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etiqueta: Cuento fecha: 27-10-2020


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Lumbrarada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un cristiano es cosa que pasma.

A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio dado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va al propio sitio llevando idéntico fin. No cabía duda; armados ambos de un hacha corta, en día tan señalado como aquel, sólo podían proponerse picar leña al objeto de encender la lumbrarada de San Juan... Así es que prontamente, desechando el pasajero enojo, su juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de paloma que arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los dientes de lobo entre el oro retostado del bigote.

—Entonces, ¿viene por rama? —preguntó ella, así que la risa le permitió formar palabras.

—¿Y por qué había de venir, aserrana, no siendo por eso?

—¿Yo qué sé? También se podía venir paseando.

—¿Paseando con la macheta?

—Bueno, cada persona tiene su gusto...

Mientras tocaban estas dicherías se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos color del mar cuando está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras? ¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?

—¿Tienes la casa muy lejos?

—¿Por qué me lo pregunta? —articuló ella súbitamente recelosa—. ¡Hay tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si las topa solitas en un monte cubierto de pinos, cuando no se oye más ruido que el del viento zumbando en la copas y no se ve más cosa viviente que las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!

—Lo preguntaba al tenor de que le pesará el fajo para carretarlo allá a cuestas.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Milagro Natural

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En la iglesuela románica, corroída de vetustez, flotaba la fragancia de la espadaña, fiuncho y saúco en flor, que alfombraban el suelo y que iban aplastando los gruesos zapatones de los hombres, los pies descalzos de los rapaces. Allá en el altar polvoriento, San Julianiño, el de la paloma, sonreía, encasacado de tisú con floripones barrocos, y la Dolorosa, espectral, como si la viésemos al través de vidrios verdes, se afligía envuelta en el olor vivaz, campestre, de las plantas pisoteadas y de las azules hortensias frescas, puestas en floreros de cinco tubos, que parecen los cinco dedos de una mano.

Sin razonar nuestro instinto, deseábamos que la misa terminase.

Al pie del atrio, allende la carcomida verja de madera del cementerio, nos aguardaba el coche —cuyas jacas se mosqueaban impacientes— que iba a reconducirnos, a un trote animado, a las blancas Torres, emboscadas detrás del castañar denso, sugestivo de profundidades. Y ya nos preparábamos a evadirnos por la puerta de la sacristía, cuando el párroco, antes de retirarse, recogiendo el cáliz cubierto por el paño, rígido, de viejo y sucio brocado, se volvió hacia los fieles, y dijo, llanamente:

—Se van a llevar los Sacramentos a una moribunda.

Comprendimos. No era cosa de regresar, según nos propusimos, a las blancas Torres. Había que acompañarle. Irían todos: viejos, mociñas, rapaces, hasta los de teta, en brazos de sus madres, y con sus marmotas de cintajos tiesos. Y sería una caminata a pie, entre polvareda, porque, ¡Madre mía de los Remedios!, años hace que no se veía tal secura, no llover en un mes, y las zarzas y las madreselvas estaban grises, consumidas del estiaje y de la calor...

Mientras nos tocábamos los velitos y comprobábamos, con ojeada de consternación, que no traíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caía muy lejos? La respuesta enigmática del terruño:

—La carrerita de un can...


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Obra de Misericordia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El pueblecillo parecía difumado en sombría bruma y en el aire flotaba dolor. La escasa gente que se atrevía a salir a la calle iba a tiro hecho: a buscar remedios, que escaseaban en la botica, o a pedir en el huerto del conventillo de San Pascual rama de eucalipto, para quemarla en braseros y cocinas y aprovechar así el más barato y humilde de los desinfectantes. A la puerta de don Saturio, el médico, había siempre un grupo que se comunicaba sus cuitas en voz lastimosa y apagada.

—No está... Salió esta mañana cedo, para Lebreira, que muérese el cura...

—Y cuando torne, somos más de cincoenta a lo llamar...

—Yo tengo el padre en las últimas. No sé qué le dar, ni qué le hacer.

—Las dos fillas mías echan la sangre a golpadas.

—Este negro mal les da a los mozos, a los sanos, y nos deja por acá a los que ya más valiera que nos llevara... ¡Nuestra Señora del Corpiño nos valga, Asús!

El trote cansado de un rocín interrumpió la plática. El médico, enfundado en recio gabán, calado un sombrerón ya desteñido por las lluvias, regresaba de Lebreira, y en su rostro, que la mal afeitada barba rodeaba hoscamente, se leían la inquietud y el disgusto. A las preguntas de las comadres contestó con un gesto de adustez.

—¿El señor cura? Con Dios, ya desde antes de yo llegar...

Un coro de súplicas se alzó:

—Señor, por el alma de quien más quiera, venga a mi casa.

—Venga antes a la mía, señor, que el marido y el hijo están acabando y no sé cómo valerles...

—A la mía, que mayor desdicha no la haberá...

