Textos más vistos etiquetados como Cuento publicados el 30 de octubre de 2020

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etiqueta: Cuento fecha: 30-10-2020


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El Bermejino Prehistórico

Juan Valera


Cuento


I

Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, tenía yo otras mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afición científica prevalece y triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna me sucede algo de muy singular. Las ciencias me gustan en razón inversa delas verdades que van demostrando con exactitud. Así es que apenas me interesan las ciencias exactas, y las inexactas me enamoran. De aquí mi inclinación a la filosofía.

No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de sutileza y de imaginación que se emplea en descubrir la verdad, aunque no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y patente, suele dejarme frío. Así, un mancebo galante, cuando va por la calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le entusiasman, y luego se adelanta, la mira el rostro, y ve que es vieja, o tuerta, o tiene hocico de mona.

El hombre además sería un mueble si conociera la verdad, aunque la verdad fuese bonita. Se aquietarla en su posesión y goce y se volvería tonto. Mejores, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la curiosidad, se aviva la fantasía y se inventan teorías, dogmas y otras ingeniosidades, que nos entretienen y consuelan durante nuestra existencia terrestre; de todo lo cual careceríamos, siendo mil veces más infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de puro hábiles llegásemos a desentrañar su hondo y verdadero significado.

Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en moda ahora, que es objeto de mi predilección. Hablo de la prehistoria.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Cautivo de Doña Mencía

Juan Valera


Cuento


I

Pocos días ha recibí el prospecto de un libro muy curioso que va a publicarse en Córdoba. Contendrá la historia de las ciudades, villas y fortalezas de aquel antiguo reino. Me hizo esto recordar ciertos sucesos, que me contó mi amigo D. Juan Fresco, como ocurridos hace ya cuatrocientos treinta años en el castillo de la población en que él vive. Ignoro si dichos sucesos serán todo ficción, o si tendrán algún fundamento histórico. Ya se encargarán de dilucidarlo los que escriban el mencionado libro, ora consultando otros antiguos que deben de andar impresos, ora en vista de Memorias y demás documentos manuscritos que ha de haber en abundancia. Yo no quiero meterme en semejantes honduras. Me inclino, sin embargo, a creer que en mi historia, si hay alguna ficción, hay también mucho de verdad en que la ficción se funda: el grave testimonio de mi querido y erudito amigo D. Aureliano Fernández-Guerra, a quien oí referir no pequeña parte de los sucesos cuya narración me complazco en dedicar ahora a su inolvidable espíritu.

D. Aureliano tenía hacienda de olivar y viña en el cercano lugar de Zuheros; iba a menudo por allí, y se preciaba de saber, y había investigado y de seguro sabía, todo cuanto desde muchos siglos atrás había acontecido en aquella comarca. A pesar de todo, desisto de averiguar, para no comprometerme, lo que hay de verdad y lo que hay de mentira en el cuento, y voy a referirle aquí como me le contó mi tocayo.

Los fuertes muros y las ocho altas torres están hoy como en el día en que se edificaron. No falta ni una almena. Dentro de aquel recinto pueden alojarse bien doscientos peones y más de ochenta caballos. De la cómoda vivienda señorial no queda ni rastro. Han venido a sustituirla un molino aceitero con alfarge, trojes y prensas, que durante la vendimia sirven también de lagar, un grande alambique con agua corriente, y extensas bodegas para aceite, aguardiente, vinagre y vino.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestro Raimundico

Juan Valera


Cuento


I

En varios tratados de Economía política he visto yo una cuenta, de la que resulta que la industria de los zapateros en Francia ha producido, desde el descubrimiento de América hasta hoy, seis o siete veces más riqueza que todo el oro y la plata que han venido a Europa desde aquel nuevo e inmenso continente. Esto me anima, sin recelo de pasar por inventor de inverosímiles tramoyas, a hablar aquí del maestro Raimundico.

