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etiqueta: Cuento fecha: 26-10-2020


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La Guerra Civil

Antonio de Trueba


Cuento


I

Tenía yo de ocho a diez años y casi casi deseaba que hubiese siquiera un poquito de guerra, porque siempre estaba oyendo hablar de ella, y envidiaba a los que la habían conocido.

—¿Qué es guerra?— había preguntado a mi madre.

Y ésta me había contestado:

—Hijo, Dios nos libre de ella; porque la guerra es matarse los hombres unos a otros.

—Pues mi hermano y yo no nos matamos ni matamos a nadie, y siempre está usted diciendo que somos muy guerreros y que damos mucha guerra.

Mi madre se echó a reír al oír esta observación mía, y lejos de rechazarla, pareció confirmarla dándome un beso apretado y chillado, que es cosa rica.

Este proceder de mi madre, que al parecer no podía influir en mi criterio, influyó no poco, pues me hizo dudar más y más de que la guerra fuese matarse los hombres unos a otros y los guerreros fuesen una especie de fieras.

Los chicos de la aldea me acusaban de collón, viendo, por ejemplo, que cuando se mataba el cerdo en casa, en vez de hacer lo que en tal caso hacían ellos, que era ayudar a sujetar las patas del pobre animal sobre el banco en que se le tendía para meterle el cuchillo, o encargarse de la faena de revolver con un palo la sangre que iba cayendo en la caldera, yo me escapaba de casa al castañar inmediato y allí me estaba llorando y tapándome los oídos para no oír los dolorosos gruñidos del cerdo, y no volvía hasta que éste había dejado de padecer, fausta nueva que me daba el humo del helecho o de la paja con que se le chamuscaba en la portalada.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cabellera de Laura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Madre e hija vivían, si vivir se llama aquello, en húmedo zaquizamí, al cual se bajaba por los raídos peldaños de una escalera abierta en la tierra misma: la claridad entraba a duras penas, macilenta y recelosa, al través de un ventanillo enrejado; y la única habitación les servía de cocina, dormitorio y cámara.

Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajando afanosamente en sus randas y picos de encaje, sin salir nunca ni ver la luz del sol, cuidando a su madre achacosa y consolándola siempre que renegaba de la adversa fortuna. ¡Hallarse reducidas a tal extremidad dos damas de rancio abolengo, antaño poseedoras de haciendas, dehesas y joyas a porrillo! ¡Acostarse a la luz de un candil ellas, a quienes había alumbrado pajes con velas de cera en candelabros de plata! No lo podía sufrir la hoy menesterosa señora, y cuando su hija, con el acento tranquilo de la resignación, le aconsejaba someterse a la divina voluntad, sus labios exhalaban murmullos de impaciencia y coléricas maldiciones.

Como siempre los males pueden crecer, llegó un invierno de los más rigurosos, y faltó a Laura el trabajo con que ganaba el sustento. A la decente pobreza sustituyó la negra miseria; a la escasez, el hambre de cóncavas mejillas y dientes amarillos y largos.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Bruja de Miramar

Carlos Gagini


Cuento


Ni aún los más guapos del pueblo se atrevían a aventurarse de noche por la calleja del río, temerosos de aquella lucecilla que parpadeaba en la sombra como un ojo felino; y si algún labrador era sorprendido por la oscuridad al volver del abrevadero con su yunta, pasaba de prisa y persignándose delante de la casucha sin atreverse a mirar, por el ventanillo siempre abierto, la humilde estancia alumbrada por una vela de sebo, la mesa llena de potingues, el baúl desvencijado, la camilla de lona y el fogón donde se calentaba la frugal cena.

Sentada en un banquillo al lado de la mesa, una mujer cincuentona, de nariz aguileña, ojillos penetrantes y tupidas cejas grises, removía sin cesar el contenido de un mortero.

Llamábanla en Miramar la Tía Mónica y pasaba por bruja. Vivía absolutamente sola en aquella choza sin vecindario, cultivando de día una huerta de media hectárea y confeccionando de noche jabón de hiel, jarabes para la tos y otros menjurjes que junto con sus hortalizas iba a vender al pueblo dos veces por semana. Comprábanle sus artículos más por miedo que por caridad; y fue sin duda por alejarla de la aldea por lo que don Alonso, el dueño de los terrenos colindantes, insistía en comprarle la exigua finca. ¿Venderla? Ni por pienso. ¿Cómo deshacerse de una propiedad que le proporcionaba la subsistencia y le permitía vivir sin mendigar favores de nadie?