Rabioso, se apeó el médico, gritó a su criado la orden de recoger el caballejo a la cuadra, y después de vacilar unos segundos —hubiese preferido descansar y una taza de café muy caliente— siguió a la que acababa de alegar la gravedad del marido y del hijo.


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Ofrecido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No sabía el señorito que lo estaba hasta que le informó la vieja carcomida aquella, según volvían de la feria del primero y subían el áspero repecho que conduce al mesón, donde es costumbre inveterada pararse a refrescar.

Detuviéronse, pues, al pie del secular castaño que sombrea las dos mesas paticojas, prevenidas de jarros colmos y rosquillas duras, y el señorito brindó a la bruja un ancho vaso del alegre vinillo de la tierra, bromeando sobre lo del ofrecimiento.

—¿Puede saberse quién te mete a ti, Natolia la Cohetera, a ofrecer lo que no es tuyo?

—¡Mi joya! —contestó la mujeruca después de trasegar lentamente el claro y agromosto, que huele como los amorotes bravos y las moras maduras.

—Mi palomo, señorito de Valdeorás...,y luego, si Natolia no le ofreciese, ¿estaría usía en este mundo?

El señorito se echó a reír de buena gana.

—Según eso, estoy en el mundo porque a ti se te antojó.

—¡Asús! No, señor, mi joya; sería porque lo dispuso Santa Comba, la del Montiño, que para eso le ofrecí yo cosa viva.

—¿Cosa viva? —repitió el señorito, echando atrás de un capirotazo su sombrero gris, flexible de anchas alas, y sacando del bolsillo su petaca de plata martillada, donde brillaba un trebolico de rubíes.

—Sí, señor querido... Cosa viva, como quien dice, un animal, una gallina o un cerdo...

—¿Y qué significan ese cerdo o esa gallina, vamos a ver?

—Significan..., ¡demasiado lo sabe! Significan el alma de usía, con perdón.

Nolasco de Valdeorás soltó la risa a borbotones. La vieja, de pie ante él, le miraba con cierta fisga maliciosa. Su cara era una rugosa nuez, avivada por los dos toques de azabache de los ojuelos; su boca, una sima; en los pómulos, la rosa del vino, recién bebido, florecía con abermellonado rancio.


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Página Suelta

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El destacamento había marchado toda la mañana, y, después de un breve alto, fue preciso seguir la caminata emprendida para acampar, ya anochecido, como Dios dispusiese, en la linde del bosque. La lluvia (rara en aquel clima durante el mes de diciembre) no había cesado de caer en hilos oblicuos, apretados y gruesos. Sorprendidos por el capricho de las nubes, desprovistos de mantas y capotes, soldados y oficiales se resignaron, o, mejor dicho, se chancearon con el agua; y era preciso todo el azogue de la juventud, todo el ánimo del soldado, todo el estoicismo del carácter peninsular, para no darse al mismo demonio al sentirse empapados como esponjas. Hacía calor, y el chorreo del agua no parecía sino que aumentaba la densidad de la temperatura pegajosa, sofocante, y con la marcha, irresistible. ¡Sudar el quilo y mojarse a un tiempo, caramba! Y no había otro remedio que seguir andando, a socorrer al pueblecillo cercado por los insurrectos, donde hacían desesperada y heroica defensa los moradores, capitaneados por el párroco, un fraile dominico muy terne... La idea de salvar a españoles y españolas de la muerte y de los ultrajes alentaba al destacamento y le ponía alas en los pies, aunque el barro, que subía hasta las rodillas, se los calzase de plomo.


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Prejaspes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Pensamos los occidentales haber inventado la lealtad monárquica, y atribuimos el desarrollo de este singular sentimiento a las ideas cristianas, confundiendo los efectos que debe inspirarnos Dios, suma Causa y Bien sumo, con los que tienen por objeto a un hombre nacido de mujer. Yo no sé si un sentimiento se califica o descalifica por ser antiguo; pero sé que la lealtad monárquica es tan vieja como los más viejos cultos, y en apoyo de esta opinión recordaré la aventura que le sucedió al adictísimo Prejaspes.


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Racimos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde que eran vides las que rojeaban en las laderas del Aviero, precipitándose como cascadas de púrpura y oro viejo hacia el hondo cauce del río, no se había visto cosecha más bendita que la del año..., bueno, el año no importa. Además de la abundancia, la uva estaba recocha y tenía su flor de miel, su pegajosidad de terciopelo. Cada grano era un repleto odrecillo, ni duro ni blando, reventando de zumo. Y los colores, en el tinto como en el blanco, intensos y muy iguales. No se conocieron racimos que así tentasen a vendimiarlos.

La vendimia se señaló para el 24 de septiembre. Y, como según dicen en el país, cuando Dios da no es migajero, mandó un sol de gloria y unos días de gusto mejores que los de verano, para aquella faena de otoño. Tampoco sería fácil recordar vendimiadura más alegre.

