La Seca
Javier de Viana
Cuento
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Mostrando 1 a 10 de 28 textos encontrados.
etiqueta: Cuento fecha: 25-10-2022
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Contaba ño Luz:
Una güelta, la perrada estaba banqueteando con las achuras del novillo vicien carniao, cuando se presientó un perro blanco, lanudo, feo, con las patas llenas de cascarrias de barro que sonaban al andar como los cascabeles de la víbora de ese nombre.
Los perros suspendieron la merienda y se abalanzaron sobre el intruso, revolcándolo y mordiéndolo, hasta que “Calfucurá”, jefe de aquella tribu perruna, se interpuso, imponiendo respeto.
—¿Qué andás haciendo'? —interrogó airadamente “Calfucurá”.
—Tengo hambre, —respondió con humildad el forastero.
—¿Y no tenés amos?
—Tuve; pero m’echaron porque una noche dentraron ladrones en casa y se alzaron con varias cosas.
—¿Y no ladrastes?
—No.
—¿Por qué?
—Tuve miedo; soy maula.
—¿Sos joven?
—Si.
—¿Tenés buenos dientes?
—Sí... ¡Hace cinco días que ando cruzando campo y sin comer!... De tuitos laos m'espantan y tuitos los perros me corren!...
—¡Hacen bien! —sentenció “Calfucurá”.— El trabajo del perro, como el del polecía, es ser guapo; siendo flojo no vale la carne que come, porque sin trabajar naides tiene derecho a comer!... Ahí tenes esas tripas amargas; enllená las tuyas y seguí viaje...
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Largo y fino rasgo trazado con tinta roja abarca el naciente.
En la penumbra se advierten, sobre la loma desierta, veinte bultos grandes como ranchos chicos, rodeados por varios centenares de bultos más pequeños esparcidos a corta distancia unos de otros...
Clarea.
De debajo de los veinte bultos grandes, que resultan ser otras tantas carretas, empiezan a salir hombres.
Mientras unos hacen fuego para preparar el amargo, otros, desperezándose, entumidos, se dirigen hacia los bultos chicos, los bueyes, que al verlos aproximar, comprenden que ha llegado el momento de volver al yugo y empiezan a levantarse, con lentitud, con desgano, pero con su resignación inagotable.
Toda la campiña blanquea cubierta por la helada.
Las coyundas, que parecen de vidrio, queman las manos callosas de los gauchos; pero ellos, tan resignados como sus bueyes, soportan estoicamente la inclemencia...
Hace dos días que no se carnea; los fiambres de previsión se terminaron la víspera y hubo que conformarse con media docena de “cimarrones” para “calentar las tripas”.
En seguida, a caballo, picana en ristre.
—¡Vamos Pintao!... ¡Siga Yaguané!...
La posada caravana ha emprendido de nuevo la marcha lenta y penosa por el camino abominable, convertido en lodazal con las copiosas lluvias invernales.
La tropa llevaba ya más de un mes de viaje. Las jornadas se hacían cada vez más cortas, por la progresiva disminución de las fuerzas de la boyada... y todavía faltaban como cincuenta leguas para, llegar a la Capital!...
Con desesperante lentitud va serpenteando, como monstruosa culebra parda, el largo convoy. Las bestias, que aún no han calentado los testuces doloridos, apenas obedecen al clavo de la picana.
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Malambio Ojeda tenía la mala costumbre de preparar con demasiada lentitud las cosas. En cierta oportunidad debía correr un caballo de su patrón y todo el mundo esperaba una derrota.
La más incrédula era Leonilda, la hija del capataz, quien díjole con mofa cruel:
—¡Lástima de potrillo!... ¡Tan lindo y tener que comer cola!...
—¡Le juego un pañuelo de seda y le doy el campo! —respondió el mozo.
—¡Jugado! —respondió ella en el acto.
Llegó el día de la prueba, y el moro de Malambio ganó por más de dos cuerpos el primer “terno”, no obstante haberle tocado competir con el favorito.
Por eso al volver al camino para la decisión —la lucha entre los tres ganadores de los respectivos “ternos”, nadie aceptaba, sino con gran usura, apuestas contra el moro.
Comenzaron las “partidas”, que Malambio, prudente, decidido a largar con ventaja, prolongó por largo tiempo. Su caballo, hasta entonces tranquilo, se enardeció extremadamente. Leonilda, que a orilla del camino presenciaba la lucha desde el pescante del breack, batió palmas, y gritó:
—¡Come-cola, come-cola!
Malambio púsose tan nervioso como su moro, y cuando bajaron la bandera, largó atravesado, dando lugar a que los contrarios le sacasen una ventaja que de ningún modo pudo recuperar después, y una vez más “comió cola”...
Por la noche hubo gran baile en la pulpería, y el desgraciado mozo decidió corregirse de su exceso de preparación y declararle a Leonilda el amor que de largo tiempo atrás le profesaba. Más de dos horas estuvo preparando las frases con que habría de abordarla. Entró al fin a la sala y díjole:
—Aquí le traigo el pañuelo perdido.
