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etiqueta: Cuento fecha: 28-01-2021


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El Presagio

Gabriel Miró


Cuento


Naturalmente somos los alicantinos distraídos, indolentes y pacíficos. No cavamos nuestra alma con lentas y profundas meditaciones ni resistimos mucho tiempo un mismo pensamiento.

Es verdad que lo nuevo, lo inesperado, nos intranquiliza y alborota, y que lo decimos y comentamos, y de todo contendemos muy ardientemente, viéndolo desemejante por excesos imaginativos. Mas luego vienen las zumbas y risas y el olvido, y somos dichosos en la dejadez, indiferencia y socarronería.

Hay en el diccionario un vocablo que sospecho extraído de la cantera espiritual de nuestro pueblo. Alicantina, f. fam.: «treta, astucia o malicia con que se procura engañar o no ser engañado».

De modo que no necesitamos de bizarrías, audacias ni de costosas empresas. Nos basta con una alicantina o varias, y se desliza nuestra vida placenteramente, contemplando el mar liso, bruñido, perezoso, y los campos, secos, amarillentos; todo cegador de lumbre, que hace entornar los ojos y nos predispone para una siesta eterna y venturosa. A esto y a nuestros buenos padres los árabes culpamos de nuestro temperamento. Otros antiguos contribuirían también. Yo no sé lo que de nuestra psicología hubiera escrito Stendhal, la señora Stäel, Taine... Da lo mismo. Quizás Unamuno nos diría cuatro lindezas o cuatro frescas. Perdería el tiempo.


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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Dos Lágrimas

Gabriel Miró


Cuento


Era un dulce varón alto y anciano, de noble frente, ojos habladores de tristezas y manos blancas de lenta y suavísima acción.

Vivía con su hija y con los nietos.

El pueblo era humilde; sus casas, bajas y morenas; la iglesia, decrépita y remendada; el señor párroco calzaba alpargatas y vestía sotana lustrosa sin mangas, y las de la americana tenían la urdimbre muy recia.

El anciano salía a los campos en las tibias y quietas tardes del invierno levantino. Los campos eran oliveros, anchos, y sobre las buenas tierras pasaba un cielo limpio y alegre que lejos parecía descender con dulzura purificadora.

Y en el villaje silencioso que tenía ambiente de agua y hierbas de acequias, de frutas y mazorcas colgadas en los desvanes, de pesebres cálidos y mullidos, se alzaba ufana una casa de arquitectura flamante, plagio de edificio de ciudad. En la rotonda había labrado un apellido plebeyo lugareño y después leíase la palabra «Banquero».

Cruzaba el pueblo el noble anciano. Sus manos amparaban las manitas de los nietos. Nieto y nieta; mayor la niña que el muchacho.

Y al pasar junto a la altiva mansión mirábala el abuelo y su cabeza se movía suavemente como la cima oreada de un árbol viejo y tenían sus labios sonrisa de pensamiento compasivo: «¡A qué esa orgullosa interrupción de la humildad del pueblecito! ¡A mí me da lástima el señor banquero!».

Contemplábanle los niños, ganosos de seguir caminando.

¿Dónde querían ir los nietos?


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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Día Campesino

Gabriel Miró


Cuento


«Y aver alegría
Syn pesar nunca cuede,
Commo syn noche día
Jamás aver non puede».

(El Rabbi Don Sem Tob, Proverbios morales)


Se olía y aspiraba en la mañana una templada miel. Ya tenían los almendros hoja nueva y almendrucos con pelusa de nido; la piel gris de las rígidas higueras se abría, y el grueso pámpano reventaba; y lo más nudoso y negro de las cepas abuelas se alborozaba con sus netezuelos los brotes. Eran rojas las tierras, y así semejaban más calientes. El río, estrecho y centelleante de sol, aparentaba dar de su fondo fuego de oro y era limpia espada que traspasaba la rambla con dichosas heridas de frescura. Venía el agua somera, sin ruido y apenas estremecida por los cantos y guijas de la madre. Estaban rubias y mullidas las márgenes de tamarindos arbusteños; y en lo postrero de la vista, las aguas espaciadas hacían una tranquila y pálida laguna. De dentro, los tamarindos, ya árboles, asomaban sus cimas anchas y doradas como el trigo en las eras o islas románticas; y enteramente lo copiaban las aguas.