Allí veía deslizarse los años, siempre atareada y silenciosa, cada día más flaca y huraña, gastada prematuramente por las penas del alma y los achaques del cuerpo.

Pero cuando rendida del ajetreo diurno se echaba sobre su pobre lecho, una sonrisa de inefable dicha entreabría sus marchitos labios y parecía iluminar como una aurora las paredes de la estancia. Y es que no hay nadie, por infeliz que sea, que no tenga un recuerdo o una ilusión que mitigue sus penas ... Y la Tía Monica tenía un hijo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Jugar con el Fuego

Felipe Trigo


Cuento


Pasaba por Madrid, donde veinticuatro horas debía detenerse, con dirección a Tánger, León Demarsay, un diplomático con quien yo había intimado en Manila, hombre de gran corazón y excelente tirador de armas. Por mí advertidos de esas prendas del joven, quisieron algunos amigos míos conocerle, y le invitamos a un almuerzo, para cuyo final teníamos preparadas las panoplias.

Servido el café en el salón, Pablo Mora, que presume de floretista, le brindó el azúcar con la mano izquierda y con la derecha un par de espadas.

—Gracias—contestó León sonriéndome con dulzura al comprender que defraudaba nuestras esperanzas—. Hace mucho que abandoné estas cosas. No sé. Completamente olvidadas.

Y luego, defendiéndose de nuestra insistencia, y para que no creyéramos falta de cortesía o fatuo desdén de maestro su negativa, añadió, mientras se sentaba y empezaba a sorbos su taza, invitándonos a lo mismo:

—Hace tres años, juré no volver a tocar la empuñadura de un arma.

Y quedó sombrío, delatando algún doloroso recuerdo. Respetándolo nosotros, nos sentamos también, sin pensar en más explicaciones. Pero la gentil María, esposa de Mora, en cuya casa estábamos, y otras dos señoritas que nos acompañaban, una de las cuales, discípula de Sanz, había pensado en el honor de un asalto con el francés (cosa que venía a constituir quizás el caprichoso y principal atractivo de la reunión), le seguían mirando curiosamente.

—¡Nada!—exclamó al fin Demarsay—. Como usted, Luciana (la discípula), yo empecé la esgrima por receta de un médico. Usted, según me ha dicho, contra una neuralgia; yo, contra un reuma. ¡Ojalá que en mí hubiera podido continuar siendo un sport saludable, como lo será en usted toda la vida...! Pero los hombres—añadió envolviéndonos en una sonrisa de irónica piedad—somos un poco más crueles que las mujeres.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Esteticismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era yo en otro tiempo un furioso esteticista. La belleza fué mi guía, mi sostén, el único objetivo de mi vida; el mundo, una gran obra de arte en la cual el Alma Suprema se conoce y se goza. Nuestras almas, órganos de Ella, existen únicamente para la felicidad de esta contemplación. Goethe estaba en lo cierto. Nada hay en la existencia digno sino el culto de la belleza: nuestra educación debe ser esencialmente estética.

Así, juraba yo con fervor, como Heine, por Nuestra Señora de Milo, me descubría al pasar por delante de Las hilanderas de Velázquez, y recorría doscientas leguas para ver unos retratos de Franz Hals. Los campos y las montañas hacían mis delicias. ¡Oh felices excursiones a las más altas cimas cantábricas! Los ojos no se saciaban jamás ante aquellos panoramas espléndidos. El espectáculo de la mar me embriagaba, y el del cielo estrellado me causaba vértigos. Las horas se deslizaban divinas espiando el vaivén de las olas, los vivos cambiantes de sus volutas verdes, los destellos de sus crestas rumorosas. «¿Será posible—me decía—hartarse de contemplar el mar, de escuchar el canto del ruiseñor, de ver los cuadros de Velázquez y los mármoles helénicos?»

