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El Amigo de Sor Filomena

Norberto Torcal


Cuento


Sentada en un rincón de la portería, la humilde sor Filomena va desgranando entre sus dedos las menudas cuentas de su rosario. En el silencio del melancólico atardecer, el vago silabeo de las Ave Marías de la buena hermana portera es como hilillo de agua salido de las hendiduras de agreste y solitaria peña. En la capilla la devota comunidad entrégase al ejercicio de la tarde á la vaga luz crepuscular que por los pintados vidrios de los altos ventanales se filtra.

¡Ellas sí que son dichosas, las hermanas!—piensa un momento la humilde Sor, acurrucándose un poquito más en su rincón oscuro. ¡Ellas sí que están bien cerca del buen Dios, postradas allí en la capilla, al pie del tabernáculo, bajo las dulces miradas de Jesús que amorosamente las contempla y bendice desde el radiante trono de la sagrada Custodia!

En la puerta interior del vestíbulo alguien anda y se agita sin poder alcanzar el cordón de la campanilla... Algún niño, sin duda. ¡Son tantos los que diariamente vienen ú llamar á aquella puerta!...

Sor Filomena se levanta de su asiento y ú través del cristal de la estrecha ventanilla se pone á mirar quien empuja y hace ruido á la entrada... Nadie... es decir, sí, un perro, un hermoso perro de noble cabeza, rizado pelo negro y dulces ojos azules, de mirada inteligente y húmeda que, meneando la larga cola, parece que algo pide ó desea.

La religiosa quédase mirando unos momentos al magnífico animal y, como cediendo á la santa consigna de que nadie se aleje de aquella casa sin alguna merced ó consuelo, toma de encima de la mesa un mendrugo de pan seco y se lo echa al animal, que lo coge al aire y devora con excelente apetito.


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5 págs. / 10 minutos / 26 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Apetito

Antonio de Trueba


Cuento


I

Cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo sucedió que una mañana se encontraron con ellos en el camino dos jóvenes muy guapos y enamorados que volvían de la iglesia, donde acababan de casarse, y se dirigían á una casita blanca que tenían ya preparada allá arriba para vivir en ella queriéndose y ayudándose uno á otro como Dios manda.

—No será malo—dijo la mujer al marido viendo que se acercaba á olios Cristo y San Pedro,—que aprovechemos la ocasión para preguntar á Cristo qué es lo que principalmente debemos hacer para ser buenos casados, porque aunque ya nos ha dicho algo de eso el señor Cura, naturalmente Cristo y aun San Pedro han de saber más que él de esas cosas.

—Tienes mucha razón—contestó el marido,—y tanto más nos conviene preguntarles eso, cuanto el señor Cura nos ha dicho, que como tenemos poco talento...

—De tí ha dicho eso, que no de mí.

—Lo mismo da, mujer, que lo que se dice del marido, como si se dijera de la mujer es.

—Eso según y conforme.

—¿No has oído al señor Cura que la mujer y el marido son una sola carne y un solo hueso?

—No, ha dicho el señor Cura eso: ha dicho que el marido debe tener por carne de su carne y hueso de su hueso á la mujer.

—Pues llámale hache.

—No le llamo hache ni jota, que lo que con eso ha querido decir el señor Cura es que si, pongo por caso, tú me das una bofetada que me rompa las muelas, te ha de doler la bofetada como dada en carne de tu carne y hueso de tu hueso.

—Zape, ya me guardaré yo muy bien de dártela que no soy tan tonto como eso.

—¡Podía llegar hasta eso tu tontería!

—Pues como íbamos diciendo, nos conviene tanto más preguntar á Cristo que es lo que principalmente debemos hacer para ser buenos casados cuanto el señor Cura nos ha aconsejado que cuando no sepamos alguna cosa, la preguntemos á quien sepa más que nosotros..


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8 págs. / 14 minutos / 51 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Incendio de Persépolis

José Antonio Román


Cuento


Brilla como ascua de oro la gran sala del festín y solícitos discurren los servidores llenando de aromático vino de Naxos las cráteras de los numerosos invitados Alejandro obsequia de este modo á sus oficiales en su nuevo palacio de verano, situado á inmediaciones de Persépolis.

