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El Viejo General

Ángel de Estrada


Cuento


Podía Wagner haber vencido con su genio á las escuelas italianas. Podía atar en la barquilla de su gloria á la ciencia inspirada, como atara en la de Lohengrin el cisne, y ver en ella su estatua, como la imagen del caballero, con la vista hundida en lo infinito. ¡Qué le importaba al viejo general! Y aun podía su nieta, una rubia no muy linda, pero de ojos admirables, estar esperando, como en la leyenda, á un caballero también; y podía el país del caballero estar esmaltado de lagos y follajes, estos con ruiseñores divinos, y aquellos cubiertos de cisnes maravillosos. A él ¡qué le importaba, ni qué sabía?

Cuando la nieta tocaba el piano, con el cuaderno del alemán, abierto, llamando al joven vestido de lumbre misteriosa, ardía en impaciencia. La canción del gentil custodio del Graal; el asombro del pueblo trastornado por el prodigio; todo le daba en los fatigados nervios y gritaba, moviendo una pierna de palo:—Basta, muchacha, basta de canturria!

La nieta volvía al cuartito de las modestas colgaduras blancas, de las piedras y petrificaciones del Chaco, como quien dice bibelots y porcelanas de Saxe, y allí, con un estallido de risa desarrugaba el ceño del anciano.

—¿A que no sabe, abuelito— preguntó aquel día—porqué me río con tantas ganas? Y como el viejo nada contestara sino:—loca, loca;—ella se puso á tararear:


Para dispersar, señor,
del viaje de mis ensueños
los perfumes de las flores
que extrañas traigo en el pelo


—Ah! romántica insoportable; dichoso el que te pierda!—gritó una voz de fiera enjaulada, y cayó de las manos de misia Pepa el cajón de las costuras.

La muchacha rió del apostrofe, corrió al piano de nuevo, y atacó con brioso empuje la marcha de Ituzaingo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Canto

Ángel de Estrada


Cuento


Se sintió Frank mejor, y tomó la caja en que dormía su violin crispado de frío. Desde la bohardilla se veía á través de un cristal sucio, un pedazo de luna gualdosa, contándole á una nube las monotonías y tristezas de su viaje.

El violinista Frank, con ademán cómico, le hizo un saludo:

—Hasta luego, señora!

Se detuvo fatigado al pie de la escalera, y se abrochó el gabán, silbando un lindo vals de moda en otro tiempo. Los faroles le alumbraron luego, bajo los árboles desnudos de la calle.

Un fuerte aguacero había concluido con las lloviznas de una semana. El pavimento en las suaves ondulaciones de la madera, lucía como espejo, y adquiría á la distancia, en la zona de los focos eléctricos, refulgencias platíneas y doradas para desvanecerse bajo los ojos en el gris negro lavado. Los coches reflejaban sobre él, capotas, ruedas, caballos; con sombras y líneas que una mano invisible parecía construir, romper y arrebatar, sobre el lienzo de una linterna mágica.

Frank sintió subir del fondo del alma, la marea de muchas cosas fugitivas como esas imágenes. En el deslumbramiento vago de emociones no precisas, se fijaron después; y el antiguo vigor, las empresas olvidadas, sus visiones de gloria, resurgieron como despertando de un sueño.

Aspiró el enfermo con voluptuosa delicia el olor de lluvia del ambiente, que tenía mucho de la salud del cielo, y la esperanza descendió á su tristeza con suave encanto. Su andar se hizo más ligero, y con placer acariciaron sus ojos, los paisajes de las vidrieras.

Se detuvo entre dos plátanos. Una criatura tocaba su acordeón en el ambiente de hielo, y la pieza alegre exhalaba un suspiro de dolor. Era el extraño acorde de una risa y un martirio.

— Véte á casa —dijo Frank, y volcó el bolsillo.

