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El Triunfo de Baltasar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Me consta que aquella noche, los Magos se reunieron en consejo. Divididas estaban las opiniones, y dos de los reyes orientales no eran partidarios de que se prolongase tal estado de cosas.

—Es deprimente —exclamaba Gaspar, haciendo que sonasen las láminas de su coselete militar sobre su pecho robusto—. Consideren lo que significa mi personalidad, y díganme si no representa algo contrario a la mentira. Soy un caballero, el que abrió la serie de tantos como combatieron a la felonía y a la traición. Y vengo tolerando secularmente, que me tomen como pretexto de un engaño, del cual son víctimas unas criaturas candorosas. Se las hace creer que yo, y vosotros, también personas serias, entramos en los hogares como ladrones, nocturnamente, por el balcón o la chimenea, a dejar en los zapatuelos de la chiquillería juguetes y nonadas.

—¡Oiga su mercé! —interrumpió Melchor, el de la testa lanosa—. Los ladrones, amigo, no dejan na. Se lo llevan toito si pueden.

—Bueno, yo sé lo que digo —gruñó el guerrero—. No entiendo por qué no nos atenemos a la verdad monda y lironda. Sería esto más propio de monarcas, de sabios, de valientes; entiéndalo bien, abuelo Baltasar. Nos han repartido un papel de farsantes. Yo estoy cansado de él.

Baltasar, gravemente, movía la cabeza resplandeciente de blancura, como coronada, más que por la asiática mitra de oro, por la cabellera magnífica, que le bajaba hasta más de los hombros.

—A ti, Gaspar —murmuró—, no te agrada sino lo que cuesta llanto. A mí, al revés: me gusta lo que consuela un poco a la pobre humanidad. Aquel Niño a quien hemos adorado un día en un portal tan pobre, para consolar vino… Si todos fuesen como tú, Gaspar, a cada paso gemiría más la estirpe de Adán el Rojo, primer hombre que apareció en la superficie del planeta.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Implacable Kronos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón! Sin una hora de descanso y recreo, sin un minuto que perteneciese al gusto y al solaz, vivió don Zoilo, no como la ostra —al fin, la ostra no trabaja—, sino como la polilla, que roe y roe y no sale de su rincón, no deja su viga telarañosa, no despliega nunca sus alas, buscando lo que las mariposas: luz, calor solar y entreabiertas flores.

Resuelto a ganarse un caudal, porque don Zoilo veía en el dinero la clave de la vida y el eje del mundo, sudó, se afanó y atesoró con incansable codicia, hasta llegar a la suma deseada. Cebado en la asidua labor, no supo don Zoilo lo que era pasear, ni se miró al espejo, ni cuidó de su salud, ni se enteró de que ya iban encorvándose sus espaldas y pesando sobre su cuerpo, recio como plomo, los años. Sólo cuando se encontró poderoso, dueño de la riqueza pingüe que de antemano se propusiera obtener, entró a cuentas consigo mismo y advirtió que no había disfrutado miaja ni catado los goces lícitos y sabrosos de la existencia. «He sido una bestia de carga», pensó, lleno de remordimiento y de melancolía. «Esto no puede quedar así. A ver si una vez, por lo menos, soy un racional. Es preciso que yo me case, que tenga familia y pruebe sus alegrías y sus expansiones, y, además, que mi mujer me guste mucho…, tanto como me gusta Casildita Ramírez, la viuda que vive en el segundo piso».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Instinto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel año, las monjitas de la Santa Espina se habían excedido a sí mismas en arreglar el Nacimiento. En el fondo de una celda vacía, enorme, jamás habitada, del patio alto, armaron amplia mesa, y la revistieron de percalina verde. Guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban. Sobre la mesa se alzaba el Belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua, y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas, y por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel, y vuelve a salir y a entrar a cada minuto…

Pero lo mejor, allá en lo alto, era el Portal, especie de cueva tapizada de papel dorado, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro, y en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el Niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Cómoda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante todo, conviene saber que yo era la moderación en persona, y mi única debilidad, muy censurada por mi consorte, la afición a trastear un poco en las tiendas de los anticuarios.

Por irrisoria cantidad adquirí en uno de esos establecimientos un mueble viejo, que me valió una filípica. ¿Dónde se ha visto traer se a casa embeleco semejante?

Era el embeleco una de esas cómodas ventrudas de la época de Luis XV que, en efecto, se construían para viviendas más espaciosas de las actuales. Sus dimensiones debieran haberme alarmado cuando la compré. Pero la curiosa taracea de la tapa, los lindos bronces, primor de cinceladura, me sedujeron, y ahora, en vista de la desazón doméstica, me pesaba mi capricho.