Haciendo zapatos empezó a ser rico; acrecentó luego su riqueza, dando dinero a premio, aunque por ser hombre concienzudo, temeroso de Dios y muy caritativo, nunca llevó más de 10 por 100 al año; después, fundó y abrió una tienda o bazar, donde se vendía cuanto hay que vender: azúcar, café, judías, bacalao, barajas, devocionarios, libros para los niños de la escuela, y toda clase de tejidos y de adornos para la vestimenta de hombres y mujeres. El maestro se fue quedando también con no pocas fincas de sus deudores, y llegó a ser propietario de viñas, olivares, huertas y cortijos.

Ya no esgrimía la lezna, ni se ponía el tirapié, ni se ensuciaba los dedos con cerote, pero fiel a su origen, conservaba la zapatería, donde trabajaban expertos oficiales, discípulos suyos. El magnífico bazar estaba contiguo. Y junto a la zapatería y al bazar podía contemplarse la revocada y hermosa fachada de su casa, situada en la calle más ancha y central del pueblo. A espaldas de esta casa y en no interrumpida sucesión, había patios, corrales, caballerizas, tinados, bodegas, graneros, lagar, molino de aceite, y en suma, todo cuanto puede poseer y posee un acaudalado labrador y propietario de Andalucía. La puerta falsa, que daba ingreso a estas dependencias agrícolas, pudiera decirse que estaba extramuros del pueblo, si el pueblo tuviera muros, mientras que la puerta principal, según queda dicho estaba en el centro.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pájaro Verde

Juan Valera


Cuento


I

Hubo, en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso Rey, amado con extremo de sus vasallos, y poseedor de un fertilísimo, dilatado y populoso reino, allá en las regiones de Oriente. Tenía este Rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistían en su corte las más gentiles damas y los más discretos y valientes caballeros que entonces había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves recorrían como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solía cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad, y por la copia de alimañas y de aves que en ellos se alimentaban y vivían.

Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles riquísimos, tronos de oro y de plata, y vajillas de porcelana, que era entonces menos común que ahora; allí enanos, jigantes, bufones y otros monstruos para solaz y entretenimiento de S. M.; allí cocineros y reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal, y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurrían a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.

Los vasallos de este Rey le llamaban con razón el Venturoso. Todo iba de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de dolor la temprana muerte de la señora Reina, persona muy cabal y hermosa a quien S. M. había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño que le tenía, causa inocente de su muerte.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Perro del Regimiento

Daniel Riquelme


Cuento


Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo; perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de la marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría el suyo entre sus hijos.

Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su Regimiento, lo llamaron «Coquimbo» para que de ese modo fuera algo de todos y de cada uno.

Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel, pues nadie se ahíja en casa ajena sin trabajo, causa era de grandes alborotos y por ellos tratose en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero «Coquimbo» no apareció. Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su lomo. Porque siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de la abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo peligro había pasado.

Se cuenta que «Coquimbo» tocó personalmente parte de la gloria que el día memorable del alto de la alianza, conquistó su regimiento a las órdenes del comandante Pinto Agüero, a quién pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga.

Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual de Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno, en su esfera, había alcanzado en ellas...

Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, a fin de que nadie quede con la comezón de esos puntos y medias palabras, mayormente desde cada hay que esconder.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Alma Enferma

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

Toda la tarde estuvo Eudoro, la cabeza entre las manos, los ojos perdidos en no sé cuál lejanía de ensueño, muy lejos de sí mismo, en una escapada melancólica al país de los recuerdos.

Estaba triste, muy triste. Por la primera vez amaba de veras, y su amor era la causa de su pena. Ese amor no podía vivir. Lo mataba la inopia. Y el pensamiento del joven, adolorido, se fue á los buenos tiempos de la infancia.