— Sea siempre feliz — contestó el niño, con voz enternecida, alzando al piadoso sus cuencas de ciego.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Dominó Verde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Increíble me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase a todos los medios imaginables para acercarse a mí. Al romper la cadena de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un odio jurado y mortal.

Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó a atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos agradecen a su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro e insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca, a veces, a la mujer que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos repugna, si las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos incitan a la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un corazón, por lo mismo que sabemos que ha de verter sangre bajo nuestros crueles pies.

Lo cierto es que yo, cuando vi que por fin guardaba silencio María, cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo e instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor a la existencia. Acudí a los paseos, frecuenté los teatros, admití convites, concurrí a saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo, a manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma; me desaté, movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se tradujo en el deseo de regalar a cualquier mujer, a la primera que tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba a María —a María, triste y pálida; a María, medio loca por mi abandono; a María, enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable desdén.


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Creo en Dios

Antonio de Trueba


Cuento


I

Todavía con los ojos húmedos y el corazón agitado por las emociones que habla experimentado al penetrar en el hogar paterno tras una ausencia de veinte años, dejó la aldea nativa una tarde del mes de septiembre de 1859, y me dirigí a un valle cercano, lleno para mí de dulces memorias, como todos los de las nobles Encartaciones.

En el valle a donde me dirigía hay una ermita consagrada a la Virgen de la Consolación, y aquella ermita encerraba para mí recuerdos muy santos, porque mi madre encontraba allí consuelo en sus grandes aflicciones, y más de una vez me llevó asido de la mano al pie del altar de la Virgen, que yo, viéndola con un niño en los brazos, y no comprendiendo aún los misterios de la religión, amaba más por lo que tenía, de madre que por lo que tenía de santa.

Quería yo rejuvenecer aquellos santos recuerdos y dar gracias en aquel humilde templo a la madre de Dios, a cuya intercesión creía deber el haber vuelto a sentarme en el hogar de mis padres y el haber vuelto a postrarme en el templo donde recibí el bautismo.

No intentaré pintar aquí lo que sintió mi corazón cuando penetró en la ermita y cuando dobló la rodilla sobre aquella misma grada donde mi madre la dobló tantas veces, llorando de fe y de consuelo, porque todas estas impresiones, todas estas dulces y santas agitaciones de mi alma, están escritas en un libro que acaso nunca se publicará.

La ermita estaba más blanca, más limpia, más engalanada, más joven que yo la había dejado.

Así que recé y pasé una hora ante el altar, confundiendo en mi pensamiento la idea de Dios con los recuerdos de mi infancia, salí al pórtico de la ermita, donde, sentado en un poyo de piedra, se hallaba un anciano que me había facilitado la entrada en el templo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Orejas del Burro

Antonio de Trueba


Cuento


I

Este era un señor cura que estaba de servidor en un curato patrimonial, que, como es sabido, son aquéllos cuya propiedad corresponde a curas naturales de la feligresía, del municipio y aun de la provincia. Lo que voy a contar de él no le honra maldita la cosa, pero así como respeto y enaltezco siempre a los curas como Dios manda, así cuando por casualidad tropiezo con alguno que no honra a su respetable clase, pronuncio un «salvo la corona,» con lo cual mi conciencia queda tranquila pues, hecha esta salvedad, ya no se trata del sacerdote, sino del hombre, y le doy, así por lo suave, una zurribanda que sirva de saludable escarmiento.

El Sr. D. Toribio, que así se llamaba mi señor cura, debía tener algún pero muy gordo, pues cuando se colocó de servidor en Zarzalejo, lugarcillo de veinticuatro vecinos, todos pobres y rústicos labradores, hacía mucho tiempo que estaba desacomodado, porque en ningún pueblo le querían.

