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etiqueta: Cuento fecha: 23-10-2016


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San Manuel Bueno, Mártir

Miguel de Unamuno


Cuento


Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que pertenece esta mi querida aldea de Valverde de Lucerna, anda, a lo que se dice, promoviendo el proceso para la beatificación de nuestro Don Manuel, o, mejor, san Manuel Bueno, que fue en esta párroco, quiero dejar aquí consignado, a modo de confesión y sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo que sé y recuerdo de aquel varón matriarcal que llenó toda la más entrañada vida de mi alma, que fue mi verdadero padre espiritual, el padre de mi espíritu, del mío, el de Ángela Carballino.

Al otro, a mi padre carnal y temporal, apenas si le conocí, pues se me murió siendo yo muy niña. Sé que había llegado de forastero a nuestra Valverde de Lucerna, que aquí arraigó al casarse aquí con mi madre. Trajo consigo unos cuantos libros, el Quijote, obras de teatro clásico, algunas novelas, historias, el Bertoldo, todo revuelto, y de esos libros, los únicos casi que había en toda la aldea, devoré yo ensueños siendo niña. Mi buena madre apenas si me contaba hechos o dichos de mi padre. Los de Don Manuel, a quien, como todo el mundo, adoraba, de quien estaba enamorada —claro que castísimamente—, le habían borrado el recuerdo de los de su marido. A quien encomendaba a Dios, y fervorosamente, cada día al rezar el rosario.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Expreso del Futuro

Julio Verne


Cuento


—Ande con cuidado —gritó mi guía—. ¡Hay un escalón!

Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.

¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra… No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.

—Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo —dijo mi guía—. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston… en una estación.

—¿Una estación?

—Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.

Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia.

Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto.

¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor —el coronel Pierce— estaba ahora frente a mí.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Florecillas de San Francisco

Anónimo


Cuento, Biografía, Religión


Capítulo I. Los doce primeros compañeros de San Francisco

Primeramente se ha de considerar que el glorioso messer San Francisco, en todos los hechos de su vida, fue conforme a Cristo bendito; porque lo mismo que Cristo en el comienzo de su predicación escogió doce apóstoles, llamándolos a despreciar todo lo que es del mundo y a seguirle en la pobreza y en las demás virtudes, así San Francisco, en el comienzo de la fundación de su Orden, escogió doce compañeros que abrazaron la altísima pobreza.

Y lo mismo que uno de los doce apóstoles de Cristo, reprobado por Dios acabó por ahorcarse , así uno de los doce compañeros de San Francisco, llamado hermano Juan de Cappella, apostató y, por fin, se ahorcó. Lo cual sirve de grande ejemplo y es motivo de humildad y de temor para los elegidos, ya que pone de manifiesto que nadie puede estar seguro de perseverar hasta el fin en la gracia de Dios. Y de la misma manera que aquellos santos apóstoles admiraron al mundo por su santidad y estuvieron llenos del Espíritu Santo, así también los santísimos compañeros de San Francisco fueron hombres de tan gran santidad, que desde el tiempo de los apóstoles no ha conocido el mundo otros tan admirables y tan santos.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Drama en México

Julio Verne


Cuento


I. Desde la isla de Guaján a Acapulco

El 18 de octubre de 1824, el Asia, bajel español de alto bordo, y la Constancia, brick de ocho cañones, partían de Guaján, una de las islas Marianas. Durante los seis meses transcurridos desde su salida de España, sus tripulaciones, mal alimentadas, mal pagadas, agotadas de fatiga, agitaban sordamente propósitos de rebelión. Los síntomas de indisciplina se habían hecho sentir sobre todo a bordo de la Constancia, mandada por el capitán señor Orteva, un hombre de hierro al que nada hacía plegarse. Algunas averías graves, tan imprevistas que solo cabía atribuirlas a la malevolencia, habían retrasado al brick en su travesía. El Asia, mandado por don Roque de Guzuarte, se vio obligado a permanecer con él. Una noche la brújula se rompió sin que nadie supiera cómo. Otra noche los obenques de mesana fallaron como si hubieran sido cortados y el mástil se derrumbó con todo el aparejo. Finalmente, los guardines del timón se rompieron por dos veces durante una maniobra importante.

La isla de Guaján, como todas las Marianas, depende de la Capitanía General de las islas Filipinas. Los españoles, que llegaban a posesiones propias, pudieron reparar prontamente sus averías.