El recuerdo es amargo y embriagador como el ajenjo. La memoria de las cosas pasadas, de los amores muertos, de las viejas alegrías, es de una voluptuosidad dolorosa. Eudoro pensó en su padre, en el gallardo militar muerto de cara al enemigo, en pro de su bandera. Tuvo envidia de aquella desaparición luminosa. El hijo del héroe sintió la nostalgia de la gloria. Sentía vagas aspiraciones hacia esa dulce quimera. Retoño de una aristócrata, que despreció siempre las clases bajas, y de un soldado, que despreció siempre la vida, Eudoro sentía cómo se alzaban en su corazón desdenes atávicos, cumbres de orgullo, doradas nieblas de vanidad. Estas nieblas, ahora rompidas por la miseria, no eran sino trágicos girones; estas cumbres, fulminadas por el dolor, ardían; estos orgullos, enfrenados, se encabritaban como potros cerriles.

Nacido en cuna de oro, criado en la opulencia, gozando una primera juventud color de rosa, Eudoro, como la Porcia de Musset, vivió:


Ignorant le besoin, et jamais, sur la terre,
Sinon pour l'adoucir, n'ayant vu de misère.
 


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Baquedano y la Mula de Montero

Daniel Riquelme


Cuento


Se han escrito tales cosas, últimamente, sobre la batalla de Tacna, el general Baquedano y el entonces coronel Velásquez, que, a la verdad, más eran para contadas por los ciegos de Lima que no por los de Santiago.

Cierto que Baquedano no fue un genio militar; pero debe decirse al propio tiempo que de este rango no los hubo ni en las guerras de la Independencia, y que en toda la América latina, desde Bulnes exclusive, no se ha conocido en ella muchos generales que resulten superiores al general chileno.

Porque el hecho incuestionable es que Baquedano, como militar, sabía tanto cuanto sabían los militares de su tiempo, y si otros habían visto y leído más y acaso alguno hubiera podido hacerlo mejor, nadie podrá negar, si alguna elocuencia tienen los hechos consumados, que él solo en esa misma América, podía decir, parodiando al héroe griego:

—¡Mis hijas son Tacna, Chorrillos y Miraflores!

También entre las filas de los que en edad le seguían, brillaban talentos distinguidos, que habían estudiado en Europa, o sin salir del país, tenían acopiada una instrucción profesional muy superior a al que aquí corría; pero ni a ellos mismos habríaseles ocurrido ambicionar la jefatura del Ejército.

Antes por el contrario, todos estaban satisfechos de que los mandara Baquedano, a quien respetaban profundamente, subyugados chicos y grandes por el prestigio de su vida inmaculada como ciudadano, y como soldado sin miedo y sin reproche.

Por lo demás, nuestros antiguos militares, algunos de los cuales más tarde y con gloria hasta el generalato, ganaban las batallas sin muchos libros.

Años atrás murió de vejez, ya que no al peso de sus galones que no eran más que cuatro, un conocido veterano de la patria vieja, y de él se contaba que, siendo instructor de su cuerpo, decía a los soldados:


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Carta de Amor

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Aunque escribo esta carta pensando en tí, mujer, no es para que tus queridos ojos claros la desfloren, ni para que tu corazón apresure su latir oyendo la confesión del mío.

Me dirijo á tí, en pensamiento. No eres tú quien está lejos de mí, sino tu corazón. No exento de triste voluptuosidad me abro á tí, de fantasía, como remedo pesaroso del tiempo, aun cercano y tan dulce, en que hablábamos de amores, las cabezas muy juntas, mis ojos en tus ojos, tus manos en las mías.

Sin embargo, verás estos renglones. Después de todo, tienes derecho á mirar por la rendija de luz que abrieron tus ojos en mi alma. Ahora no será, sino algún día, cuando yo me aleje más de tu memoria; y de tí no quede en el corazón del bardo errante más que un recuerdo, terrón de mirra, de esos que aroman la juventud.

Lo más dulce de nuestro amor fue su génesis: el espacio del primer saludo al primer beso; lo más noble su plenitud: el paréntesis de felicidad; lo más inquietante su ocaso, que, como toda agonía, es un dolor.