Se canta, ríe y bebe al abrigo del vasto recinto decorado por los más eximios pintores del reino, alumbrado por lámparas de oloroso aceite y perfumado por las más fragantes resinas que se queman en plateados pebeteros de artísticos nieles. El Asia es pródiga para con u soberano, y las carabañas se internan en remotas regiones á fin de traerle selectos regalos.

Se sientan alrededor de la mesa bellas mu eres, las hetairas y pallakas más célebres de la Grecia, pues el gran rey ama como pocos los encantos de las hermosas. Entre el concurso femenino que alegra los ánimos con el grato colorido de los xistones, descuella la incomparable y altiva Thaïs, que con una mano sostiene en lo alto una crátera, mientras su brazo izquierdo se anuda al cuello de Alejandro.

Pero aquella noche un amargo pesar entristece al monarca, y no bastan á regocijarle ni las músicas de los instrumentistas venidos de todos los países y que ejecutan hábilmente, ni las refinadas caricias de su querida Thaïs. Sigue, imperturbable, entregado á su melancolía que aumenta á medida que bebe mayor cantidad de vino. Sueña con heroicas hazañas, con ejércitos invencibles, que escalan altísimos montes, empeñados en conquistar el cielo; pero un tenaz remordimiento le atenacea el alma: la muerte de Clito. Y piensa con dolor que al asesinar á Clito mató para siempre la paz de su espíritu; y en medio de la embriaguez siente, á impulsos del recuerdo, que sus pupilas abrillantadas por el licor se nublan de abrasadoras lágrimas que se secan sin brotar, y el rey conoce, adolorido el pecho, que ya no puede llorar.


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3 págs. / 6 minutos / 33 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Maestro de Hacer Cucharas

Antonio de Trueba


Cuento


I

A Ramón no le podían ver ni pintado en su pueblo, porque era un holgazán como una loma, sin oficio ni beneficio, por lo que le llamaban el maestro de hacer cucharas, que en aquel país significa aproximadamente lo que en otros el maestro de atar escobas. Mientras le duró la herencia paterna lo pasó muy bien, andando de viga derecha; pero cuando acabó de comérsela, no encontró quien le diese para llenar la andorga, y á fuerza de acostarse con una ración de hambre y levantarse con otra de necesidad, se iba quedando como un alambre.

—Pero, hombre—le decían todos,—ya sabes que en esta vida caduca, el que no trabaja no manduca.

—¡Ya lo sé, por mi desgracia!—contestaba Ramón bostezando.

—Pues entonces, ¿por qué no trabajas para manducar? Dios opina que el hombre debe ganar el sustento con el sudor de su frente.

—En ese punto no estoy conforme con Dios.

—¡No digas judiadas, hombre!

—Las opiniones son libres.

—Pero no las opiniones contrarias á las de Dios.

Razonando y disputando así el maestro de hacer cucharas, se moría de hambre por no querer doblar el espinazo, y recordando é interpretando absurdamente el precepto bíblico que dice: «Nadie es profeta en su patria», y el refrán que añade: «El que no se aventura no pasa la mar», determinó irse por el mundo en busca de tierra donde pudiera comer sin trabajar.

Andando, andando, recorrió las siete partidas sin encontrar lo que buscaba, y llegó á un pueblo, donde se sentó, desfallecido de hambre, en uno de los bancos de piedra que adornaban un paseo.

Al fin del paseo se veía un convento, cuyos frailes pasaban y repasaban por delante de Ramón, tan colorados y tan gordos, que daba gusto el verlos.


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Quinto Gemara

José Antonio Román


Cuento


Durante una tibia y luminosa noche de verano, varios estudiantes discutiendo ruidosamente bebíamos ginebra. Nuestra modesta brasserie, situada en pleno barrio latino, se había quedado desierta; los mozos dormitaban echados de bruces sobre las mesas. Dos ó tres veces el dueño con afables sonrisas nos había indicado cortesmente la hora: las dos de la mañana Empeño inútil, porque el gordo Max Hunter, idólatra por los maestros italianos de las modernas escuelas positivistas, comentataba con ardor las leyes psicofísicas del profesor Mario Pilo, y cada una de sus afirmaciones iba acompañada de un puñetazo que hacía tintinear las copas. El rubio y soñador Karl, poeta byroniano, era su contradictor, y su voz con inflexiones femeninas nos enviaba nebulosos párrafos de Leibnitz y Kant revueltos con bizarras teorías sobre la psiquis, de brillante originalidad

«Pues bien, queridos amigos míos, de hoy en adelante ese al parecer insoluble problema de la unión del alma con el cuerpo, queda en vía de próxima solución,» concluyó enérgicamente Max.