Pues bien, sí, me he hartado, me he hartado. En vano hago supremos esfuerzos de imaginación para representarme con toda su intensidad la belleza de los objetos, que tan viva emoción me causaba. Esta emoción no viene. Me coloco frente al mar, y me distraigo mirando el quitasol rojo de una inglesa que recorre descalza la playa: voy al Museo del Prado, y más que las madonnas de Rafael me interesan las niñas flacas que las están copiando: me siento a la orilla del arroyo, bajo los castaños frondosos, y me sorprendo al cabo de unos instantes limpiándome cuidadosamente el polvo de los pantalones: hace pocos días sentí náuseas escuchando un nocturno de Chopin que en tiempos lejanos me producía espasmos de placer.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Espiritismo

Carlos Gagini


Cuento


¿Que por qué estoy siempre triste?—me dijo Raúl, reclinando lánguidamente la cabeza en la poltrona y dejando la pipa sobre la mesa.— A no ser porque eres mi amigo de veras, y sabes que tengo un cerebro sólido y no mal amueblado, me abstendría de referirte mi novela... ¡Quién sabe! Acaso el temor de que por primera vez dudases de mis palabras o me creyeses sugestionado por lecturas fantásticas, me había impedido revelarte antes de ahora este secreto que pesa sobre mi corazón como una lápida de plomo.

Cerró los ojos por un instante y guardó silencio, mientras yo contemplaba con admiración su rostro franco y hermoso y su espaciosa frente guarnecida de cabellos blanqueados más por las penas que por el tiempo.

¿Recuerdas—continuó—cuando fui Inspector de Escuelas en Cartago hace veinticinco años? Tenía yo entonces veintidós. Era la época de los exámenes, y después de visitar no sé cuántas escuelas, harto de oir vaciedades y despropósitos, llegué un domingo a Juan Viñas. El salón de la escuela estaba repleto de gente. Comenzó el acto, y en el momento en que me disponía a interrogar a las alumnas, un rumor me hizo volver la cabeza hacia la puerta y la pregunta se heló en mis labios... No ignoras que desde muchacho fui ferviente adorador de las mujeres y que en la época a que me refiero había tenido ya media docena de novias; sabes también que siempre he sido descontentadizo y que hasta entonces no había encontrado ninguna beldad capaz de trastornarme el seso. Pues bien, la joven que acababa de entrar, saludada por un murmullo de admiración, era algo sobrenatural, algo que hace creer, aun a los más escépticos, en la existencia de un mundo habitado por criaturas superiores.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Canto

Ángel de Estrada


Cuento


Se sintió Frank mejor, y tomó la caja en que dormía su violin crispado de frío. Desde la bohardilla se veía á través de un cristal sucio, un pedazo de luna gualdosa, contándole á una nube las monotonías y tristezas de su viaje.

El violinista Frank, con ademán cómico, le hizo un saludo:

—Hasta luego, señora!

Se detuvo fatigado al pie de la escalera, y se abrochó el gabán, silbando un lindo vals de moda en otro tiempo. Los faroles le alumbraron luego, bajo los árboles desnudos de la calle.

Un fuerte aguacero había concluido con las lloviznas de una semana. El pavimento en las suaves ondulaciones de la madera, lucía como espejo, y adquiría á la distancia, en la zona de los focos eléctricos, refulgencias platíneas y doradas para desvanecerse bajo los ojos en el gris negro lavado. Los coches reflejaban sobre él, capotas, ruedas, caballos; con sombras y líneas que una mano invisible parecía construir, romper y arrebatar, sobre el lienzo de una linterna mágica.

Frank sintió subir del fondo del alma, la marea de muchas cosas fugitivas como esas imágenes. En el deslumbramiento vago de emociones no precisas, se fijaron después; y el antiguo vigor, las empresas olvidadas, sus visiones de gloria, resurgieron como despertando de un sueño.

Aspiró el enfermo con voluptuosa delicia el olor de lluvia del ambiente, que tenía mucho de la salud del cielo, y la esperanza descendió á su tristeza con suave encanto. Su andar se hizo más ligero, y con placer acariciaron sus ojos, los paisajes de las vidrieras.

Se detuvo entre dos plátanos. Una criatura tocaba su acordeón en el ambiente de hielo, y la pieza alegre exhalaba un suspiro de dolor. Era el extraño acorde de una risa y un martirio.

— Véte á casa —dijo Frank, y volcó el bolsillo.