Asistía a las conferencias que el clero de aquellos contornos celebraba en Cabezuela, que era un pueblo inmediato, y siempre le encargaba el presidente de las mismas que estudiase yo no sé qué; pero el Sr. D. Toribio, en lugar de pasar los ratos desocupados estudiando, los pasaba andando de aquí para allí montado en el Moro, que era un burro muy mono al que había criado en casa desde chiquitín, enseñándole una porción de burradas que enamoraban y hacían desternillar de risa al Sr. D. Toribio.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Biblioteca Nacional

Armando Palacio Valdés


Cuento


Madrid posee una biblioteca nacional. Esta biblioteca se halla situada en la calle del mismo nombre que desemboca por un lado en la plaza de la Encarnación y por el otro en la de Isabel II. Es fácil reconocer el edificio. Además, posee en el barrio de Salamanca los cimientos de una nueva biblioteca construidos con todo lujo, perfectamente resguardados de la intemperie y rodeados de una bonita verja. Con tales elementos es fuerza convenir en que la capital de España no carece de medios de instrucción y que todo el que desee estudiar puede hacerlo. No obstante, una cosa me ha sorprendido siempre, y es que la biblioteca nacional no está tan concurrida como debiera suponerse, dado el número de habitantes y su reconocida afición a meterse en todos los sitios donde no cueste dinero. Quizá dependa de hallarse cerrada la mayor parte de las horas del día y de la noche. En cuanto a los cimientos, a pesar de ser tan bellos y sólidos, están siempre desiertos, lo cual les da un cierto aspecto de necrópolis pagana, no ciertamente en consonancia con los fines de su instituto, como dijo Pavía el del 3 de Enero hablando de la Guardia civil.

Pero dejando a un lado los cimientos, cuya importancia me complazco en reconocer y acerca de los que no será esta la última palabra que diga, y volviendo a la antigua biblioteca donde el gobierno de Su Majestad distribuye la ciencia por el sistema dosimétrico, esto es, en pequeñas dosis y repetidas, diré primeramente que tiene un portal muy análogo a una bodega, donde los sabios de mañana aguardan, tiritando y dando estériles patadas contra las losas para calentarse los pies, a que les abran la puerta. El frío es por naturaleza anti-científico, y desde los tiempos más remotos se ha ensañado siempre con los sabios. De aquí los sabañones que tanto caracterizan a los hombres de ciencia.


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La Última Ilusión de Don Juan

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar al microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente que a Don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan para su satisfacción los sentidos y, a lo sumo, la fantasía, y que no necesita ni gasta el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el dorado ajimez donde se asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el peso de la tierra le oprime. Y yo os digo, en verdad, que esas gentes superficiales se equivocan de medio a medio, y son injustas con el pobre Don Juan, a quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos el alma inundada de caridad y somos perspicaces… . cabalmente porque, cándidos en apariencia, creemos en muchas cosas.

A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo alimentó y sostuvo Don Juan su última ilusión… , y cómo vino a perderla.

Entre la numerosa parentela de Don Juan —que, dicho sea de paso, es hidalgo como el rey— se cuentan unas primitas provincianas muy celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban laBeatita. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma: parecíase a una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y pureza (porque algunas, como la morena «de la servilleta», llamada Refitolera, sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor vagabundo de Don Juan le impulsaba a darse una vuelta por la región donde vivían sus primas, iba a verlas, frecuentaba su trato y pasaba con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué imán atraía al perdido hacia la santa, y más aún a la santa hacia el perdido, os diré que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos… . y después de esta explicación nos quedaremos tan enterados como antes.


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Página Íntima

Ángel de Estrada


Cuento


—¿No vas á enterrar al padre Eusebio? se me dijo esta mañana. Yo no sabía que en la tarde anterior había muerto, y me puse en camino.

El colegio y la casa de los buenos sacerdotes queda en un barrio lejano, frente á una capilla sombreada por añosos paraisos. Árboles queridos, porque en sus ramas se agitaban, há doce años, murmurios acariciadores cuando nuestras almas conocían más del cielo que de la tierra. En esa capilla hicimos con mi hermano Santiago la primera comunión. Por eso viven aquí dentro, las luces del color de sus cristales, con la memoria de días perfumados en la paz del claustro.