Ello no quita para que el trabajo sea caristoso. Subir a hombros los culeiros o cestones por las cuestas casi verticales de la ladera, hasta soltarlos en la bodega del antiguo pazo, que domina todo el paisaje, vamos, ¡que se suda! Las vendimiadoras echan la gota gorda de su pellejo, con el calor y el tráfago; pero los carretones se derriten al ascender con las cargas, magullados los hombros por el peso, anhelosa la respiración por la fatiga, y sin poder ni pasarse el revés de la mano por la frente, para recoger las lágrimas que de ella se desprenden y caen sobre el fornido y velludo pecho.


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Reconciliados

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al pasar por delante del cementerio de aldea, me detuve un instante, mirando con interés aquella tierra como hinchada de vida, de la vida natural, que nace de la muerte. Plantas lozanas y fresquísimas reían impregnadas aún del rocío nocturno, al sol que iba a bebérselo golosamente. Eran flores de jardín, plantadas allí sin inteligencia, pero con el respeto que a sus difuntos demuestra siempre la gente labriega. Azucenas, rosas, alhelíes, margaritas, medraban en el terruño relleno de elementos favorables a su desarrollo, de abono de cuerpos humanos, y transformaban en perfumes Y en colores las descomposiciones del sepulcro.

Pero, recientemente, el terreno había sido removido, y faltaban, en un espacio bastante grande, las gayas flores: la tierra aparecía desnuda. Se habían cavado allí sepulturas recientemente. Y el viejo Avelaneira, el curandero, que me acompañaba, me hizo saber que eran dos las sepulturas acabadas de abrir, y que los dos que allí se habían enterrado a un tiempo, unidos en muerte por el odio y no por el amor, eran los dos mayores enemigos de la parroquia.

Inmediatamente quise recoger los hilos de aquella psicología que condujo a yacer vecinos a dos enemigos, y acaso a tener, cuando el cementerio recibiese nuevos huéspedes y no cupiesen sin hacerles sitio, abrazados sus huesos, confundidos, indiscernibles; porque, cuando el hombre se reduce a su última expresión, es cuando resuelve el problema de la suprema igualdad, no habiendo diferencia de tibia a tibia y de fémur a fémur...

¿Qué odio de muerte, qué irreconciliable ofensa separaba a aquellos dos hombres, que les hizo bajar al sepulcro el mismo día, y el uno por la mano del otro?


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Remordimiento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Conocí en su vejez a un famoso calaverón que vivía solitario, y al parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un criado para cada dedo, porque la fortuna —caprichosa a fuer de mujer, diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la fortuna como yo del del mosquito que me crucificó esta noche— había dispuesto (sigo refiriéndome a la fortuna) que aquel perdulario derrochase primero su legítima, después la de sus hermanos, que murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un tío opulento y chocho por su sobrino. Y, por último, volvieron a ponerle a flote el juego u otras granjerías que se ignoran, cuando ya había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el Vizconde de Tresmes) llegó a persuadirse de que interesaba a su felicidad no morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del egoísmo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo que yo conocí al vizconde —poco antes de que un reuma al corazón se lo llevase al otro barrio— era un viejo rico, y su casa —desmintiendo la opinión del vulgo respecto a las viviendas de los solteros— modelo de pulcritud y orden elegante.


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Responsable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Mira por todo, tú me entiendes —repitió la madre, antes de equilibrarse sobre la molida o retorcido circular de paja, el cestón del cual salían apagados cacareos y rebasaban, alzando la cubierta de estopa, cabezas cómicamente asustadas de gallos y gallinas—, no sea que, mientras vendo en la feria esta pobreza, ande el demonio suelto. Cuidado me puso el cura por nombre... Atiende a tus hermanos... ¡Quedas responsable, Cerilo...!

El niño agachó la testa en que se envedijaban rizos color de mora madura, mates por el polvo que los velaba, y su gesto, ya semiviril, aceptó la responsabilidad completamente. Aquella misma mañana, Cirilo había cumplido once años, y la Vieja Sabidora, repertorio de historias, cuentos y patrañas de la aldea, le había bisbiseado la víspera al oído:

—¡Quién como tú, que eres hijo de un señor!

¡De un señor! No era la primera vez que lo escuchaba, y siempre la noticia alzaba ecos profundos en su alma precozmente despierta, superior a la condición humilde en que vivía... Cirilo no conocía en nada absolutamente que fuese hijo de un señor, ni se diferenciaba de sus hermanitos, retoños del difunto marido de su madre, el zuequero de Solgas... Descalzo, vestido de remiendos pingajosos, uncido ya al trabajo de la casa y de la tierra, como manso novillo destetado antes de sazón, Cirilo se parecía bien poco a los hijos de los señores, limpios y hartos, según él los había visto en la villita de Castro Real. Y con todo eso creía firmemente en lo del señorío. Dentro de su espíritu algo se elevaba; era un sentimiento, o, mejor dicho, un puro instinto de estimación hacia su propia persona, lo que, si Cirilo tuviese otra edad, se llamaría altivez.


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