Textos más vistos etiquetados como Cuento publicados el 29 de septiembre de 2016 | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 100 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento fecha: 29-09-2016


12345

Víspera de Difuntos

Baldomero Lillo


Cuento


Por la calleja triste y solitaria pasan ráfagas zumbadoras. El polvo se arremolina y penetra en las habitaciones por los cristales rotos y a través de los tableros de las puertas desvencijadas.

El crepúsculo envuelve con su parda penumbra tejados y muros y un ruido lejano, profundo, llena el espacio entre una y otra racha: es la voz inconfundible del mar.

En la tiendecilla de pompas fúnebres, detrás del mostrador, con el rostro apoyado en las palmas de las manos, la propietaria parece abstraída en hondas meditaciones. Delante de ella, una mujer de negras ropas, con la cabeza cubierta por el manto, habla con voz que resuena en el silencio con la tristeza cadenciosa de una plegaria o una confesión.

Entre ambas hay algunas coronas y cruces de papel pintado.

La voz monótona murmura:

—…Después de mirarme un largo rato con aquellos ojos claros empañados ya por la agonía, asiéndome de una mano se incorporó en el lecho, y me dijo con un acento que no olvidaré nunca: “¡Prométeme que no la desampararás! ¡Júrame, por la salvación de tu alma, que serás para ella como una madre, y que velarás por su inocencia y por su suerte como lo haría yo misma!”

La abracé llorando, y le prometí y juré lo que quiso.

(Una ráfaga de viento sacude la ancha puerta, lanzan los goznes un chirrido agudo y la voz plañidera continúa:)

—Cumplía apenas los doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos, tan dulces, como los de la virgencita que tengo en el altar. Hacendosa, diligente, adivinaba mis deseos. Nunca podía reprocharle cosa alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente, pasé a los golpes, y un odio feroz contra ella y contra todo lo que provenía de ella, se anidó en mi corazón.


Leer / Descargar texto


7 págs. / 12 minutos / 271 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Chiflón del Diablo

Baldomero Lillo


Cuento


En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.

Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:

—Quédense ustedes.

Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.

La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.


Leer / Descargar texto


12 págs. / 21 minutos / 1.123 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Vagabundo

Baldomero Lillo


Cuento


En medio del ávido silencio del auditorio alzóse evocadora, grave y lenta, la voz monótona del vagabundo:

—…Me acuerdo como si fuera hoy; era un día así como éste; el sol echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a los secos pastales y a los rastrojos. Yo y otros de mi edad nos habíamos quitado las chaquetas y jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, que andaba atareadísima aquella mañana, me había gritado ya tres veces, desde la puerta de la cocina: “¡Pascual, tráeme unas astillas secas para encender el horno!”

Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre:

—Ya voy, madre, ya voy.

Pero el diablo me tenía agarrado y no iba, no iba… De repente, cuando con la redondela en la mano ponía mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya, sentí en la espalda un golpe y un escozor como si me hubiesen arrimado a los lomos un hierro ardiendo. Di un bufido y ciego de rabia, como la bestia que tira una coz, solté un revés con todas mis fuerzas…

Oí un grito, una nube me pasó por la vista y vislumbré a mi madre, que sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me decía con una voz que me heló hasta la médula de los huesos:

—¡Maldito seas, hijo maldito!

Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo como si me hubiese partido un rayo… Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.


Leer / Descargar texto


13 págs. / 23 minutos / 195 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Irredención

Baldomero Lillo


Cuento


Cuando los últimos convidados se despidieron, la princesa, recogiendo la falda de su vestido constelado de estrellas, atravesó los desiertos salones y se encaminó a su alcoba, echando, al pasar, una postrer mirada a aquellos sitios donde, por su gracia y hermosura, más que por su simbólico traje, había sido durante algunas horas la reina de la noche.

Sentíase un tanto fatigada, pero, al mismo tiempo, alegre y satisfecha. El baile había resultado suntuosísimo. Todo lo que la gran ciudad ostentaba de más valía: la nobleza de la sangre, del dinero y del talento, desfiló por sus salones, adornados con deslumbradora magnificencia.

