Textos más populares este mes etiquetados como Cuento publicados el 23 de octubre de 2020 | pág. 4

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etiqueta: Cuento fecha: 23-10-2020


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El Hombre de los Estrenos

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Yo le conocí una vez que mudé de fonda, que, como diría D. Juan Ruiz de Alarcón:

«Sólo es mudar de dolor».

Entré en el comedor a las doce del día, y me vi solo.

Habían almorzado ya todos los huéspedes, menos uno, cuyo cubierto, intacto, estaba enfrente del mío.

A las doce y cuarto entró un caballero robusto, alto, blanco, de grandes ojos azules claros, con traje flamante, si bien de corte mediano, pechera reluciente, bigote engomado. Parecía un elegante de provincia.

Me saludó con una cabezada, y con voz sonora, rimbombante, gritó, mientras daba una palmadita discreta:

—¡Perico, fritos!

Pedía huevos fritos, según colegí del contexto, o sea de los huevos que aparecieron acto continuo, fritos efectivamente.

El caballero, a quien sin más misterio llamaré desde ahora D. Remigio, pues este era su nombre, D. Remigio Comella, para que se sepa todo, colocó a su lado, a la derecha, sobre el terso mantel, cinco periódicos, uno sobre otro. Desenvolvió el primero, después de hacer igual operación con la servilleta, que puso sobre las rodillas no sin meter una punta por un resquicio del chaleco de piqué blanco. Paseó una mirada de águila… del Retiro por la plana primera del papel impreso, que olía así como a petróleo; dio la vuelta a la hoja con desdén, miró todas las columnas de la segunda plana de arriba a abajo, y al llegar a la tercera, respiró satisfecho; me miró a mí casi sonriendo, dobló otra vez el periódico a su modo y se abismó en la lectura de aquellas letras borrosas, que apestaban.

Por cada bocado de pan mojado en la yema de huevo leía media plana. Terminó su lectura, cogió otro periódico y volvió a las andadas. Al llegar a la plana tercera, siempre doblaba el papel y me miraba a mí como aquel que está reventando por decir algo. Así leyó todos los periódicos. ¡Y los huevos, fríos, sin acabar de cumplir su misión sobre la tierra!


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Historia del Señor Jefries y Nassin el Egipcio

Roberto Arlt


Cuento


No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.

Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada "La momia", que una noche vimos y comentamos con varios amigos.

Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de "La momia" podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago.

Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger.

Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble.

La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio.

Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una transparente cortinilla de gasa roja.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ejercicio de Artillería

Roberto Arlt


Cuento


Esta historia debía llamarse no "Ejercicio de artillería", sino "Historia de Muza y los siete tenientes españoles", y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas qúe ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un "zelje" que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho "zelje" era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.

Este "zelje", es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar:

—Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cadena del Ancla

Roberto Arlt


Cuento


Cuando a fines del año 1935 visité Marruecos el tema general de las conversaciones giraba en torno a las actividades de los espías de las potencias extranjeras. Tánger se había convertido en una especie de cuartel general de los diversos Servicios Secretos. En Algeciras comenzaba ya esa atmósfera de turbia vigilancia y contravigilancia que se extiende por toda África costera al Mediterráneo.

Entre las verídicas historias y aventuras de espías que me fueron narradas, ésta que se titula "La cadena del ancla" es la que conceptúo la más terrible.

Estaba una noche sentado en la mesa de un café de ese patio de calle que se llama el Zoco Chico de Tanger, en compañía de un hombre uniformado con el modestísimo traje azul de agente de hotel. Este hombrecillo, de ojos repletos de malicia, miraba pasar los burros de los indígenas entre las mesas, al tiempo que me decía caritativamente:

—En África no hable nunca de política. Desconfíe siempre y de todo el mundo.

Por seguir su consejo, empecé a desconfiar de él.

Hacía el servicio de corredor de hotel entre dos importantes establecimientos de Algeciras y Tánger. Es decir un pie en España y otro en África. Su verdadero oficio era de policía. Lo que ignoro es a qué policía servía, si a la inglesa, a la francesa, a la española o a la italiana. Él era muy amigo de otro hombre que atendía el surtidor de nafta, estratégicamente ubicado a la salida del camino que conduce de Tánger a Tetuán.

El hombre del surtidor de nafta era un ciudadano de cara sonrosada, ojos celestes y sonrisa estúpida, que hablaba en francés, inglés y… árabe.