Hoy es sábado. Algunas semanas atrás este día era para nosotros de encanto. Nos complacíamos, por una extraña convención, en adornarlo con las rosas florecidas en esta mañana de juventud. Lo imaginaste un día propicio; y era en efecto un día de locura. Aunque, á la verdad, tu capricho no lo comprendo ahora; para nosotros ¿cuál día no era sábado?

¡Hoy, cuán distinto! nos separámos, huyéndonos. Tú correrás á tus amigas, ó al parque, ó al vértigo de la avenida; yo me encierro voluntario en estos muros, abro la jaula á mis tristezas y las miro batir las alas de sombra.

¿Vuelan tus horas tranquilas? ¿Nunca me consagras tu pensamiento? ¿Es verdad tu ficción? ¿Nada turba tus noches? Tu máscara es de impasible. No revelas sino harmonía y bienaventuranza.


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Cuento de Italia

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

Lucio, el zapatero de viejo, es un joven. Sus primaveras brillan al sol de la tarde. La luz entra en el tabuco, besa el lomo de un angora, perezoso como un viejo poeta, y en la frente á la madre de Lucio, suerte de Margarita anciana, vejezuela adorable, de blancura risueña y sonrisa de amor.

La viejecita hace calceta; el gato sueña un poema de ratones, mientras recibe un baño de sol; Lucio trabaja, junto á la puerta, encapotado el ceño y en la boca un gesto de amargura. De hito en hito, echa ojeadas fuera, á la calle.

Discurren gentes, á las cuales ve el zapatero sin mirarlas. Una mujer, flor de la plebe, gentil de persona, muy maja, cruza rozando su faldellín, de exprofeso, con el quicio de Lucio; y lanza adentro una mirada, insolente como una provocación. El zapatero fulmina su martillo sobre la suela. Al golpe violento la viejecita, asustada, lo reprocha:

—Caramba, Lucio.

Pero nada advierte la anciana. Desde su mullido sitial del fondo, y el pensamiento muy distante, no mira qué pasa en la calle, á su puerta.

La mujer de mirada atrevida como una provocación, repasa. Lucio finge no verla; y asume un aire distraído. La provocadora cruza una vez más; ésta con un hombre. A la mirada y sonrisa de la hembra, el zapatero responde cantando:


La donna è mobile
qual piuma al vento....
 

La vejezuela escucha, regocijada, á su hijo. Del corazón de la anciana, como de un nido, salen volando recuerdos. Y no penetra la blanca viejecita cuánto es dolorosa la figura de aquel joven, la pena en el alma, y en los labios una canción fingida.


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El Caballero del Azor

Juan Valera


Cuento


I

Hará ya mucho más de rail afios, habla en lo más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.

Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas las regiones de Europa. Por donde quiera luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres Estadillos nacientes, donde entre breñas y riscos se guarecían los cristianos.

En medio de aquel diluvio de males, pudiera compararse la abadía de que hablamos al arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable castillo roquero, y mantenían a su servicio centenares de hombres de armas de los más vigorosos, probados y hábiles para la guerra.

La abadía era muy rica y famosa: rica por los fertilísimos valles que en sus contornos los monjes habían desmontado, cultivándolos con esmero y recogiendo en ellos abundantes cosechas; y famosa, porque era como casa de educación, donde muchos mozos de toda Francia y de la España que permanecía cristiana acudían a instruirse en armas y en letras. Entre los monjes había sabios filósofos y teólogos y no pocos que habían militado con gloria en sus mocedades antes de retirarse del mundo. Estos enseñaban indistintamente las artes de la paz y de la guerra; cuanto a la sazón se sabía. Y luego, según la índole de cada educando, los pacíficos y humildes se hacían sacerdotes o monjes, y los belicosos y aficionados a la vida activa salían de allí para ser guerreros y aun grandes capitanes.


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