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etiqueta: Cuento fecha: 29-10-2020


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Sacramento

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Justa y Engracia eran hijas de una familia honrada, linajuda y rica, ambas casadas; Justa con un propietario que vivía de sus cuantiosas rentas, sin más trabajo que cuidar de aumentarlas, y de quien no tuvo hijos; Engracia con un bolsista de intachable reputación, pero tan confiado en su estrella que aventuraba en jugadas peligrosas más de lo que permite la prudencia. De este matrimonio nacieron dos niñas: María de la Soledad y María del Sacramento.

A poco de cumplir veintidós años la primera y uno más la segunda, su padre quedó alcanzado en una liquidación de fin de mes, y no pudiendo cumplir los compromisos contraídos, se suicidó de un pistoletazo. Engracia murió de pena algunos meses después; y Justa, mediante la cariñosa conformidad de Luis, su marido, se hizo cargo de las dos sobrinas huérfanas; doblemente impulsada, primero por cierta natural bondad, no incompatible con su dureza de carácter, y luego por el firme convencimiento de que las dos muchachas no podían decorosamente vivir solas.

Para Justa y Luis el decoro era la mitad de la vida: estaban persuadidos de que el error y el pecado son inherentes a la naturaleza humana, y de que la disculpa y el perdón forman la gloria principal con que el bueno se aventaja al malo; pero con el escándalo no transigían nunca. La opinión del prójimo, si no valía, importaba a sus ojos tanto como la misma virtud: temían más al comentario y la maledicencia que a la falta, siendo partidarios acérrimos del refrán que dice: «Pecado ignorado medio perdonado». Con tales ideas no habían de permitir que sus sobrinas viviesen solas.

Soledad y Sacramento no parecían hermanas. Eran sus cualidades morales tan diferentes y sus tipos tan opuestos, que quien ignorase la honradez de su madre pudiera suponerlas engendradas por dos amores distintos.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Augusta

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… Nadie como tú sabe decir las cosas. ¿De veras mis labios son estos tus versos?… Yo quiero que seas el primer poeta del mundo… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!…

Y la gentil Augusta del Fede besaba al príncipe Attilio Bonaparte, con gracioso aturdimiento, entre frescas risas de cristal. Después, rendida y feliz, volvía a leer la dedicatoria un tanto dorevillesca, con que el Príncipe le ofrecía los «Salmos Paganos». Aquellos versos de amor y voluptuosidad, que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga.

Era el amor de Augusta alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevar. Ella sentía por aquel poeta galante y gran señor esa pasión que aroma la segunda juventud con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con la pasión olímpica y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.


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Consultar con la Almohada

Vicente Riva Palacio


Cuento


Tradición mexicana


Allá por los años de gracia de 1651 y 52 andaban en la península yucateca muy revueltas y confusas las cosas públicas y aun las particulares.

Peleaban y pleiteaban los frailes con los obispos, los obispos con los gobernadores, los gobernadores con los encomenderos, los encomenderos con los indios, y los indios, no teniendo muchas veces con quien pelear, y no contentos con pelear entre sí, volvían a dar principio a la tanda, emprendiéndola a su vez con los frailes; dejábanles hasta la fe del bautismo y sin decir ahí quedan las llaves, se iban a los montes volviendo allí a sus antiguas creencias, y reconociendo a sus antiguos dioses, que si no eran tan buenos como el de los españoles, en cambio no les habían dado tan malos ratos.

Entre tanto, el «hambre» se daba gusto; andaba el maíz por los cielos, lo que más era volar, que andar. Los hombres, las mujeres y los niños salían a los caminos a pedir limosna, y allí se encontraban con que había muchos que a ellos se la pidieran, y no pocos morían de necesidad y de miseria en las encrucijadas y a la entrada de los pueblos, gastándose los ayuntamientos en dar sepultura a aquellos cuerpos más de lo que, invertido en maíz, hubiera bastado para conservarles la vida; que así es, por lo común, la beneficencia oficial en todas partes.