—Tuvo güen gusto —agradeció ella observando la prenda.
—Y espero me conceda esta polca...
Sonrió la moza y respondióle con hiriente ironía:
—¡Comió cola, Malambio!... Estoy comprometida.
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Los mellizos Melgarejo eran tan parecidos físicamente, que, a no estar juntos, resultaba difícil, aun a quienes a diario los trataban, saber cuál era Juan y cuál Pedro. Sus temperamentos, en cambio, contrastaban diametralmente. Expansivo, audaz y valentón, Pedro; reconcentrado, tranquilo y prudente, Juan. Pedro hería constantemente a Juan con ironías sangrientas. Cuando alguien expresaba la dificultad de distinguirlos, él acostumbraba decir:
—Es fácil: insultennós... Si es mi hermano, afloja; si soy yo, peleo. He oído decir que en el cristiano, la mitad de la sangre es sangre, y la otra mitad es agua... Cuando nosotros nacimos parece que yo me llevé toda la sangre y Juan el agua... ¡Pobre mi hermano!... ¡Es flojo como tabaco aventao!...
Cierta tarde de domingo, en la pulpería Juan estaba por comprar unas bombachas... Pedro entró en ese instante y dijo con hiriente sarcasmo:
—¿Por qué no te compras mejor unas polleras?...
Rió de la ocurrencia. Empurpúresele el rostro a Juan, quien exclamó airado:
—¿Querés probar quien de los dos es más guapo?... ¡Comprométete a acetar lo que yo proponga!. ..
—¡Acetao!
Juan extendió entonces la mano izquierda sobre el mostrador, y dijo a su hermano:
—Poné la tuya encima.
Pedro la puso... Y entonces el otro, desenvainando la daga y con un golpe rápido, dejó las dos manos clavadas al madero del mostrador...
Ninguno de los dos lanzó un quejido; ninguno de los dos hizo un ademán ni manifestó un gesto de dolor.
-Y aura... ¿qué decís? —preguntó Juan.
—Que sos mi hermano —respondió Pedro.
—¿Saco la daga?...
—Sacala o dejala... ¡a tu gusto!...
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Don Cantalicio iba con su hijo atravesando el campo. Lo notaba extraño, nervioso, violento; en esto aprovechó para hablarlo.
—¡Ruperto!
—¿Qué quiere, tata? —interrogó el mozo.
Recostados ambos en la culata de la carreta, ambos en ese instante indiferentes a la lluvia que arreciaba, el viejo fijó en su hijo la mirada severa y empezó:
—Vamo arreglar cuentas.
—Yo nunca se las he pedido.
—Porque no tenes derecho... Nunca se las pedí yo a mi padre, pero él a mí, sí, y siempre supe dárselas!
—Vaya diciendo, —rindió el mozo, sometido.
Con expresión más suave, el viejo comenzó:
—P’algo sirven los años y la esperencia. Yo sé que vos estás sufriendo de mal de amores. Palabra de mujer...
—¡Es como renguera ’e perro'... ¡Nu hay que crerla nunca!...
—Y cuando no se cre, se monta a caballo y se marcha; p’algo tiene caballo el gaucho.
—¡Y p’algo tiene facón tamién! —rugió con violencia Ruperto.
Medió un silencio. Con voz más angustiosa que el chirriar de las ruedas de la carreta girando sobre los ejes desengrasados, habló don Cantalicio:
—¡Ya me lo malisiaba!... ¡Tenes las manos manchadas de sangre!... ¡Lo compriendo!... Ella t’engañó... Fuiste en busca ’el rival, se toparon, lo peliastes y te tocó matarlo!... ¡Compriendo!... Es triste... ¡Pero el corazón es una achura que manda más que un ray!... ¡Pobre hijo mío!... ¡Compriendo!...
—¡No compriende!... ¡A quién mate no jué a él!
—¿No jué a él?...
—No. A ella. Le sumí cinco veces el facón!...
Hizo el viejo un brusco ademán, púsose muy pálido, agitó los brazos, tembláronle los dedos y se le nubló la vista. Durante varios minutos permaneció en estado de inconsciencia. Luego, con voz majestuosa, dijo:
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Jacobo y Servando se habían criado juntos y fueron siempre buenos amigos, no obstante la disparidad de caracteres: Jacobo era muy serio, muy reflexivo, muy ordenado, muy severo en el cumplimiento del deber. Servando, en el fondo bueno, carecía de voluntad para refrenar su egoísmo.
Jacobo amaba a Petra, y Servando le atravesó el caballo; conquistó a la moza con su charla dicharachera, con su habilidad de bailarín y con sus méritos de guitarrista. Y se casó con ella, sin pensar un solo instante en el dolor que le causaba a su amigo.
Una mañana, Jacobo hallábase en la pulpería, cuando cayó Servando. Llevaba un aire afligido y su caballo estaba bañado en sudor.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jacobo.
—¡Dejame!... Mi mujer está gravemente enferma y tía Paula dijo que ella no respondía, y que fuese al pueblo a buscar al médico...