De este ciudadano modesto, que con el conocimiento de tres idiomas se consagraba al cuidado de un surtidor de nafta, me dijo un día Sergia Leucovich:

—Fíjese usted. Ese hombre en el sitio que trabaja controla la filiación de todo el pasaje que va de Tánger a Melilla a Ceuta o Tetuán.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Aventura de Baba en Dimisch Esh Sham

Roberto Arlt


Cuento


¿Es de noche o es de día?… ¿Es de noche o es de día?..

Dificulto que en todo el Magrehb pudiera encontrarse un desarrapado más hilachoso que éste. Tieso junto al pilar de ladrillo de la puerta de Bab el Estha vociferó nuevamente:

—¿Es de noche o es de día?… ¿Es de noche o es de día?…

La luz verdosa del farolón de bronce amarrado por una cadena a la clave del arco proyectaba del mendigo una desmesurada sombra, movediza en el triangular empedrado del zoco, sembrado de rosas podridas y cáscaras de melones. Había sido día de mercado.

Un árabe descalzo, que montado en un asnillo pasaba por allí se detuvo frente al hablador:

—Por Alá, hermano, ¿cómo puedes preguntar si es de noche o es de día?

Pero el desarrapado, cuya chilaba negra parecía haberse arrastrado por todos los muladares del Islam, continuó a voz en cuello:

—Respondedme, ecuánimes creyentes: ¿llueve o no llueve, llueve o no llueve?…

Y sin esperar a que nadie le contestara, comenzó a batir con la yema de los dedos y los nudillos alternativamente, el fondo de un tambor que en forma de florero soportaba bajo el sobaco.

Varios campesinos que se hartaban de pescado y cuzcuz en el puesto de un egipcio rodearon encurioseados al mendigo. Ya cerca de él, repararon que era un "jefe de conversación". Sus ojos blancos de cataratas, semejantes a huevos de serpiente, revelaban al ciego. Baba, que tal se llamaba el desarrapado, volvió a batir durante unos instantes el fondo de su tambor y prosiguió:

—En nombre del Clemente, del Misericordioso, escuchad la palabra del Corán a través de los labios de un ciego: "Nada hay tan loable como elevar la voz para convencer a los hombres y exclamar: "Yo soy un buen musulmán". Os habla un árabe morigerado que jamás bebió vino ni mordió carne de puerco.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Halid Majid el Achicharrado

Roberto Arlt


Cuento


Una misma historia puede comenzarse a narrar de diferentes modos y la historia de Enriqueta Dogson y de Dais el Bint Abdalla no cabe sino narrarse de éste:

Enriqueta Dogson era una chiflada.

A la semana de irse a vivir a Tánger se lanzó a la calle vestida de mora estilizada y decorativa. Es decir, calzando chinelas rojas, pantalones amarillos, una especie de abullonada falda-corsé de color verde y el renegrido cabello suelto sobre los hombros, como los de una mujer desesperada. Su salida fue un éxito. Los Perros le ladraban alarmados, y todos los granujillas de las fortificaciones del zoco la seguían en manifestación entusiasta. Los cordeleros, sastrecillos y tintoreros abandonaban estupefactos su trabajo para verla pasar.

El capitán Silver, que embadurnaba telas de un modo abominable, hizo un retrato de Enriqueta Dogson en esta facha, y para agravar su crimen, situó tras ella dos forajidos ventrudos, cara de luna de betún y labios como rajas de sandía. Semejantes sujetos, vestidos al modo bizantino, podían ser eunucos, verdugos, o sabe Alá qué. Imposible establecer quién era más loco, si el pintor Silver o la millonaria disfrazada.

Enriqueta Dogson envió el retrato al bufete de su padre, en Nueva York. El viejo Dogson, un hombre razonable, se echó a reír a carcajadas al descubrir a su hija empastelada al modo islámico, y dirigiéndose al doctor Fancy le dijo:

—¿De dónde habrá sacado semejante disfraz esta muchacha? Le juro, mi querido doctor, que ni registrando con una linterna todos los países musulmanes descubriremos una sola mujer que se eche a cuestas tal traje. Es absurdo.

Dicho esto, el viejo Dogson meneó la cabeza estupefacto, al tiempo que risueñamente se decía que el disfraz de su hija podía provocar un conflicto internacional. Luego se encogió de hombros. Los hijos servían quizás para eso. Para divertirle a uno con las burradas que perpetraban.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Rahutia la Bailarina

Roberto Arlt


Cuento


En el arrabal morisco de Tetuán, en la callejuela de Dar Vomba, precisamente junto a los arcos que la techan dándole la apariencia de un subterráneo azulado, vivía hasta hace pocos años Ibu Abucab, comerciante y fabricante de babuchas.

