Estaba la calle sola, en silencio. Dos palomos gordos, azulados, de
gravísimo buche, hicieron un gozoso estrépito de alas, y bajaron desde
las bardas de una vecina casa angosta y ruda. Picoteaban en los carriles
de polvo, en la orilla de la acera. Andaban a pasitos menudos,
presuntuosos.
Pero no; es posible que estos palomos fuesen tan sencillos como dicen
que lo son todos los palomos, y que esa ufanía estuviera en la malicia
de la mirada de Sigüenza. Estos palomos son caseros, retraídos,
de cercado, amigos de gallinas enclaustradas, de alguna cabra de corral
que pasa el día balando porque se acuerda de la libre y tierna pastura
de un collado. Estos palomos han ido envejeciendo y cebándose; han
tenido muchas parejas de cría, son ya patriarcales. Y esa mañana, viendo
la calle en quietud, bajaron a solazarse, imaginando que descendían a
tierras paniegas de solana.
Y estas buenas y rollizas aves, que hasta entonces nada más las viera
Sigüenza asomadas a los muros donde se amaban y saltaban ladeando las
cabecitas, o se paseaban por la cumbrera soleándose pacíficamente como
dos gruesos canónigos; estas donosas aves, al caminar por el arroyo,
habían de hacerlo muy despacio por la rudeza del piso y porque sus
patitas eran demasiado frágiles para mantener la opulencia y pesadumbre
de sus pechugas.
Sí; su calma era verdaderamente involuntaria, y era también preciso
ese erguir y ostentar el buche, movimientos todos de grande inocencia y
que a él le hicieron darles el dictado de vanos, de palomos portugueses.
¡A cuántos simplicísimos varones no juzgaremos también con demasiado
rigor y les exigiremos grandes y costosas empresas por el aparato y
solemnidad de su figura, sin pensar que son muy sencillos y no tienen
nada más que buche o vientre!
Así hablaba Sigüenza cuando acercose y pasó a su estudio un capellán de monjas, que fue soldado en su primera juventud.
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