Cerca del río tronaba un viejo molino harinero. Delante del portal había un alto álamo de trémula blancura; y en aquellos campos primaverales el árbol grande y blanco parecía arrancado de un paisaje de nieve.

Vinieron de la ciudad a esta ribera dos amigos. Entonces descansaban, sumergiéndose en el dichoso gremio de la dulzura matinal de primavera. De lo alto del aire o de lo hondo de la tierra pasaba a instantes la templanza un estremecimiento, un aleteo rápido y leve de frío, pero frío de invierno, huido, ya lejos.


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Plática de Amigos

Gabriel Miró


Cuento


Un honorable varón de la judicatura y un brigadier, entrambos jubilados, y un funcionario de Hacienda y un rentista tacaño, reúnen grandes prendas para tener amistad hasta el acabamiento de su vida. Es maravilla no ver este grupo en toda ciudad provinciana.

Reúnense por las tardes y si es invierno también pasean al buen sol de la mañana.

Hablan muy despacio, desgranando las palabras. El señor magistrado dirá de códigos; otro, de aranceles, quién de algún enojo o demasía de la criada; el brigadier, de empresas hazañosas; todos, de intimidades y miserias de compañeros. Si pasa una mujer lozana y placentera, que les trae recuerdos de la mocedad, ríen tosiendo, y luego han de pararse para desembarazar sus bronquios. Pero casi siempre hablan de escalafones, aunque ellos no esperen nada. Sus frases son desgastadas, sin propio latido. Por ejemplo: «son habas contadas», «en realidad de verdad», «aquello fue la bola de nieve», «mi general, querer es poder». Hablar sin peculiar lenguaje es carecer de íntima visión; el que dice, si no traza y aun plasma el pensamiento, ¿para qué habla entonces? Bueno; pero estos señores han vivido largamente sin el noble placer de la palabra, y yo creo baldía esta preocupación de que en sus años postreros hablen de otra manera, cuando con la suya, que es la de todos, han llegado a la magistratura, o a preeminencia en las armas, y a lo que es peor (quiero decir costoso), a tener caudales, y son padres y gobernadores de sus honradas casas. ¡Oh, pobrecita vida la de sus hijas doncellas, que saben menudamente de ascensos y traslados y de bolsa!


* * *


Los viejos amigos llegan al casino y se sientan, rodeando una mesa cuyo mármol permanece siempre solitario como un yermo nevado. Es que no piden nada; no beben más refrigerio que el agua. Los camareros se lo susurran y comentan malsinándolos.


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Notas del Mismo

Gabriel Miró


Cuento


Todas las tardes de los domingos, algunas mujeres recién peinadas y mudadas que se hastían de conversar en sus portales, se dicen: «¿Por qué no nos marchamos, paseando, al cementerio?...» «Es verdad; vamos paseando, paseando...». Y andan muy despacio esas mujeres; de ellas viejas, de ellas mozas y aún niñas que miran y atienden insaciables, porque las grandes hablan, maldicientes, del vestido que estrenó la hija de una amiga; y burlan de la frente del marido de una vecina y de su holganza; y dicen de un hombre que entra a deshora en la casa, sin cuidado del otro... Las viejas mascullan palabras; las solteras talludas se reían demasiadamente, y las rapazas beben la ponzoña del cuento infame que les presenta una turbia imaginación de las hembras malsinadas en intimidades placenteras.

El camino del cementerio es ancho y sube mansamente, entre viejos sauces de fronda lacia, por un otero pedregoso.

Confidencia o cansancio, detiene y espesa al grupo. Le sigue un hombre que viste luto de rigor. Es Sigüenza, aquel apartadizo que recorrió los parajes leprosos levantinos. Detrás y honda queda la ciudad, rubia y resplandecientes sus vidrieras de sol.