Algunos niños, de nueve y diez años, respectivamente, trabajaban para él. El babuchero era un hombre de baja estatura, morrudo, con ojos como manchados de leche y tupida barba sobre el pecho.

Ibu Abucab había repudiado a su esposa, Rahutia, cuando ésta cumplía dieciséis años. Sospechaba que ella, desde la terraza de su finca, le engañaba con su vecino Gannan, el platero.

Sin embargo, no había tenido oportunidad de olvidarla. Mientras los niños moros recortaban las sandalias, Ibu recordaba pensativamente el compacto cariño de Rahutia y sus caricias espesas. Ciertas imágenes le roían la conciencia como los agudos dientes de un ratón. Era aquélla una sensación de fuego y enloquecimiento que le cubría los ojos de blancas llamaradas de odio.

Rahutia, después de refugiarse en Fez, se dedicó a la danza. En pocos años se hizo famosa en todos los bebederos de té que se encuentran yendo de Uxda a Rabbat y de Tremecen hasta Taza, la vieja ciudadela de los bandidos.

Las danzas de esta mujer fea eran un temblor de rodillas y crótalos que exaltaban a los espectadores. Presagiaban la muerte y el zarpazo de la fiera.

Ibu Abucab odiaba a su mujer, pero la odiaba consultando sus intereses, y, precisamente, fueron sus intereses los que le impidieron cortarle la cabeza cuando sospechó de ella.

Ahora Ibu Abucab prosperaba. Dentro de algunos anos, con ayuda de Alá, se enriquecería, y podría, como otros vecinos, mantener un harén. También la humillaría a Rahutia.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Factoría de Farjalla Bill Alí

Roberto Arlt


Cuento


Los que me conocían, al enterarse de que iba a trabajar en el criadero de gorilas de Farjalla Bill Alí se encogieron compasivamente de hombros.

Yo ya no tenía dónde elegir. Me habían expulsado de los más importantes comercios de Stanley.

En unas partes me acusaban de ratero y en otras de beodo. Mi último amo al tropezar conmigo en la entrada del mercado, dijo, comentando irónicamente mi determinación:

"No enderezarás la cola de un galgo aunque la dejes veinte años metida en un cañón de fusil."

Yo me encogí de hombros frente al pesimismo que trascendía del proverbio árabe. ¿Qué podía hacer? En África uno se muere de hambre no solo en el desierto sino también en la más compacta y vocinglera de las selvas. Allí donde verdea el mango o ríe el chimpancé, casi siempre acecha la flecha venenosa.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Para Vicios

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Doña Indalecia era una viuda de sesenta años que había nacido para jefe superior de Administración o para Ministro del Tribunal de Cuentas, y acaso, acaso mejor para inspector general de Policía; pero sus creencias, sus gustos, sus desgracias, sus achaques, sus desengaños la habían inclinado del lado de la piedad; y era una ferviente beata, no de las que se comen los santos, sino de las que beben los vientos practicando las obras de misericordia en forma de sociedad, fuese colectiva, comanditaria o anónima; era muy religiosa, muy caritativa, pero siempre en sociedad; creía más en la Iglesia que en Dios; pensaba que Jesús se había dejado crucificar para que, andando el tiempo, hubiese un lucido Colegio de Cardenales y Congregación del Índice. La consolaba la idea de aquella triste profecía «siempre habrá pobres entre vosotros», porque esto significaba que siempre habría Sociedad de San Vicente de Paúl y Hermanitas de los Pobres, etc., etc. Amaba los organismos caritativos mucho más que la caridad; cabe decir que las lacerías humanas no empezaban a inspirarle lástima hasta que los desgraciados estaban acogidos al amparo de alguna archicofradía. Para ella los pobres eran los pobres matriculados, los oficiales, los de esta o la otra sociedad; por estos se desvivía, pero ¡infelices! ¡de que manera! Tenía una inquisición en cada yema de los dedos de las manos; era un Argos para perseguir el vicio de los miserables, para distinguir las verdaderas necesidades de las falsas; no daba un cacho de pan sin formar a su modo un expediente. Su gloria era ver asilos de lujo, limpios, ordenados, con rigurosa disciplina, con todos los adelantos, tales que los asilados no pudieran respirar fuera del reglamento. Y, para que más que la verdad, doña Indalecia hubiera preferido que un asilo que se creaba, limpísimo, inmaculado, nuevecito todo… no se estrenara, no se echara a perder por el uso de los miserables a quienes se dedicaba.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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