Me consta que aquella
noche, los Magos se reunieron en consejo. Divididas estaban las
opiniones, y dos de los reyes orientales no eran partidarios de que se
prolongase tal estado de cosas.
—Es deprimente —exclamaba Gaspar, haciendo que sonasen las láminas de
su coselete militar sobre su pecho robusto—. Consideren lo que
significa mi personalidad, y díganme si no representa algo contrario a
la mentira. Soy un caballero, el que abrió la serie de tantos como
combatieron a la felonía y a la traición. Y vengo tolerando
secularmente, que me tomen como pretexto de un engaño, del cual son
víctimas unas criaturas candorosas. Se las hace creer que yo, y
vosotros, también personas serias, entramos en los hogares como
ladrones, nocturnamente, por el balcón o la chimenea, a dejar en los
zapatuelos de la chiquillería juguetes y nonadas.
—¡Oiga su mercé! —interrumpió Melchor, el de la testa lanosa—. Los ladrones, amigo, no dejan na. Se lo llevan toito si pueden.
—Bueno, yo sé lo que digo —gruñó el guerrero—. No entiendo por qué no
nos atenemos a la verdad monda y lironda. Sería esto más propio de
monarcas, de sabios, de valientes; entiéndalo bien, abuelo Baltasar. Nos
han repartido un papel de farsantes. Yo estoy cansado de él.
Baltasar, gravemente, movía la cabeza resplandeciente de blancura,
como coronada, más que por la asiática mitra de oro, por la cabellera
magnífica, que le bajaba hasta más de los hombros.
—A ti, Gaspar —murmuró—, no te agrada sino lo que cuesta llanto. A
mí, al revés: me gusta lo que consuela un poco a la pobre humanidad.
Aquel Niño a quien hemos adorado un día en un portal tan pobre, para
consolar vino… Si todos fuesen como tú, Gaspar, a cada paso gemiría más
la estirpe de Adán el Rojo, primer hombre que apareció en la superficie
del planeta.
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