Durante esta forzada estancia en tierra, el señor Orteva informó a don Roque del relajamiento de la disciplina que había notado a bordo, y los dos capitanes se comprometieron a redoblar la vigilancia y severidad.

El señor Orteva tenía que vigilar más especialmente a dos de sus hombres, el teniente Martínez y el gaviero José.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Víctima de la Publicidad

Émile Zola


Cuento


Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.

Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.

Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Célebre

J. M. Machado de Assis


Cuento


—¿Así que usted es el señor Pestana? —preguntó la señorita Mota, haciendo un amplio ademán de admiración. Y luego, rectificando la espontaneidad del gesto—: Perdóneme la confianza que me tomo, pero… ¿realmente es usted?

Humillado, disgustado, Pestana respondió que sí, que era él. Venía del piano, enjugándose la frente con el pañuelo, y estaba por asomarse a la ventana, cuando la muchacha lo detuvo. No era un baile; se trataba, apenas, de un sarao íntimo, pocos concurrentes, veinte personas a lo sumo, que habían ido a cenar con la viuda de Camargo, en la Rua do Areal, en aquel día de su cumpleaños, cinco de noviembre de 1875… ¡Buena y alegre viuda! Amante de la risa y la diversión, a pesar de los sesenta años a los que ingresaba, y aquélla fue la última vez que se divirtió y rió, pues falleció en los primeros días de 1876. ¡Buena y alegre viuda! ¡Con qué entusiasmo y diligencia incitó a que se bailase después de cenar, pidiéndole a Pestana que ejecutara una cuadrilla! Ni siquiera fue necesario que insistiese; Pestana se inclinó gentilmente, y se dirigió al piano. Terminada la cuadrilla, apenas habrían descansado diez minutos, cuando la viuda corrió nuevamente hasta Pestana para solicitarle un obsequio muy especial.

—Usted dirá, señora.

—Quisiera que nos toque ahora esa polca suya titulada Não bula comigo, Nhonhô.

Pestana hizo una mueca pero la disimuló en seguida, luego una breve reverencia, callado, sin gentileza, y volvió al piano sin interés. Oídos los primeros compases, el salón se vio colmado por una alegría nueva, los caballeros corrieron hacia sus damas, y las parejas entraron a contonearse al ritmo de la polca de moda. Había sido publicada veinte días antes, y no había rincón de la ciudad en que no fuese conocida. Ya estaba alcanzando, incluso, la consagración del silbido y el tarareo nocturno.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Drama en los Aires

Julio Verne


Cuento


En el mes de septiembre de 185…, llegué a Francfort. Mi paso por las principales ciudades de Alemania se había distinguido esplendorosamente por varias ascensiones aerostáticas; pero hasta aquel día ningún habitante de la confederación me había acompañado en mi barquilla, y las hermosas experiencias hechas en París por los señores Green, Eugene Godard y Poitevin no habían logrado decidir todavía a los serios alemanes a ensayar las rutas aéreas.

Sin embargo, apenas se hubo difundido en Francfort la noticia de mi próxima ascensión, tres notables solicitaron el favor de partir conmigo. Dos días después debíamos elevarnos desde la plaza de la Comedia. Me ocupé, por tanto, de preparar inmediatamente mi globo. Era de seda preparada con gutapercha, sustancia inatacable por los ácidos y por los gases, pues es de una impermeabilidad absoluta; su volumen —tres mil metros cúbicos—le permitía elevarse a las mayores alturas.

El día señalado para la ascensión era el de la gran feria de septiembre, que tanta gente lleva a Francfort. El gas de alumbrado, de calidad perfecta y de gran fuerza ascensional, me había sido proporcionado en condiciones excelentes, y hacia las once de la mañana el globo estaba lleno hasta sus tres cuartas partes. Esto era una precaución indispensable porque, a medida que uno se eleva, las capas atmosféricas disminuyen de densidad, y el fluido, encerrado bajo las cintas del aerostato, al adquirir mayor elasticidad podría hacer estallar sus paredes. Mis cálculos me habían proporcionado exactamente la cantidad de gas necesario para cargar con mis compañeros y conmigo.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Jaula de Fieras

Émile Zola


Cuento


I

Una mañana, un león y una hiena del Jardin des Plantes lograron abrir la puerta de su jaula cerrada con negligencia. La mañana era blanca y un claro sol lucía alegremente al borde del cielo pálido. Bajo los grandes castaños había un frescor penetrante, el tibio frescor de la incipiente primavera. Los dos honrados animales, que acababan de desayunar copiosamente, se pasearon lentamente por el Jardin, deteniéndose de vez en cuando para lamerse y gozar como buenos chicos de la suavidad de la mañana. Se encontraron al final de un paseo y, después de los saludos de rigor, se pusieron a caminar juntos charlando amigablemente. El Jardin no tardó en resultarles aburrido y en parecerles demasiado pequeño. Entonces se preguntaron a qué otras distracciones podían consagrar su jornada.

