—¿Han leído ustedes a Selgas? —preguntó la discreta viuda,
cerrando su abanico antiguo de vernis Martín, una de
esas joyas que para todo sirven, excepto para abanicarse—. ¿Han
leído a Selgas?
Los que formábamos peñita en la estufa,
huyendo de los sofocados y atestados salones, movimos la cabeza.
¿Selgas? Un autor a quien, como suele decirse, «le ha pasado el sol
por la puerta»… Nombre casi borrado ya…
—Pues era ingenioso —declaró la vuidita—, y a mí me divertía
muchísimo… En no sé que libro suyo —las citas exactas, allá para
sabihondos— sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A
propósito del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice
que mientras nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo
rabia con lo que escogió; que rara vez nos mostramos descontentos
de nuestros padres ni de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y
de los criados siempre hay algo malo que contar. ¿Verdad que es
gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elección conyugal le faltó
distinguir… Se le olvidó decir que sólo los hombres eligen,
mientras las mujeres toman lo que se presenta… Y el caso es que la
elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que
escogen amplia y libremente, son los que escogen peor.
Esta afirmación de la viuda armó un barullo de humorísticas
protestas entre el elemento masculino en la peñita.
—No hay que amontonarse —exclamó la señora intrépidamente—. Los
hombres que aciertan, aciertan como «el consabido» de la fábula… :
por casualidad. Y, si no… , a la prueba. Todos los jueves que nos
reunamos aquí, en este rincón, a la sombra de estos pandanos tan
colosales, cerca de esta fuente tan bonita con la luz eléctrica, me
ofrezco a contarles a ustedes una historia de elección conyugal
masculina… , que les parecerá increíble. Empezaremos ahora mismo…
Ahí va la de hoy.
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