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Dichas Humanas

Jacinto Octavio Picón


Cuento


A la parte de Oriente, por cima de las arboledas del Retiro, comienza a despuntar el día, desvaneciéndose y borrándose el lucero del alba en una faja de luz pálida y blanquecina, que se dilata y extiende poco a poco en el espacio.

Los faroles están apagados, los serenos se han ido, las buñoleras no han llegado, las tahonas están cerradas, las tabernas no se han abierto, y un norte glacial barre las aceras, arremolinando en los cruces de las calles las hojas secas, el polvo y los papeles. Se oyen de cuando en cuando los pasos rápidos de alguien que ha trasnochado por necesidad o por vicio; suenan a lo lejos las campanas de maitines en la torrecilla de un convento, y tras las vallas de un solar convertido en corral, lanza un gallo su canto bravío y vigoroso, como si estuviera en el campo.

De entre las sombras que van desvaneciéndose surgen las líneas y la mole de una casa magnífica, casi un palacio, con jardín a la iglesia, ancho portalón y verja de remates dorados. Dos balcones del piso principal están interiormente iluminados por un resplandor medio amarillento, medio rojizo, formado por las llamas de la chimenea y la luz de una gran lámpara con enorme pantalla de seda color de oro. Desde la calle no se ven más que los huecos bañados en claridad misteriosa, los cristales de una sola pieza y los visillos de muselina, en cuyos centros campean cifras artísticas de letras entrelazadas.

La habitación es suntuosa. Hay en ella muebles soberbios, telas rarísimas, cuadros con firmas de maestros, retratos admirables, plantas exóticas criadas en la atmósfera tibia del invernadero, jarrones, japoneses decorados con cigüeñas de plata que vuelan en paisajes fantásticos, alfombras en que los pies se hunden y arañas de vidrios multicolores, donde centellean en temblor irisado los reflejos, de la chimenea. La riqueza y el buen gusto parecen haber reunido allí todos los primores del lujo moderno.


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El Matrimonio Desigual

Vicente Riva Palacio


Cuento


Comenzaba a anochecer cuando llegamos a Covadonga. La luna, en creciente, estaba casi a la mitad del cielo, y su débil claridad se mezclaba con las últimas luces del crepúsculo, dando a todos los objetos un aspecto fantástico, aumentando sus proporciones con la indecisión de los perfiles.

Muchos días hacía que soñábamos con Covadonga. Sentíamos la fiebre de la impaciencia por conocer aquel lugar histórico, y revivíamos las tradiciones y las crónicas en nuestro cerebro, y multiplicábamos las leyendas que brotan de cada uno de los cantos que han inspirado aquellas rocas, sagradas para los españoles. Así es que, al llegar y penetrar en la cañada en aquella hora tan misteriosa, nuestra imaginación se exaltaba, y nos parecía que escuchábamos el alarido de los moros y el ronco grito de los cristianos; y con asombro contemplábamos aquellos enhiestos peñascos, y Covadonga nos parecía una inmensa concha de granito que había cerrado sus valvas gigantescas para abrigar como una perla a un grupo de héroes, y las abrió después para que de allí saliera el germen de un pueblo que debía crecer y robustecerse cada día, reconquistar su patria y pasear triunfante sus banderas en el siglo XVI por la mitad del mundo.

Nos dieron albergue en la hospedería, y a las ocho de la noche nos sentamos a comer, los pocos peregrinos que allí estábamos.

La conversación de sobremesa tomó un carácter de familiaridad muy agradable, porque éramos pocos y todos habíamos llegado en busca de la impresión que debía causarnos aquel lugar.


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El Milagro

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Damián y su mujer Casilda, él de cuarenta y cinco, y ella de algunos menos, tenían en el barrio fama de ricos, y sobre todo de roñosos. No se les podía tildar de avaros, pues en vivir bien, a su modo, gastaban con largueza; pero la palabra prójimo era para ellos letra muerta.