La idea de revenderla me ocurrió, naturalmente. Sin saber por qué, la rechacé; se me hacía intolerable. Dijérase que tenía que separarme de alguien muy querido. Tan extraño sentimiento fijó mi atención en el mueble. Yo acostumbro creer que todas nuestras impresiones responden fielmente a alguna causa, oculta o visible. El sentir avisa. Si no lo percibe la inteligencia, es porque la inteligencia percibe muy contadas cosas.

Continuaba mi mujer hostigándome (con esa insistencia en mortificar que es uno de sus defectillos), y por eximirme de aquella persecución de mosca tenaz, adopté singular determinación. Alquilé, en retirada calle, un piso muy modesto y, reservadamente, trasladé allí la cómoda tripona. Un goce vengativo me hacía sonreír. ¿No quisiste la cómoda? Pues ahora tu esposo —lo mismo que si te engañase con alguna bella— tiene su pisito y se pasa en él horas que no sospechas tú.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Díptico

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La sordica

Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levantado un soplo de brisa. El calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos segadores encorvados sobre el mar de oro de la mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que por primera vez se dedica a tan ruda faena, siéntese desfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y un vértigo paraliza su corazón.

¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán los compañeros si tira la hoz y se echa al surco!

Ya se han reído de él a carcajadas porque se abalanzó al botijón vacío que los demás habían apurado…

Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmo baja y sube; reluce la hoz, aplomando mies, descubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa las amapolas sangrientas y la manzanilla de acre perfume. La terca voluntad del segadorcillo mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vez mayor hace doloroso el esfuerzo.

Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia de brasas que le calcina la boca y le retuesta los pulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompe a llorar?

Tímidamente, a hurtadas, como el que comete un delito, se dirige al segador más próximo:

—¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán?

—¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene justo con ella La Sordica…

Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre un horizonte de un amarillo anaranjado, cegador, ve recortarse la figura airosa de la mozuela, portadora del odre, cuya sola vista le refrigera el alma.

De la fuente de los Almendrucos es el agua cristalina que La Sordica trae; agua más helada cuanto más ardorosa es la temperatura; sorbete que la Naturaleza preparó allá en sus misteriosos laboratorios, para consolar al trabajador en los crueles días caniculares.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Buen Callar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No tenían más hijo que aquél los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.

Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión.

—Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma —advertía a su hijo el duque—. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe —solía añadir.


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El Cabalgador

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En las cercanías de Toledo, donde prados verdes y grupos de arbustos floridos recuerdan pasajes de novelas pastoriles, hay un huerto con su pozo y noria de traza árabe, y en el huerto, un rincón poblado de clavellinas rojas, plantadas en desorden. Dueño de este huerto ha venido a ser mi amigo el pintor Herrera, que cree descender de los antiguos propietarios, unos Herrera hidalgos como el que más, si bien pobres. Después de la reconquista, los Herrera vegetaban en el ocio, y al cabo pasaron a Indias, donde se perdió su huella. Ignoro por qué mi amigo sostiene que es de esos Herrera, y la casa, de la cual hace siglos ni queda rastro, su solar.

De todos modos, Herrera el paisajista construyó al margen del huerto un sencillo edificio cuadrado —tiene el buen gusto de ser enemigo de chalets y cottages—, al cual adosó una torrecilla mudéjar, hecha con restos de otra auténtica. Ello tiene un aire muy toledano y un tanto artístico, y Herrera vive allí dos o tres meses primaverales, con un hortelano y una vieja criada.

Entusiasta de los recuerdos de aquel pedazo de tierra, me ha referido mil veces que el huerto se llamó siempre del «Cabalgador», lamentando no saber por qué… Y no me extrañó recibir un día un telegrama suyo: «Averiguada leyenda huerto, deseo contártela».

Tomé el tren y acudí, ¡porque un capricho…, es lo más sagrado! Despachamos una ligera merienda y salimos al huerto. El artista me llevó hacia el rincón donde florecían las clavellinas, y nos sentamos en un banco de piedra dorada y gastada; la hora de las revelaciones había llegado… Era una de esas tardes de luz rubia y como esmaltada de tonos rosados y ardientes, que sólo existen en Toledo y, más irisados, en Venecia. Las clavellinas, al rayo solar que moría, eran gotas vivas de fresca sangre.


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El Casamiento del Diablo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Voy a contaros un cuento de viejas, como que lo aprendí de una solterona de sesenta y pico, toda cansadita de llevar a cuestas su amarillenta palma, y tan corrida de envidia y despecho, que en vez de entretenerse cuidando loros y perros de lanas, no tenía más solaz que curiosear y celebrar los infortunios conyugales (ya supondréis que nunca le faltaba diversión). Ahora ya que sabéis la procedencia, oído al cuento.

