Textos más vistos etiquetados como Cuento publicados el 22 de octubre de 2016

Mostrando 1 a 10 de 68 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento fecha: 22-10-2016


12345

La Flor del Castaño

Marqués de Sade


Cuento


Se supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus semejantes.

Una tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de castaños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.

—¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor —dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde procedía—. ¿Lo oléis, mamá…? Es un olor que conozco.

—Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.

—¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.

—Pero, señorita…

—Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle a mamá que conozco ese olor.

—Señorita —responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz—, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño…

—¿Que la flor del castaño…?

—Pues bien, señorita, que huele como cuando se j…


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 1 minuto / 1.192 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Inocencia Castigada

María de Zayas y Sotomayor


Cuento


En una ciudad cerca de la gran Sevilla, que no quiero nombrarla, porque aún viven hoy deudos muy cercanos de don Francisco, caballero principal y rico, casado con una dama su igual hasta en la condición. Este tenía una hermana de las hermosas mujeres que en toda la Andalucía se hallaba, cuya edad aún no llegaba a diez y ocho años. Pidiósela por mujer un caballero de la misma ciudad, no inferior a su calidad, ni menos rico, antes entiendo que la aventajaba en todo. Pareciole, como era razón, a don Francisco que aquella dicha solo venía del cielo, y muy contento con ella, lo comunicó con su mujer y con doña Inés, su hermana, que como no tenía más voluntad que la suya, y en cuanto a la obediencia y amor reverencial le tuviese en lugar de padre, aceptó el casamiento, quizá no tanto por él, cuanto por salir de la rigurosa condición de su cuñada, que era de lo cruel que imaginarse puede. De manera que antes de dos meses se halló, por salir de un cautiverio, puesta en otro martirio; si bien, con la dulzura de las caricias de su esposo, que hasta en eso, a los principios, no hay quien se la gane a los hombres; antes se dan tan buena maña, que tengo para mí que las gastan todas al primer año, y después, como se hallan fallidos del caudal del agasajo, hacen morir a puras necesidades de él a sus esposas, y quizá, y sin quizá, es lo cierto ser esto la causa por donde ellas, aborrecidas, se empeñan en bajezas, con que ellos pierden el honor y ellas la vida.


Leer / Descargar texto


33 págs. / 57 minutos / 394 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Piel de Naranja

Oscar Wilde


Cuento


I

Acababa de doctorarme y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para curiosear por las clínicas.

En una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino únicamente aficionado a la Medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado, e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que tienen la misma edad y los mismos gustos.

Llevé a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi «media naranja», como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos.

Meredith, por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque a poca distancia de la estación de Villa—Avray, y todos los domingos, alrededor de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia de Villa—Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia.

Pasábamos el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios; o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas.

Generalmente, lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero de honor de lady Marcela.

Se adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos y de hojas.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 732 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Casa del Juicio

Oscar Wilde


Cuento


Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el Hombre compareció desnudo ante Dios.

Y Dios abrió el Libro de la Vida del Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:

—Tu vida ha sido mala y te has mostrado cruel con los que necesitaban socorro, y con los que carecían de apoyo has sido cruel y duro de corazón. El pobre te llamó y tú no lo oíste y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste, para tu beneficio personal, de la herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña del campo de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y se lo diste a comer a los perros, y a mis leprosos, que vivían en los pantanos y que me alababan, los perseguiste por los caminos; y sobre mi tierra, esta tierra con la que te formé, vertiste sangre inocente.

Y el Hombre respondió y dijo:

—Si, eso hice.

Y Dios abrió de nuevo el Libro de la Vida del Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:

—Tu vida ha sido mala y has ocultado la belleza que mostré, y el bien que yo he escondido lo olvidaste. Las paredes de tus habitaciones estaban pintadas con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de las flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo padecí, y comiste lo que no se debe comer, y la púrpura de tus vestidos estaba bordada con los tres signos infamantes. Tus ídolos no eran de oro ni de plata perdurables, sino de carne perecedera. Bañaban sus cabelleras en perfumes y ponías granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas con mirra sus cuerpos. Te prosternaste hasta la tierra ante ellos, y los tronos de tus ídolos se han elevado hasta el sol. Has mostrado al sol tu vergüenza, y a la luna tu demencia.

Y el Hombre contestó, y dijo:

—Sí, eso hice también.