Y hoy he vuelto, con el alma enferma, á ver sus árboles y muros, en compañía de mi padre encanecido por los años y las amarguras, sin el otro compañero que nos dejó para siempre. ¡Cuan lejana aquella mañana de sol, en que sentíamos florecer la primavera mística, santificada por enternecimientos benditos! Cuando entré á la portería, donde con el otro niño mirábamos con asombro las telas de los monjes penitentes; cuando pasé á la sala donde yacía el cadáver del noble sacerdote; entre todas aquellas cosas que murmuraban frases antiguas, creí ver al muerto fuera del ataúd, rezando en su breviario, con el aire de un abuelo ungido por el Señor.

Salí después á contemplar el patio. La casa ha sufrido reformas, pero siempre tiene la parra, y el comedor antiguo con sus ventanas y rejillas. La puerta verde, que llevaba á las aulas del colegio, ha desaparecido. Los gorriones pían en los árboles como antes, y son otros. No se siente por sobre la pared la algazara del recreo; no se oye la voz del maestro gritando: — á clase, es la hora. Ah! la blusa azul, tan fea y tan hermosa, tan pobre y tan rica, me mira con tristeza, desteñida por los años...


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El Retiro de Madrid

Armando Palacio Valdés


Cuento


I. Mañanas de junio y julio

Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid durante el mes de Junio, pocas lo serán tanto como el levantarse de madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar es una de aquellas acciones que imprimen carácter y comunican superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto humanitario, habrá observado en sí mismo cierta complacencia no exenta de orgullo, una sensación deliciosa semejante a la que habrá experimentado Aquíles después de arrastrar el cadáver de Héctor en torno de las murallas de Ilión. El heroísmo presenta diversas formas según las edades y los países, mas en el fondo siempre es idéntico.

Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al restaurant del Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes palabras: «¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre, señorito!» Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo en los pantalones.

El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable superioridad.


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Una Emboscada

Ángel de Estrada


Cuento


La barranca con altivez de sierra, erizábase de espinillos, luciendo helechos en las honduras de sus rincones de sombra. El capitán Monteros flanqueaba su mole para llegar al bosque, que en forma de herradura, ceñía su término. Cientos de loros, al parecer de fiesta, subían y bajaban entre chillidos, azulando sus plumas verdes en el zafiro de un cielo inmaculado. Un arroyo adquiría ímpetus de torrente, surgiendo de un precipicio con hervores de espuma, y luego, con transparencia fascinadora, serenábase contenido entre dos bloques de piedra.

Los soldados, atraídos por la pureza cristalina del agua, más que por la sed, bebieron á grandes sorbos, mojándose entre chanzas; deslizáronse después entre los sauces que se inclinaban mustios sobre el río, y llegaron á las selváticas enredaderas que, enlazaban el verdor sordo y viejo de los talas, al chillón y juvenil de los cocos. De pronto sintieron perplejos un agudo clarín que traía frío de muerte, seguido de repentina descarga; y ya á punto de correr, se estrecharon al son de la caja de Eusebio, que se irguió firme como su fibra de bronce.

—Esta si que es linda, mi capitán!!

—Silencio! —rugió Monteros— paso atrás!

Y empezó el desfile de doce hombres indefensos frente á casi un ejército. En el rostro del jefe se dibujaba una sombra, pues seducido por una temeridad que pudo ser fecunda, exponía á sus hombres á morir sin luchar, contra la invisible fuerza que convertía el bosque en boca de fuego. Poco le duró aquello. Creyó percibir una inmensa voz, de más allá del horizonte, traída por las auras perfumadas de trébol; y sus ojos despidieron viva luz, comunicando á Eusebio el vigor de un redoble electrizante.

Una bala dió en la boca del sargento; el negro tambor miró al amigo y pasó sobre el cadáver.

—¡Ah! canallas...


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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