Delataban su holgura la bien rellena cesta que su criada Severiana les traía de la compra, la costosa ropa que vestían, y algún viaje de veraneo que, aun hecho en tren botijo, era mirado por los vecinos como rasgo de insolente lujo. Además, con cualquier pretexto, disponían comidas extraordinarias o se iban un día entero de campo con coche que les llevara a los Viveros o El Pardo, y esperase hasta la puesta del sol, trayéndoles bien repletos de voluminosas tortillas, perdices estofadas, arroz con muchas cosas, magras de jamón y vino en abundancia.

De estos despilfarros solo protestaba la vecindad con cierta disculpable envidia: lo malo era que marido y mujer no comían ni se iban de campo solos, como recién casados o amantes de poco tiempo, sino que siempre les acompañaban dos hermanos, Luis y Genoveva, de los cuales el primero cortejaba a Casilda, mientras la segunda bromeaba con Damián: si el tal cortejo era platónico y las tales bromas inocentes, ellos lo sabrían; pero un conocido que les vio merendando más allá de la Bombilla, decía que aquéllo era un escándalo, que cuando les sorprendió, Luis tenía a Casilda cogida por la cintura, y que Genoveva retozaba con Damián.


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El Nieto

Jacinto Octavio Picón


Cuento


El general don León Bravo de la Brecha y Pérez Esforzado, décimo cuarto conde de la Algarada de Lucena, primer marqués de Durobando, noble hasta la médula de los huesos, senador por derecho propio, modelo de caballeros, carácter de acero y corazón de oro, feo de rostro y hermosísimo de alma, era hombre que haciéndose querer inspiraba respeto, mas en tal grado religioso, autoritario y linajudo, en una palabra, tan montado a la antigua que parecía la viva encarnación de todos aquellos ideales que cumplida su misión en la vida, van quedando honrosamente almacenados en la historia por la inflexible mano del tiempo.

A bueno nadie le ganaba, a severo le aventajaban pocos, y en punto a reaccionario no había quien le igualase. Fue feliz durante casi toda su vida, porque la Fortuna le halagó propicia, siendo para él en la juventud novia cariñosa, en la edad viril mujer amante y luego sumisa compañera; únicamente en la vejez, cuando creía tenerla más sujeta, comenzó a mostrársele rebelde, como hembra cansada de ser fiel mucho tiempo.

El general veía con pena que cuanto amparó con su prestigio y cuanto defendió con su espada se iba desmoronando. La fe se bastardeaba convirtiéndose en devoción superficial y mundana; las clases sociales se fundían derretidas por la fiebre del oro; el principio de autoridad cedía en vez de resistir; todo lo que él consideró esclarecido y alto tendía a oscurecerse y caer, todo lo vil y bajo a brillar y subir; lo poco antes calificado de utopia era casi realidad, los sueños se hacían tangibles y a las amenazas se respondía con reformas; lo que en su mocedad se dominaba a tiros, ahora se arreglaba con fórmulas.


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El Olvidado

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Desde que la mano levantaba el pegado cortinón de alfombra, reforzado con tiras de cuero, quedaban los ojos deslumbrados. La iglesia estaba hecha un ascua de oro. Las capillas laterales despedían resplandores amarillentos que, como grandes bocanadas de claridad, se confundían en el centro de la nave: de los arcos pendía multitud de arañas con flecos, colgajos y prismas de cristal tallado, en cuyas facetas irisadas se multiplicaba hasta lo infinito el tembleteo de las luces: y, al fondo, el retablo del altar mayor semejaba un monumento de oro adivinado tras la pirámide de llamas formada por cirios y velas, cuyos pábilos chisporroteaban, esmaltando de puntos rojos las espirales del incienso que flotaba en la atmósfera calurosa y pesada.

Casi no se distinguían imágenes, confesionarios, puertas, pinturas, ni tapices; los bultos y las líneas, perdidos la forma y el contorno, estaban ofuscados por un fulgor que, a pesar de su intensidad, recordaba la palidez enfermiza y triste de la cera. Las lámparas de aceite, repartidas a distancias y alturas desiguales, brillaban con claridad verdosa; y sobre la alta cornisa, de donde arrancaba la bóveda, había una línea de ventanas cegadas con cortinas en que los rayos del sol se detenían, iluminando los bordes de la tela y resbalando luego, amortiguados y débiles, por las molduras polvorientas.