Exhala como un vaho de silencio, de abandono y tristeza que sólo percibimos en las tardes de fiesta.

Por los senderos abiertos en la sembradura nueva y en los campos labrados, salen gentes que van a merendar bajo el cobertizo de casucas ahumadas y sombrías, de cuyo dintel cuelga una rama vieja.


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La Fiesta de Nuestro Señor

Gabriel Miró


Cuento


Acabado el enjalbiego, dijo la señora tía, ya doblada por senectud, al sobrinico huérfano:

—Anda, Ramonete, anda; anda, hijo, y acuéstate, como a buen seguro hicieron ya todos los muchachos, que muy de mañana se ha de ir a la parroquia.

—¿Qué hay entierro o casamiento, señora tía?

—Pues, descabezado, ¿que no recuerdas el día que es? ¿Qué dijo el señor maestro?

—¡Que no había escuela!

—¿Y no paró en hablar de la grande fiesta de Nuestro Señor?

—Sí dijo de fiesta, señora tía, sí dijo.

—¿Y no entendiste que había de ser la del Corpus la más preciosa y bendita, hijo Ramonete?

—Sí que podrá ser, señora tía; que Damián y Javierico, los de la «Corrionera», y Luis y «Gabiel» y Barberá hablaron que estrenaban botas de cordones y gorras de visera reluciente y trajes de...

—Anda, Ramonete, hijo; anda y acuéstate, que bien supiste las fantasías de los rapaces... Corpus es mañana y el señor rector predica, con que...

Y el sobrinico huérfano bebió de una cántara sacada al sereno; besó la mano sequiza y rugosa de la señora tía y entrose muy despacio por la negrura del portal.

Desde lo hondo llamó tímidamente:

—¡Señora tía! ¡Señora tía!

—¡Ay, Ramonete, ay, hijo! ¿Qué antojo es ése?

—¿Ha de venir pronto, señora tía? ¡Mire que todo está fosco, y en «lo» corral sentí ruido y pasó como una fantasma, señora tía!

—¡Ay, hijo Ramonete! Encomiéndate al buen Ángel; mira que recelo que todo eso es el Enemigo que te lo hace ver...


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La Doncellona de Oro

Gabriel Miró


Cuento


Maciza, ancha y colorada se criaba la hija que participaba más del veduño o natural del padre que de la madre. Aquél era fuerte y encendido y aun agigantado. La riqueza a que le condujo el tráfico del azafrán y esparto lograba encubrir, para algunos, la basta hilaza de su condición, y llegó a ser muy valido y respetado en toda la ciudad, aunque tacaño. La mujer, venida de padres sencillos, era alta, delgada, de enfermiza color y pocas palabras, y éstas sin jugo, sin animación, sin alegría.

En lo espiritual tenía la hija esa bondad tranquila y blanda de las muchachas gordas; era inclinada a la llaneza, a piedad y sosiego.

Una mujer, amiga de la madre en el pasado humilde, vivía con ellos en calidad de gobernadora de la casa; reunía la fidelidad de Euriclea, la añosa ama de Ulises, el grave y autorizado continente de la señora Ospedal, dueña muy respetada en el hogar del caballero Salcedo, y la curiosidad y malicia del ama que ministraba, con la sobrina, la mediana hacienda de don Alonso Quijano el Bueno.

La casa de esta familia lo fue antaño de algún titulado varón, porque en el dintel campeaba escudo; pero el comerciante le quitó toda ranciedad a la fábrica, haciendo pulir la piedra y revocar muros y hastiales y restaurarla internamente. Había enfrente un paseo de plátanos viejos y palmeras apedreadas por los muchachos que allí iban por las tardes a holgar y pelearse. Mirábalos la hija del mercader, y quiso muchas veces mezclarse con las chicas que también acudían, y jugaban al ruedo y a casadas y a damas y sirvientes; pero los padres no se lo otorgaron, porque «no estaba bien que hiciera amistades tan ruines». Y no salía. Ya grandecita, hastiábale oír la seguida plática de dineros que siempre había en la casa; le sonaban las palabras como esportillas de monedas sacudidas, volcadas ruidosamente. No escuchaba sino el comparar fortunas ajenas con la propia para menospreciarlas.


