. Tenía miembros excesivamente largos y descarnados, la frente
ancha y alta, la tez absolutamente exangüe, la boca grande y flexible, y
los dientes más desparejados, aunque sanos, que jamás he visto en una
cabeza humana. La expresión de su sonrisa, sin embargo, en modo alguno
resultaba desagradable, como podía suponerse; pero era absolutamente
invariable. Tenía una profunda melancolía, una tristeza uniforme,
constante. Sus ojos eran de tamaño anormal, grandes y redondos, como los
del gato. También las pupilas con cualquier aumento o disminución de
luz sufrían una contracción o una dilatación como la que se observa en
la especie felina. En momentos de excitación le brillaban los ojos hasta
un punto casi inconcebible; parecían emitir rayos luminosos, no de una
luz reflejada, sino intrínseca, como una bujía, como el sol; pero por lo
general tenía un aspecto tan apagado, tan velado y opaco, que evocaban
los ojos de un cadáver largo tiempo enterrado.
Información texto 'Un Cuento de las Montañas Escabrosas'