Pero la nota sensacional, la que arrancó frases de admiración y de entusiasmo, era la de las flores, de un pálido matiz de aurora, desparramadas con tal profusión por todo el palacio, que parecía una nevada color de rosa caída en los vastos aposentos, cubriendo las consolas, los muebles, los bronces, derramándose sobre los tapices y haciendo desaparecer bajo sus carmenadas plumillas la soberbia cristalería de la mesa del buffet. Guirnaldas de las mismas envolvían las arañas, trazaban caprichosos dibujos en los muros y orlaban los marcos dorados de los espejos. El efecto producido por aquella avalancha de flores rosadas era sencillamente maravilloso y los asistentes al baile no se cansaban de elogiar aquella fantástica ornamentación, cuya idea genial llenaba de orgullo a la hermosa dama que a solas con sus doncellas, que preparaban su tocado nocturno, se complacía en evocar los detalles de la magnífica fiesta.

Sí, aquel pensamiento originalísimo había sido de ella, únicamente de ella, y no podía menos de sonreír al recordar la cara de sorpresa del viejo administrador cuando le dio orden de despojar de sus flores a todos los durazneros en floración que existiesen en sus fincas.


Leer / Descargar texto


4 págs. / 7 minutos / 153 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Ley de la Vida

Jack London


Cuento


El viejo Koskoosh escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada frente, pese a que ya no la aplicara a las cosas del mundo. ¡Ah! Aquélla era Sit—cum—to—ha, que estaba riñendo con voz aguda a los perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés. Sit—cum—to—ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba demasiado atareada para pensar en su achacoso abuelo, aquel viejo sentado en la nieve, solitario y desvalido. Había que levantar el campamento. El largo camino los esperaba y el breve día moría rápidamente. Ella escuchaba la llamada de la vida y la voz del deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy cerca.

Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el anciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al comprobar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.


Información texto

Protegido por copyright
9 págs. / 16 minutos / 217 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Gatos de Ulthar

H.P. Lovecraft


Cuento


Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 616 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Azathoth

H.P. Lovecraft


Cuento


Cuando el mundo se sumió en la vejez, y la maravilla rehuyó la muerte de los hombres; cuando ciudades grises elevaron hacia cielos velados por el humo torres altas, temibles y feas, a cuya sombra nadie podía soñar sobre el sol ni las praderas floridas de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la tierra de su manto de belleza, y los poetas no cantaron sino a distorsionados fantasmas, vistos a través de ojos cansados e introspectivos; cuando tales cosas tuvieron lugar y los anhelos infantiles se hubieron esfumado para siempre, hubo un hombre que empleó su vida en la búsqueda de los espacios hacia los que habían huido los sueños del mundo.


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 2 minutos / 1.580 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Descubrimiento de la Circunferencia

Leopoldo Lugones


Cuento


Clinio Malabar era un loco, cuya locura consistía en no adoptar una posición cualquiera, sentado, de pie o acostado, sin rodearse previamente de un círculo que trazaba con una tiza. Llevaba siempre una tiza consigo, que reemplazaba con un carbón cuando sus compañeros de manicomio se la sustraían, y con un palo si se hallaba en un sitio sin embaldosar.

Dos o tres veces, mientras conversaba distraído, habíanle empujado fuera del círculo; pero debieron de acabar con la broma, bajo prohibición expresa del director, pues cuando aquello sucedía, el loco se enfermaba gravemente.

Fuera de esto, era un individuo apacible, que conversaba con suma discreción y hasta reía piadosamente de su locura, sin dejar, eso sí, de vigilar con avizor disimulo, su círculo protector.

He aquí como llegó a producirse la manía de Clinio Malabar:

Era geómetra, aunque más bien por lecturas que por práctica. Pensaba mucho sobre los axiomas y hasta llegó a componer un soneto muy malo sobre el postulado de Euclides; pero antes de concluirlo, se dio cuenta de que el tema era ridículo y comprendió la maldad de la pieza apenas se lo advirtió un amigo.

La locura le vino, pensando sobre la naturaleza de la línea. Llegó fácilmente a la convicción de que la línea era el infinito, pues como nada hay que pueda contenerla en su desarrollo, es susceptible de prolongarse sin fin.

O en otros términos: como la línea es una sucesión de puntos matemáticos y estos son entidades abstractas, nada hay que limite aquella, ni nada que detenga su desarrollo. Desde el momento en que un punto se mueve en el espacio, engendrando una línea, no hay razón alguna para que se detenga, puesto que nada lo puede detener. La línea no tiene, entonces, otro límite que ella misma, y es así como vino a descubrirse la circunferencia.


Leer / Descargar texto


2 págs. / 5 minutos / 858 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Extraño

H.P. Lovecraft


Cuento


Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 14 minutos / 295 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Jardinero

Rudyard Kipling


Cuento


Una tumba se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.

Un día en todos los años,
una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!

En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.


Información texto

Protegido por copyright
13 págs. / 23 minutos / 136 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

12345