Y cuando con nervioso ademán se incorporaba Karl en su silla, levantando la mano en señal de protesta, un ruido violento nos hizo volver los rostros hacia la puerta de entrada, en cuyo dintel, densamente pálido, temblororoso, procurando mantenerse de pie, percibimos á Franz Stopen, el más bullicioso de nuestros camaradas. Correctamente embozado parecía ocultar algo bajo su capa. Después avanzó en dirección á nuestra mesa y desplomándose sobre un asiento, nos contempló unos segundos tristemente meditativo.

Nunca recordábamos haberle visto en semejante estado de abatimiento. Le rodeamos cariñosos y compasivos y uno del grupo le interrogó: «¿Franz, qué tienes? ¿Estás enfermo, acaso? ¡Oye, habla por favor!»


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8 págs. / 14 minutos / 26 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Tesoro

José María Eça de Queirós


Cuento


I

Los tres hermanos de Medranhos, Ruy, Guannes y Rostabal, eran entonces, en todo el Reino de las Asturias, los hidalgos más hambrientos y los más remendados.

En los Pazos de Medranhos, a que el viento de la sierra llevara vidrios y teja, pasaban ellos las tardes de ese invierno, enovillados en sus abrigos de camelote, batiendo las suelas rotas sobre las losas de la cocina, delante del vasto lar negro, en donde desde ya mucho antes no estallaba fuego, ni hervía nada en el puchero de hierro. Al oscurecer devoraban una corteza de pan negro, refregada con ajo. Luego, sin candil, a través del patio, hundiendo la nieve, iban a dormir a la cuadra, para aprovechar el calor de las tres yeguas leprosas que, tan famélicas como ellos, roían las tablas del pesebre. La miseria hiciera a estos señores más bravíos que lobos.

Un día, en primavera, en una silenciosa mañana de domingo, yendo los tres por el bosque de Roquelanes acechando pisadas de caza y cogiendo hongos entre los robles, en tanto las tres yeguas pastaban la hierba nueva de abril, los hermanos de Medranhos encontraron, por detrás de una mata de espinos, en una cueva de roca, un viejo cofre de hierro. Como si lo resguardase una torre segura, conservaba sus tres llaves en sus tres cerraduras; sobre la tapa, mal descifrable, a través del herrumbre, corría un dístico en letras árabes. ¡Y dentro, hasta los bordes, estaba lleno de doblones de oro!


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7 págs. / 13 minutos / 52 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

José Matías

José María Eça de Queirós


Cuento


¡Linda tarde, amigo mío!... Estoy esperando el entierro de José Matías —del José Matías de Albuquerque, sobrino del vizconde de Garmilde... Usted lo conoció seguramente: un muchacho airoso, rubio como una espiga, con un bigote crespo de paladín sobre una boca indecisa de contemplativo, diestro caballero, de una elegancia sobria y fina. ¡Y espíritu curioso, muy aficionado a las ideas generales, tan penetrante, que comprendió mi Defensa de la Filosofía Hegeliana! Esta imagen de José Matías data de 1865; porque la última vez que le encontré, en una tarde agreste de enero, metido en un portal de la calle de San Benito, tiritaba dentro de una levita color de miel, roída en los codos, y olía abominablemente a aguardiente.