Y por tercera vez abrió Dios el Libro de la Vida de Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 3 minutos / 432 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Incomprendida

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Jules Destrée

No golpees nunca a una mujer, ni siquiera con una flor.
—El Corán

Cuando se abrían las últimas rosas de la pasada primavera, Geoffroy de Guerl, llevando con él, de París, a su primera preferida, Simone Liantis, alquiló, a orillas del Loire, una alegre quinta, amueblada al estilo Luis XVI y con jardín cercado, donde unas lijas muy altas, encerrando una vasta extensión central de verdor, se entrecruzaban en largos viales hasta el espacio abierto. Cerca, en las laderas de pequeñas colinas, crecía una espesura de maleza y de fresnos, enrojecidos ahora por el otoño, que parecía lanzar soledad hacia la casa.

A los veinte años —y sólo con unos siete mil francos de renta—, ponerse a vivir con una elegante, con aquella esbelta morena de viva mirada, tez de jazmín y rasgos finos y duros, suponía una locura, ¿no es verdad? Ciertamente. Pero si el señor de Guerl era un gallardo mozo, de maneras amables, famoso por su valor y dotado de un espíritu de artista, un clarividente sentimentalismo lo defendía —armadura oculta, pero a toda prueba— de todas las amorosas concesiones susceptibles de arrastrar a esenciales caídas.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 44 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mimbrera

León Tolstói


Cuento


Durante la Semana Santa, un mujik fue a ver si la tierra ya se había deshelado.

Se dirigió al huerto y tanteó la tierra con un palo. La tierra ya se había ablandado. El mujik fue al bosque. Allí, las yemas de las mimbreras ya se habían hinchado. Y el mujik pensó: “Plantaré mimbreras alrededor del huerto y cuando crezcan lo protegerán del viento”. Cogió un hacha, abatió diez arbustos, aguzó el extremo más grueso y los plantó en la tierra.

Todas las mimbreras echaron brotes con hojas por encima de la superficie; también bajo tierra salieron brotes, que hacían las veces de raíces; algunos prendieron; otros no se aferraron bien con sus raíces; perdieron vigor y cayeron.

Cuando llegó el otoño, el mujik contempló alborozado sus mimbreras: seis habían prendido. A la primavera siguiente las ovejas royeron la corteza de cuatro y solo quedaron dos. A la primavera siguiente las ovejas royeron también esas dos. Una no salió adelante, pero la otra resistió, echó fuertes raíces y se convirtió en un árbol. En primavera las abejas zumbaban ruidosamente sobre la mimbrera. En las hendiduras solían formarse enjambres, de los que se aprovechaban los mujiks. Las campesinas y los mujiks comían y dormían a menudo bajo esa mimbrera; los niños, en cambio, se subían a su tronco y arrancaban las ramas.

El mujik que plantó la mimbrera llevaba ya mucho tiempo muerto, pero esta seguía creciendo. El hijo mayor cortó dos veces sus ramas para quemarlas en la estufa. Pero la mimbrera seguía creciendo. Le cortaban todas las ramas para hacer bastones, pero cada primavera echaba nuevos brotes, más delgados que antes, pero dos veces más numerosos, semejantes a las crines de un potro.


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 2 minutos / 382 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mirada del Pobre

Joaquim Ruyra


Cuento


Aprisa, muy aprisa subía un día por la Rambla con un amigo. Los dos nos habíamos acalorado, gesticulábamos sin cesar, gritábamos de lo lindo. Nos habíamos enzarzado en una disputa sobre un punto científico; uno y otro quería llevar razón a todo trance. Creo que llegamos aun al insulto; yo… dicho sea en honor de la verdad… más de una vez sentí la tentación de acabar la contienda a puñetazo limpio.

En lo más vivo de nuestro arrebato, al doblar una esquina, noto que me tiran de la americana. Vuelvo la cara… y veo a un pobre cubierto de mugre, harapiento, que me sujetaba fuertemente y me tendía una mano. ¡Bonita ocasión para atenderle!

—Otro día será, hermano… que Dios le asista.

Pero el pobre no me soltaba. Era un mozo de cara atontada, barbilampiño, con el cuello surcado de tumores y la cara abotargada y amarillenta, muy amarilla, de un matiz brillante como la grasa de gallina.

—Por amor de Dios… por amor de Dios —iba diciendo.

—Váyase con mil diablos… —exclamé fuera de mí, y de un tirón desasime de él.

El pobre quedó entonces inmóvil como una estatua, con la mano todavía tendida, dirigiéndome una mirada llena de desolación y lágrimas.

Volví la espalda, y continué la discusión con mi amigo, pero ya sin arrestos, sintiendo un peso en el corazón que me quitaba todo prurito de locuacidad. La mirada del pobrecillo permanecía grabada en lo más hondo de mi imaginación. ¡Y era la mirada tan dolorosa, tan desamparada! Si el mendigo se hubiese enojado, y hubiese prorrumpido en unas desvergüenzas, inmediatamente olvidara yo la escena; pero nada de eso, el desdichado no manifestó la cólera más leve, ni sus ojos habían expresado la menor reprimenda; sólo revelaron una gran amargura, una larga desolación.