— Sea siempre feliz — contestó el niño, con voz enternecida, alzando al piadoso sus cuencas de ciego.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retiro de Madrid

Armando Palacio Valdés


Cuento


I. Mañanas de junio y julio

Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid durante el mes de Junio, pocas lo serán tanto como el levantarse de madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar es una de aquellas acciones que imprimen carácter y comunican superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto humanitario, habrá observado en sí mismo cierta complacencia no exenta de orgullo, una sensación deliciosa semejante a la que habrá experimentado Aquíles después de arrastrar el cadáver de Héctor en torno de las murallas de Ilión. El heroísmo presenta diversas formas según las edades y los países, mas en el fondo siempre es idéntico.

Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al restaurant del Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes palabras: «¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre, señorito!» Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo en los pantalones.

El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable superioridad.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Príncipe Ruy

Ángel de Estrada


Cuento


El caballero Ruy, príncipe taciturno del castillo, iba por el bosque. De los cielos bajaba la alegre luz, como una bendición sobre los árboles. Y el caballero Ruy, feliz en aquel momento, sentía el paisaje, con esa intensidad que le hermosea, por el color que el espíritu derrama. Y á poco las resinas de las cortezas, las penumbras misteriosas, los juegos de sol con sus lápices de rayos, el rumor de una fuente: todos los roces, todos los cambiantes, despertaron en él una idea que le volvió á su natural melancolía.

De pronto, en un claro de robles, habló un pájaro prodigioso, de pico cortante, plumas de púrpura y ojos extraños.

— No sigas, hermano Ruy; la senda es terrible porque el día es bello.

Así dijo el pájaro.

El caballero sintió temores, después, blandiendo su puñal, sonrió con tristeza. La hoja demasquina cruzó relampagueante y, en su violenta curva, clavó al pájaro, que perdió la voz de su pico cortante y la luz de sus ojos extraños.

—Bien; quedarás embalsamado—exclamó el caballero. Sobre los artesones del encendido hogar, serás en las veladas de invierno un mensaje de la estación de las flores.

—¿De las flores?

Esto murmuró una voz, como un eco de sus palabras.

—¿De las flores?

El príncipe se volvió. Entre una mata de rosales, una flor movía sus pétalos como labios amoratados por agonía congojosa.

El príncipe no tuvo ya miedo, y dijo con fuerte acento:—Día raro, salud!

—Soy la flor de las flores—prosiguió la charlatana—tú contaste nuestros secretos y te amamos; escucha mi voz y no sigas.

Sin responder, el príncipe la cortó de su tallo, y como si estallara un filtro, se difundió una esencia; y él aspirando con delicia el perfume, metió en el morral la flor, y murmuró ¡adelante!

—Atrás!—respondieron las aguas de una fuente que obstruía la senda:—¡atrás!


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El Pecado Natural

Antonio de Trueba


Cuento


I

Éste era un caballero de Madrid, llamado don Juan Lozano, que tenía el oro y el moro, y gozaba tanto de los enemigos del alma, mundo, demonio y carne, que pasaba la vida rabiando.

Aunque esto último parece mentira, es una verdad como un templo (y califico de gran verdad al templo, no por su gran tamaño, sino por su gran verdad); y si no, expliquémonos, que explicándose se entiende la gente.

Don Juan vivía en la calle de Atocha, en un palacio cuyo lujo y comodidades eran el presulta del lujo y la comodidad (como decía Perico, el zapatero remendón de la guardilla de enfrente, llamado por mal nombre Carape, que entendía de latín tanto como yo); sus coches y caballos valían un dineral; en su mesa se servían hasta en día de trabajo los manjares más ricos que Dios crió o inventaron los hombres, y, por último, las chicas más, guapas que paseaban por Madrid se despepitaban por don Juan. Pues a pesar de todo esto, y mucho más que no es para dicho, don Juan pasaba la vida rabiando, porque el regalo y el placer habían estragado de tal modo su cuerpo y su alma, que lo que a todo el mundo le sabe a gloria, a él le sabía a rejalgar de lo fino; y así era que nunca se le veía reír, y siempre estaba con una cara de condenado, que metía miedo.

A Perico, el zapatero de enfrente, le sucedía todo, lo contrario que a don Juan: era más pobre que las ratas, y, sin embargo, era más rico que don Juan el de enfrente. Esto último también parece mentira, y no lo es; y en prueba de ello me contentaré por ahora con decir que Perico se pasaba el día, y aun la noche, canta que canta, fuma que fuma, y echa que echa chicoleos a su mujer, aunque era más fea que el voto va Dios.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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