¡Pero usted, en una ocasión en que José Matías detúvose en Coimbra, volviendo de Oporto, cenó con él en el Pazo del Conde! Hasta recuerdo que Craveiro, que preparaba las Ironías y Dolores de Satán para irritar más la disputa entre la Escuela Purista y la Escuela Satánica, recitó aquel soneto suyo, de tan fúnebre idealismo: En la jaula de mi pecho, el corazón... Y recuerdo todavía a José Matías, con una gran corbata de seda negra hinchada entre el cuello de lino blanco, sin despegar los ojos de las velas de los candeleros, sonriendo pálidamente a aquel corazón que rugía en su jaula... Era una noche de abril, de luna llena. Después paseamos en bando, con guitarras, por el Puente y por el Choupal. Januario cantó ardientemente las endechas románticas de nuestro tiempo:


Ayer de tarde, al sol puesto,
contemplabas silenciosa
la corriente caudalosa
que retozaba a tus pies...


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Escapatoria

Antonio de Trueba


Cuento


I

Juan era un mozo que, mejorando lo presento, valía cualquier dinero; pero tenía un pero, como todos lo tenemos, más ó menos grande, en esto pícaro mundo: este pero era la pícara vanidad, que se fundaba en que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no echasen á correr los perros que hubiese en la iglesia.

Vino de las merindades de Castilla á trabajaren las veneras de Triano, bailó toda la tarde en la romería de Santa Agueda con una chica baracaldesa, la chica le gustó, á pesar de que le habían dicho pestes de los baracaldeses, él gustó también á la chica, y convinieron en que ni pintados podían ser mejores para «casarse juntos«. Juan habló de este proyecto á los padres de Ramona (que así se llamaba la chica baracaldesa); á los padres de Ramona les pareció el proyecto á padres de Ramona, y pocas semanas después Ramona y Juan se casaron, y en casa de los padres de Ramona hubo dos matrimonios en lugar de uno.

El día de la boda se comió y se bebió en grande, y como en tales casos la lengua se alarga y la conciencia se ensancha, así Ramona como sus padres-tuvieron aquel día algunas salidas de pie de banco, que á Juan disgustaron un poquillo, porque demostraban que su mujer y sus suegros no habían inventado la pólvora, ó lo que era lo mismo, no eran del todo dignos de haber emparentado tan estrechamente con un mozo que sabía leer de corrido, escribir una carta de modo que, aunque mal, se entendiese, y oficiar una misa de manera que al oirle no echasen á correr los perros que hubiese en la iglesia.

Juan se quejó de esto aquella misma noche á otro maqueto paisano suyo, que era uno de los convidados á la boda, y el maqueto le dijo:


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22 págs. / 39 minutos / 42 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Linterna Japonesa

José Antonio Román


Cuento


Eran como las tres de la madrugada, cuando abandonarnos el baile de máscaras aquella lluviosa noche de Carnaval. Había mucha gente en las calles y todos nos dábamos mutuas bromas.

Los picos de gas reflejaban de modo extraño sobre el suelo completamente nevado; el viento desapacible, húmedo, hacíanos tiritar bajo la fina tela de los disfraces.

Marchaba nuestra comparsa atronando los aires con sus estrepitosas carcajadas y cantando, las mujeres especialmente, romanzas cursis de antiguas zarzuelas. El personal que componía la mascarada era el siguiente: dos pierrots con sus rostros enharinados y sus manojos de chilladores cascabeles, un clown— mi buen amigo Peter—vestido de ridícula etiqueta y con su enorme y roja nariz que parecía una brasa ea medio de las tinieblas, una seductora Colombina de rubia cabellera y ojos de suave color de zafiro y amable como buenamente puede serlo una cocotte de París, y por último varios chafarrinescos polichinelas. Yo vestía de juglar japonés.

Los peatones se detenían á vernos pasar sonriéndose burlonamente; Colombina no podía estarse un momento quieta, hacia muecas á los pollos y golpeaba cariñosa con su abanico de rosadas blondas á los señores graves y re posados, que la miraban breves instantes sorprendidos de su descoco.

Nos dirigíamos presurosos á casa de Colombina; allí nos experaba una exquita cena. Una vez instalados en su boudoir, colocados alrededor de las mesas empezábamos á beber, primero de sobria manera, después con impaciencias de sedientos; en tanto que un asmático piano que yacía confinado en un rincón principió á gemir viejas melodías. Con todo vino á aumentar la animación y el contento Aunque bebí poco, el licor se me subió á la cabeza y sentí nublárseme los ojos


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12 págs. / 21 minutos / 32 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

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