Leer / Descargar texto


1 pág. / 3 minutos / 107 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Puritanos

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días. El dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a quien debía muchas atenciones: si me negaba a compartir con él mi cuarto, se vería en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cual sentía extremadamente.

—Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en que V. le ponga una cama en el gabinete… Pero cuidado… ¡sin ejemplar!…

—Descuide V., señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas. Lo hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea V. que es una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.

Y así fue la verdad. En los quince días que D. Ramón estuvo en Madrid no tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de los compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si se retiraba más temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser o moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y sólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era para gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de los cincuenta años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que se había casado bastante joven.

Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora con su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchas mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 174 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Mateo Falcone

Prosper Mérimée


Cuento


Al salir de Porto-Vecchio, con dirección noroeste, hacia el interior de la isla, se ve rápidamente elevarse el terreno, y después de tres horas de marcha por tortuosas sendas, obstruidas por grandes trozos de rocas y cortadas a veces por barrancos, uno se encuentra al borde de un “malezal” muy extenso. El “malezal” es el refugio de los pastores, corsos y de cuantos tienen algo que ver con la justicia. Es preciso que se sepa que el labrador corso, para ahorrarse el trabajo de abonar su campo, incendia una cierta extensión del bosque, y tanto peor si el fuego se extiende más allá de lo que es necesario; ocurra lo que ocurra, se puede estar seguro de recoger una buena cosecha sembrando en la tierra fertilizada por las cenizas de los árboles. Cortadas las espigas, los tallos se dejan, para evitarse el trabajo de recogerlos; las raíces sobrantes, si no se han agostado, arrojan a la siguiente primavera espesísimos retoños, que en pocos años alcanzan una altura de siete u ocho pies. A esta especie de montuoso soto se le llama “malezal”. Lo componen variadas clases de árboles y arbustos, mezclados y confundidos a la buena de Dios. Sólo con un hacha en la mano, acertaría el hombre a abrirse paso por allí, y hay “malezal” tan espeso y tupido, que ni aun a los mismos cameros montaraces les sería dado penetrar en su interior.

Si usted ha matado a alguien, váyase al “malezal” de Porto-Vecchio, y allí vivirá seguro, con pólvora, balas y un buen fusil; no se olvide de una manta oscura, con su capucha correspondiente, que sirve de tapa y de colchón. Los pastores le proporcionarán leche, queso y castañas, y nada tendrá que temer de la justicia ni de los parientes del muerto sino cuando le sea preciso ir al pueblo para renovar las municiones.


Información texto

Protegido por copyright
13 págs. / 23 minutos / 144 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Mi Vecino Jacques

Émile Zola


Cuento


I

Yo vivía entonces en la calle Gracieuse, en la buhardilla de mis veinte años. La calle Gracieuse es una calleja escarpada que baja de la colina Saint—Victor, por detrás del Jardin des Plantes. Subía las dos plantas —las casas son bajas en esa zona— ayudándome con una cuerda para no resbalar en los escalones desgastados y llegaba así a mi tugurio en la más completa oscuridad. El cuarto, grande y frío, tenía la desnudez y la claridad amarillenta de una tumba. Tuve no obstante días alegres en medio de aquella sombra, días en los que mi corazón emitía destellos.

Además, me llegaban risas de niña de la buhardilla de al lado, que estaba ocupada por una familia, padre, madre y una niña de siete u ocho años. El padre tenía un aspecto anguloso, con la cabeza plantada de través entre dos hombros puntiagudos. Su rostro huesudo era pálido, con unos gruesos ojos negros por debajo de unas cejas anchas. Aquel hombre, en medio de aquel rostro lúgubre, conservaba no obstante una agradable sonrisa tímida; habríase dicho un niño grande de cincuenta años que se turbaba, se ruborizaba como una chica. Buscaba la sombra, se deslizaba a lo largo de los muros con la humildad de un presidiario indultado. Unos cuantos saludos intercambiados lo habían convertido en un amigo. Me agradaba aquella cara extraña, repleta de una bondad inquieta. Poco a poco, habíamos llegado a darnos la mano.

II

Al cabo de seis meses, ignoraba aún el oficio que permitía vivir a mi vecino Jacques y a su familia. Él hablaba poco. Por pura curiosidad, le había preguntado al respecto a su mujer en dos o tres ocasiones, pero sólo había logrado sacarle respuestas evasivas, pronunciadas con vergüenza.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 543 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

12345