Érase una tarde del mes de noviembre; recios copos de nieve caían en
las extensas llanuras de La Mancha, vistiendo de blanco ropaje los
humildes tejados de un pueblecito, cuyo nombre no hace al caso, y cuyos
habitantes, que apenas pasaban de trescientos, tenían fama por aquella
comarca de sencillos y bonachones.
–Apresuremos el paso, que el tiempo arrecia y aún falta una legua
–decía un jinete caballero en un alto mulo a un labriego que le
acompañaba sobre un pollino medio muerto de años; arreó el labriego su
cabalgadura, y con un mohín de mal humor, sin duda porque la nieve le
azotaba el rostro, se arrebujó en su burda manta, encasquetándose el
sombrero hasta la cerviz, y diciendo de esta manera:
–Vaya, vaya con don Gaspar, y qué rollizo y sano que se nos viene al
pueblo; ya verá su merced qué contento se pone don Melchor cuando le vea
llegar tan de madrugada; según nos dijo ayer, no se esperaba a su
merced hasta esotro día por la tarde; nada, lo que yo digo, esta
Nochebuena estamos de parabién; todas las personas de viso se nos van a
juntar en la misa del gallo; digo, si no me equivoco, porque parece que
también el señor don Baltasar está para llegar de un momento a otro…
–Es cierto, Martín –le contestó el llamado don Gaspar–. Mi hermano
Baltasar ya estará en camino para el pueblo, según lo que me escribió a
Santander… pero arrea, que tengo gana de abrazar a mi hermano Melchor,
después de dieciocho años de ausencia.
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