—Mira por todo, tú me entiendes —repitió la madre, antes de
equilibrarse sobre la molida o retorcido circular de paja, el cestón del
cual salían apagados cacareos y rebasaban, alzando la cubierta de
estopa, cabezas cómicamente asustadas de gallos y gallinas—, no sea que,
mientras vendo en la feria esta pobreza, ande el demonio suelto.
Cuidado me puso el cura por nombre... Atiende a tus hermanos... ¡Quedas
responsable, Cerilo...!
El niño agachó la testa en que se envedijaban rizos color de mora
madura, mates por el polvo que los velaba, y su gesto, ya semiviril,
aceptó la responsabilidad completamente. Aquella misma mañana, Cirilo
había cumplido once años, y la Vieja Sabidora, repertorio de historias,
cuentos y patrañas de la aldea, le había bisbiseado la víspera al oído:
—¡Quién como tú, que eres hijo de un señor!
¡De un señor! No era la primera vez que lo escuchaba, y siempre la
noticia alzaba ecos profundos en su alma precozmente despierta, superior
a la condición humilde en que vivía... Cirilo no conocía en nada
absolutamente que fuese hijo de un señor, ni se diferenciaba de sus
hermanitos, retoños del difunto marido de su madre, el zuequero de
Solgas... Descalzo, vestido de remiendos pingajosos, uncido ya al
trabajo de la casa y de la tierra, como manso novillo destetado antes de
sazón, Cirilo se parecía bien poco a los hijos de los señores, limpios y
hartos, según él los había visto en la villita de Castro Real. Y con
todo eso creía firmemente en lo del señorío. Dentro de su espíritu algo
se elevaba; era un sentimiento, o, mejor dicho, un puro instinto de
estimación hacia su propia persona, lo que, si Cirilo tuviese otra edad,
se llamaría altivez.
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