Es un jueves cualquiera, o podría serlo. Pero no. Es jueves, siete de
enero, y son las diez y media de la noche. Mi amiga Laly lleva ocho
horas en el quirófano, y yo estoy sentada al lado del teléfono,
esperando una llamada que me diga, simplemente:
—Todo ha ido bien. No hay peligro, y Laly se recupera.
Pero no. No llega esta llamada, que me haría reconciliarme hoy con el
mundo. Elisa, amiga mutua y cuñada de Laly, ha prometido llamarme
apenas su marido, Paco, la llame desde la clínica Quirón. Y yo mato las
horas y la angustia escribiendo, mientras este maldito teléfono se
empeña en permanecer mudo.
Porque Laly es mucha Laly, incluso dormida, incluso bajo los efectos
de la anestesia. Incluso luchando, como hace ahora, por volver a la vida
normal, esta vida que nos gusta a todos, y que suele despertarse
cualquier viernes, cuando me llama.
—¿Bel? ¿Terminarás hoy muy tarde?
Y yo ya sé, entonces, que es una buena noche para dar una vuelta,
para despejar fantasmas, para enfrentamos juntas a este vivir de cada
día que se asoma sin remedio, sin solución, y que sólo estos buenos
ratos nos ayudan a sobrellevar.
Y a Laly y a mí, entonces, nos encanta tomar una pizza en el puerto,
cuando el buen tiempo nos lo permite, o cualquier cosa en La Jarrita. La
noche, aunque sea larga, resulta corta para estas amigas que, de vez en
cuando, juegan a recuperar unos tiempos que, de ningún modo, pueden
morir en el recuerdo. Luego, por supuesto, Es Cau, es nuestro mejor
sitio. Allí mueren muchas angustias, entre las canciones de Biel, la
dulce guitarra de Curro, y los comentarios que bordean la broma:
—Manitas de plata, eres un manitas de plata —repite Biel, entre canción y canción.
Y yo les pido, como siempre, que canten «Si tu me dices ven», esta canción que hace soñar, imaginar un mundo imposible.
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