Es el caso que el demonio, el mismísimo Satanás, a fuerza de padecer los suplicios infernales; a fuerza de ser por tantos miles de años achicharrado, frito, escabechado, tostado, esparrillado y dorado a la brasa, empezaba a sentir menos el dolor, y en cierto modo a habituarse a las torturas. No pudiendo la Justicia Divina tolerar que el ángel rebelde que nos perdió eludiese su castigo, trató de imponerle algún nuevo y desconocido tormento, no probado hasta entonces; y con la admirable previsión que determina los actos del Omnipontente, ordenó que sin pérdida de tiempo se casase Satanás.

El demonio, a quien todo se le podrá negar menos el pesquis, cuando supo el nuevo castigo, aturdió con aullidos de desesperación las negras sendas del averno; pero allí no valían pamemas, y no había, sino que a casarse tocan, porque quien manda, manda. En vista de la necesidad ineludible, avínose Satanás a doblar el cuello al yugo; y únicamente pidió con gran humildad (estilo bien sorprendente en el maestro de la soberbia) que le permitiesen elegir de una terna la esposa que había de compartir con él las lobregueces del Tártaro; pensando para sí que elegiría mujer incapaz de engañarle (cosa difícil, porque rara es la mujer que no sabe engañar al diablo), a toda prueba virtuosa, pues no hay apreciador más refinado de la virtud en la mujer que el muy ladino demonio.


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El Crimen del Año Viejo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Cree usted que vivirá, doctor? —preguntaron ansiosamente las doce fadas que, en cumplimiento de su misión clásica y tradicional, rodeaban la cuna del recién nacido y se disponían a colocar bajo su almohada el Talismán de la vida.

El doctor afianzó en las puntiagudas narices los redondos quevedos, que daban a su fisonomía un sello misterioso; se manoseó las barbas reflexivamente, y tardó más de dos minutos en contestar. Al cabo, dijo en grave acento:

—Tal vez vivirá… Y tal vez, si ciertos fenómenos se presentan, podrá no vivir… No veo claro en su estrella… ¡Dentro de doce meses será mucho más seguro el pronóstico!

Las fadas, a un tiempo, rompieron en risa cristalina y melodiosa. No eran ellas del número de las que comulgan con ruedas de molino: y aunque no habían inclinado jamás sus blancas frentes sobre librotes apergaminados y rancios, y no consumían aceite de lámparas, sino que lo hacían todo a la plateada luz de la luna, sabían perfectamente que los doce meses eran toda la línea vital del Niño, y al cabo de ese tiempo no sería aventurado contestar a la interrogación dirigida al célebre doctor y académico de la de Ciencias. El cual, ofendido por el buen humor de las fadas, se dio prisa a eclipsarse.

El Anciano, que ocupaba un lecho todo entapizado de damasco rojo, se unió, en voz cascada y que apenas se oía, a la risa de las madrinas del Año nuevo. Era, ya se habrá adivinado, el año de 1918, llegado a tal grado de decrepitud y agotamiento, que en su boca, entreabierta para dar paso a una trémula carcajada, se veían, muy adentro, más allá de las encías desdentadas, unas como telarañas, de un gris sombrío y sepulcral. Por medio de un esfuerzo angustioso, logró incorporarse, y rogó a la fada más próxima:

—Azulina, dame una cucharada del elixir de resistencia.


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El Depósito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en una noche de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino atrozmente fría, en que por la pureza glacial del ambiente se oía aullar a los lobos lo mismo que si estuvisen al pie de la solitaria rectoral y la amenazasen con sus siniestros ¡ouu… bee!, cuando el cura de Andianes, a quien tenía desvelado la inquietud, oyó fuera la convenida señal, el canto del cucorei, y saltando de la cama, arropándose con un balandrán viejo, encendiendo un cabo de bujía, descendió precipitadamente a abrir. Sus piernas vacilaban, y el cabo, en sus manos agitadas también por la emoción, goteaba candentes lágrimas de esperma.

Al descorrerse los mohosos cerrojos y pegarse a la pared la gruesa puerta de roble, dejando penetrar por el boquete la negrura y el helado soplo nocturno, alguien que no estuviese prevenido sentiría pavor viendo avanzar a tres hombres, más que embozados, encubiertos, tapados por el cuello de los capotes, que se juntaba con el ala del amplio sombrerazo. Detrás del pelotón se adivinaba el bulto de un carrito y se oía el jadear del caballejo que lo arrastraba, y cuyas peludas patas temblaban aún, no sólo por el agria subida de la sierra, sino por haber sentido tan de cerca el ardiente hálito de los lobos monteses hambrientos.

—¿Está todo corriente? —preguntó el que parecía capitanear el grupo.

—Todo. No hay más alma viviente que yo en la casa. ¡Pasen, pasen, que va un frío que pela a la gente!…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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