—¡Caray! —dijo el león—. Me apetece satisfacer un capricho que tengo desde hace mucho tiempo. Hace años que los hombres vienen como imbéciles a mirarme a mi jaula y yo me he prometido aprovechar la primera ocasión que se me presentara para ir a mirarlos a ellos a la suya, aunque tenga que parecer tan idiota como ellos… Le propongo dar un paseo hasta la jaula de los hombres.

En ese momento, París, que se estaba despertando, se puso a rugir con tal intensidad que la hiena se detuvo escuchando con inquietud. El clamor de la ciudad se elevaba, sordo y amenazante; y ese clamor, formado por el ruido de los coches, los gritos de la calle, por nuestros sollozos y nuestras risas, parecían alaridos de furor y estertores de agonía.

—¡Dios Santo! —susurró la hiena— no hay duda de que se están degollando en su jaula. ¿Oye usted qué airados están y cómo lloran?

—Es cierto que hacen un jaleo horroroso; es posible que los esté atormentando algún domador —contestó el león.

El ruido se incrementaba y la hiena empezaba a tener miedo.

—¿Cree usted que es prudente entrar ahí? —preguntó.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Maldita Cosa

Ambrose Bierce


Cuento


I. No siempre se come uno lo que hay sobre la mesa

A la luz de una vela de cebo que había sido colocada en un extremo de una rústica mesa un hombre estaba leyendo algo que estaba escrito en un libro. Era un escrito antiguo, pues el hombre en ocasiones sostenía la página cerca de la llama de la vela para brillar una luz más potente sobre ella. La sombra del libro dejaría entonces en la oscuridad a la mitad de la habitación, oscureciendo varias caras y figuras; pues además del lector, ocho hombres más estaban presentes. Siete de ellos estaban sentados junto la las rústicas paredes de troncos, silenciosos, inmóviles, y ya que el cuarto era pequeño, no muy lejos de la mesa. Con extender un brazo cualquiera de ellos podría haber tocado al octavo hombre, que yacía sobre la mesa, boca arriba, parcialmente cubierto con una sábana, sus brazos extendidos a sus lados. Estaba muerto.

El hombre que tenía el libro no estaba leyendo en voz alta, y nadie hablaba; todos parecían esperar a que ocurriera algo; sólo el muerto no esperaba nada. De la vacía oscuridad exterior entraban, por la apertura que servía de ventana, todos los nunca familiares sonidos de la noche en el bosque - la larga nota sin nombre de un distante coyote; la serena vibración pulsante de incansables insectos en árboles; extraños graznidos de aves nocturnas, tan diferentes de los de los pájaros diurnos; el zumbido de grandes y torpes escarabajos, y todo ese misterioso coro de pequeños sonidos que parecen siempre haber sido sólo medio escuchados cuando se detienen de repente, como si estuvieran conscientes de una indiscreción. Pero nada de esto fue percibido en esa compañía; sus miembros no eran muy adictos al ocioso interés en asuntos que carecían de importancia práctica; resultaba obvio en cada línea de sus rostros - obvio incluso en la tenue luz de la solitaria vela. Eran obviamente hombres de las cercanías - granjeros y leñadores.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Obispo en el Atolladero

Marqués de Sade


Cuento


Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de las blasfemias. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.

A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las “b” y a las “f” pertenecía un anciano obispo de Mirepoix, que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo. Cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers, su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.

—Monseñor —exclamó al fin el cochero, a punto de estallar—, mientras permanezcas ahí mis caballos no podrán dar un paso.

—¿Y por qué no? —contestó el obispo.

—Porque es absolutamente necesario que yo suelte una blasfemia y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si no me lo permite.

—Bueno, bueno —contestó el obispo, zalamero, santiguándose—, blasfema, pues, hijo mío, pero lo menos posible.

El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo… y llegan sin novedad.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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