A los lados, en las entradas de las capillas, estaban los hombres, en pie la mayor parte, algunos arrodillados, todos cansados, formando grupos donde resaltaban los cráneos relucientes, las cabezas canas y los rostros encendidos del calor.


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El Voto del Soldado

Vicente Riva Palacio


Cuento


Allá por el año de gracia de 1521 pasó a las Indias en busca de fortuna, y a servir al emperador en las conquistas de Nueva España, un soldado español llamado Juan de Ojeda.

Érase Juan de Ojeda un mocetón en la flor de la edad, extremeño de nacimiento, y tan osado y valeroso como perverso y descreído, y tan descreído y perverso como murmurador y maldiciente. Pusiéronle por mote sus compañeros «Barrabás», tanto por lo avieso de su condición como para distinguirle de un Ojeda a quien «El Bueno» le llamaban por sus costumbres irreprochables, y de otro que llamaban «El Galanteador», porque andaba siempre en pos de las muchachas de los caciques y señores de la tierra.

Túvole Hernán Cortés gran afecto por su valor y por la presteza y diligencia con que todas las comisiones y trabajos del servicio desempeñaba. Pero mejor que los compañeros de Ojeda, conocía sus malas cualidades, y a esto debido, ni le dio nunca mando que importar pudiera, ni guarda le confió de prisioneros a quienes se atreviera a sacrificar o a poner en libertad a cambio de algunos cañones de pluma llenos de polvo de oro, moneda supletoria bien usada en aquellos días.

Una tarde, ya después de la toma de la capital del poderoso imperio de Moctezuma, y cuando el ejército de Cortés se había retirado a la ciudad de Coyoacán, mientras se trazaban y comenzaban a levantarse los suntuosos edificios que de núcleo debían servir a la moderna México, Juan de Ojeda departía alegremente con un grupo de soldados de caballería, hablando de sus recuerdos y sus esperanzas, sazonado plato de conversación entre soldados.


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El Zapatero y su Competidor

Vicente Riva Palacio


Cuento


Apócrifo


Había en una calle un zapatero que vendía en su tienda tanto, que era gusto ver cómo la gente hasta se tropezaba para ir a comprarle. Aquel zapatero vivía allí muy contento y feliz, cuando de la noche a la mañana, ¡zas! otra zapatería en frente.

¡Aquí fue Troya! El zapatero primitivo daba las botas, a cinco pesos, el advenedizo a cuatro y medio.

—No, pues no —dijo el antiguo—; ese recién venido no me desbanca; yo lo arruinaré. Y al otro día puso: «Botas a cuatro pesos».

El otro quién sabe qué diría, pero fijó en su rótulo: «Botas a tres pesos y medio».

—A tres pesos —anunció el antiguo.

—A dos con cuatro —el antagonista.

—A dos —el uno.

—A doce reales —el otro.

—A peso —el primero.

—A cuatro reales —el segundo.

Aquello era para volverse loco; el primer zapatero estaba por darse un tiro, se arruinaba, y sin embargo, el otro tenía en su casa a todos los marchantes.

El hombre se puso triste, pálido, sombrío, hasta que una noche dijo:

—Ea, pelillos a la mar; es preciso tomar una resolución extrema.

Y tomó su sombrero (que sin duda llamaría al sombrero resolución extrema) y se dirigió a la casa de su adversario.

—Buenas noches, vecino —dijo.

—Dios se las dé mejores —contestó el otro—. ¿Qué milagro es verle por esta suya?

—Extrañará usted mi visita; pero vengo a que nos arreglemos.

—Como usted quiera, vecinito; tome asiento.

—Gracias; pues es el caso que vengo a hablarle con toda claridad. ¿Vamos a formar compañía para no perjudicamos?

—Muy bien, estoy conforme.


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