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El Señor Augusto

Gabriel Miró


Cuento


Era un lugar humilde, de casas de labranza; los campos, de llanura de rubias rastrojeras, viñal pedregoso y ralos alcaceres. Todos los horizontes estaban cerrados por un círculo de sierras fragorosas y peladas, sin umbrías ni pastura para los ganados que habían de trashumar.

Era un pueblo de quietud y silencio. Los lugareños salían por la mañana a sus pegujales; y la vieja espadaña de su iglesia, cuyos bancos huelen a pobreza y sudor de cráneos de labriegos que dormitan, y las ventanas y puertas de las casas les miraban, desde lejos, frías, contristadas; y la mirada de las piedras llegaba hasta un pueblo blanco, risueño, ceñido de huertos de mucho verdor y abundancia.

Y al lugar humilde vino un hombre, que traía amplio sombrero, pantalón de pana crujidora, chaqueta recia y tralla pasada por los hombros. Era del mediodía de Francia, y hablaba un castellano tan gangoso y roto como si padeciese un mal de garganta; pero su salud era hasta insolente; grande, encendido, rebultado, de poderosas espaldas cargadas de... fuerza y grosura, un verdadero cíclope al lado de estos aldeanos españoles, enjutos, cetrinos, hundidos de ojos, de pecho y de vientre, callados, temerosos, y con un rebaño de criaturas harapientas, que se quedaban contemplando al extranjero y aun le seguían haciéndole visajes de burla. Pero el francés lo resistía todo con mucho comedimiento. Las madres y los viejos y las gentes trashogueras viendo aquel hombre tan enorme, que aplastaba, al pisar, los cantos de las callejas, volverse si oía alguna chanza de los rapaces y preguntarles el sentido de la grosería, y, luego de meditarlo, pasar a celebrarla y reírla sosegadamente, se sintieron arrepentidos e impusieron respeto para el recién llegado.


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El Final de Mi Cuento

Gabriel Miró


Cuento


Como los personajes trazados en mi artículo los conoció íntimamente la señora de Villalba, vieja, maldiciente y también escritora, me pidió que se lo leyese antes de entregarlo.

Acomodose la señora en su butaca de grana; abandonó en su regazo la media que estaba urdiendo; quitose los resplandecientes espejuelos, y aguardó.

Y yo leí:

...Descansaba llena de luna la noche, y pareció suspirar y estremecerse como una doncella dormida, volviéndose, desnuda y casta, en la blancura de su lecho. Y la respiración de la noche, atravesando los huertos, pasó por las ventanas y aromó al poeta. La aspirada delicia le distrajo y dejó comenzada la estrofa.

Creando la vida de su fábula, atendiendo el íntimo pulso, los regocijos y tristezas de sus criaturas, se había olvidado de la «amada», de la noche.

La fragancia de rosas, de árboles floridos, de verdores recientes, de inmensidad, que le había acariciado las sienes y oreado el alma, le atrajo a la vida que él tomaba para llevarla a los hijos alumbrados en sus libros, sin apenas gozarla, como pican y traen las aves el sustento a los pichones, sin quedarse nada para su hambre...

Entonces subió y envolvió al artista toda la grandeza del silencio, de la soledad, y vivió en sí mismo, pareciéndole que los hijos de su arte se escondían y callaban bajo las blancas losas de las cuartillas.

La estancia era amplia, abrigada con tapices ya pálidos, nublados por los años, y los muebles, anchos y propicios a la meditación y bellas quimeras del maestro. Un grande acero bruñido, traído de un viejo palacio de Florencia, colgaba como espejo, encima de la mesa de trabajo.


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