—Y apúrate, pues... De aquí al pueblo hay tres leguas y pico...
—¡Ya lo sé!... ¡Sólo a mí me pasan estas cosas!... ¡Mozo!... ¡Deme un vaso de ginebra!... ¿Tomás vos?
—No.
—¡Claro!... Vos sos feliz, no tenés en qué pensar... ¡Eche otra ginebra, mozo!...
Servando convida a los vagos tertulianos de la glorieta y les cuenta su aflictivo tranco.
—¡Comprendo!... —dice uno.
—¡Me doy cuenta!... —añado otro.
—Pero hay que conformarse, ser fuerte, —concluye un tercero.
—Es lo que yo digo —atesta Servando.
—¡Mozo!, ¡sirva otra vuelta!...
Jacobo observa ensombrecido y entristecido. Sale: medita; le aprieta la cincha a su pangaré, le palmea la frente y dice:
—¡Pobre amigo!... Ayer trabajaste todo el día en el rodeo... ¡Ahora un galopo de seis leguas, entre ir y venir!... ¡Vamos al pueblo!... ¡Sí los buenos no sirviéramos para remediar las canalladas de los malos, no mereceríamos el apelativo de buenos!...
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Dalmiro, mocetón de veintiocho años, era hijo único de Paulino Soriano, rico hacendado en las costas del Yi.
Muerta doña Inés, la patrona, la familia, compuesta de Paulino, Dalmiro y Josefa, —sobrina huérfana recogida y criada en la casa,— holgaba en el caserón.
Cierto que la servidumbre era numerosa: negras abuelas de motas blancas, negras jóvenes y presumidas con su tez de hollín y sus dientes de mazamorra, y un cardumen de negritos y negritas que al arrastrarse por el patio parecían pichones de patos picazos.
Pero todos eran silenciosos.
La adustez del patrón no necesitaba voces para imponerse.
No era malo el viejo gaucho; pero su exagerado espíritu de orden, respeto y justicia, le imponían una rígida severidad.
Amando entrañablemente a su hijo, éste creíalo hostil.
Dalmiro era indolente en el trabajo, brusco en sus maneras, provocativo en su decir; en tanto Bibiano, un peoncito de su misma edad y criados juntos, distinguíase por su incansable laboriosidad, su modestia, su comedimiento y sensatez.
Eran compañeros inseparables y con harta frecuencia don Paulino amonestaba a su flojedad y sus arrebatos, elogiando de paso a Bibiano.
—¡Usté nunca me da razón! —exclamó amoscado, cierta ocasión.
—Porque nunca la tenes, —replicó, severo, el anciano.
Desde entonces el “patroncito” comenzó a tomarle rabia al compañero. Y esa malquerencia fué subiendo de punto al enterarse de que Bibiano requería de amores a Josefa, que ella le correspondía y que don Paulino miraba con agrado la presunta unión.
Y Dalmiro, que nunca se había preocupado de su prima, quiso interponerse, y comenzó a perseguirla, más que con ruegos amorosos, con imposiciones y amenazas. Rechazólo la moza, y ante las lúbricas agresividades de Dalmiro, se vió obligada a poner en conocimiento del patrón lo que ocurría.
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Cuando el viejo octogenario terminó su breve exposición, don Torcuato, que había bandeado los setenta, se puso de pie, se atuzó la luenga barba blanca, carraspeó y dijo:
—Tengo cinco suertes de campo y como diez mil guampudos... Disponga de tuito, compadre, porque tuito esto no es más qu’emprestao. Me lo dió la Patria, a la Patria se lo degüelvo.
Y sin decir más, volvió a sentarse sobre el banquito de ceibo, casi quemándose las patas con las brasas del fogón.
Tomó la palabra don Cipriano.
Y se expresó así:
—Yo tengo campos, tengo haciendas y tengo algunos botijos llenos de onzas... Si es por la Patria, lo juego todo a la carta ’e la Patria.
Y se sentó. Y tomando con los dedos una brasa, reencendió el pucho.
Don Pelegrino se manifestó de esta manera:
—Nosotros, con mis hijos y mis yernos, semo veintiuno. Formamo un escuadrónenlo. Plata no tenemo, pero cuero pa darlo a la Patria sí....
Y hablaron otros varones, todos de cabellos encenizados, residuo glorioso de las falanges del viejo Artigas, corazones hechos de luz, músculos hechos de ñandubay.
Y más o menos, todos dijeron en poco variada forma:
—La Patria es la Madre; a la Patria como a la
Madre, nada puede negársele.
Y como habían ido consumiéndose los palos en el fogón, tornóse obscuro el recinto e hízose el silencio, casi siempre hermano de la sombra.
Transcurrieron minutos.
Y entonces don Torcuato, dirigiéndose a Telmo su viejo capataz, lo interpeló así:
—Tuitos se han prenunciao, menos vos. ¿Qué decís vos?
El anciano aludido encorvó el torso, juntó los tizones del hogar, sopló recio, lengüetó una llama, hubo luz.
Y respondió pausadamente:
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.