Textos más cortos etiquetados como Cuento | pág. 61

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etiqueta: Cuento


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Kappa

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


Extrañamente, experimentaba simpatía por Gael, presidente de una compañía de vidrio. Gael era uno de los más grandes capitalistas del país. Probablemente, ningún otro kappa tenía un vientre tan enorme como el suyo. ¡Y cuán feliz se le ve cuando está sentado en un sofá y tiene a su lado a su mujer que se asemeja a una litchi y a sus hijos similares a pepinos! A menudo fui a cenar a la casa de Gael acompañando al juez Pep y al médico Chack; además, con su carta de presentación visité fábricas con las cuales él o sus amigos estaban relacionados de una manera u otra. Una de las que más me interesó fue la fábrica de libros. Me acompañó un joven ingeniero que me mostró máquinas gigantescas que se movían accionadas por energía hidroeléctrica; me impresionó profundamente el enorme progreso que habían realizado los kappas en el campo de la industria mecánica.

Según el ingeniero, la producción anual de esa fábrica ascendía a siete millones de ejemplares. Pero lo que me impresionó no fue la cantidad de libros que imprimían, sino la casi absoluta prescindencia de mano de obra. Para imprimir un libro es suficiente poner papel, tinta y unos polvos grises en una abertura en forma de embudo de la máquina. Una vez que esos materiales se han colocado en ella, en menos de cinco minutos empieza a salir una gran cantidad de libros de todos tamaños, cuartos, octavos, etc. Mirando cómo salían los libros en torrente, le pregunté al ingeniero qué era el polvo gris que se empleaba. Éste, de pie y con aire de importancia frente a las máquinas que relucían con negro brillo, contestó indiferentemente:

—¿Este polvo? Es de sesos de asno. Se secan los sesos y se los convierte en polvo. El precio actual es de dos a tres centavos la tonelada.


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2 págs. / 3 minutos / 199 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Ex Oblivione

H.P. Lovecraft


Cuento


Cuando me llegaron los últimos días, y las feas trivialidades de la vida me hundieron en la locura como esas gotas de agua que el torturador deja caer sin cesar sobre un punto del cuerpo de su víctima, dormir se convirtió para mí en un refugio luminoso. En mis sueños encontré un poco de la belleza que había buscado en vano durante la vida, y pude vagar por viejos jardines y bosques encantados.

Una vez en que el viento era suave y fragante oí la llamada del sur, y navegué interminable y lánguidamente bajo extrañas estrellas.

Otra vez en que caía mansa la lluvia navegué tierra adentro por un río sin sol, hasta que llegué a un mundo de crepúsculo púrpura, emparrados iridiscentes y rosas imperecederas.

Y otra anduve por un valle dorado que conducía a umbríos bosquecillos y ruinas, y terminaba en un enorme muro verde con parras antiguas, y un pequeño acceso con puerta de bronce.

Muchas veces recorrí ese valle; y cada vez me demoraba más en él, en una media luz espectral donde los árboles gigantescos se retorcían grotescamente, y el suelo gris se extendía húmedo de tronco a tronco, dejando al descubierto sillares de templos enterrados. Y siempre la meta de mis quimeras era el muro cubierto de vid y la puerta de bronce.

Algún tiempo después, a medida que los días vigiles se iban haciendo menos soportables por monótonos y grises, vagué a menudo en hipnótica paz por el valle y por los umbríos bosquecillos; y me preguntaba cómo podría adoptar estos parajes como morada eterna, de manera que nunca más tuviese que volver a un mundo insulso y falto de interés y de colores nuevos. Y al mirar la pequeña puerta del muro poderoso, me di cuenta de que al otro lado se extendía una región de ensueño de la que, una vez que se entrara, no habría regreso.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Euritmia

Miguel de Unamuno


Cuento


Creyérase que llevaba sobre sí el peso de algún crimen cometido por su alma allá, en la eternidad, antes de cobrar existencia encarnando en el cuerpo; tal era su carácter extrañamente huraño y sombrío. Su mirada no se posaba serena en las cosas, sino que parecía asirlas con dolorosa percepción. De sus palabras podía decirse con toda verdad brotaban del silencio y no que eran la continuación en alta voz del pensamiento hasta entonces callado.

Lo sorprendente fue cómo se casó tal hombre y, para los que creían conocerle, cómo encontró mujer que le quisiese por marido, y cómo acabó su mujer por quererle con locura. Porque cuando, sentándose él frente a ella, en las veladas invernales la contemplaba silencioso con aquella su mirada de presa, sintiéndose la pobre subyugada, advertía que le llenaban el alma las profundas aguas de la piedad. ¿Cómo redimiría la docente culpa de aquel hombre?

De todas las singularidades de aquel desgraciado taciturno, la que más daba que cavilar a su mujer era su aversión a la música. La música le daba dentera espiritual, le ponía fuera sí, desasosegado. Y era, a la verdad, caso extraño el de que aquella alma fuese antimusical.

Pareció respirar otros aires cuando llegó a ser padre, profesando al niño un amor de presa también, con su mirada. Seguíale todas partes desasosegado e inquieto, fantaseando sin cesar imprevistos sucesos que acabaran con la tierna vida. La idea de que se le muriese el hijo apenas le dejaba descansar.

El niño gustaba recogerse en los brazos del padre taciturno, dejarse mecer por su silencio, dormirse en ellos mirándole a la mirada de presa, que parecía derretírsele entonces y difundirse con dulzura en la del hijo. ¡Qué coloquios entre las dos miradas! ¡Y cómo adivinaba el niño las sonrisas interiores de aquella alma recogida, las caricias enterradas en sus honduras!


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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Viejo Manuscrito

Franz Kafka


Cuento


Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.

Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.

Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez mas escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.


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Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Consejo del Tío

Javier de Viana


Cuento


Aún no había aclarado del todo, cuando Albino estaba en la enramada ensillando con sus pilchas miserables, su mancarrón tubiano, flaco, abatido, tan miserable y ruinoso como el apero.

Don Tiburcio, el capataz, extrañado de aquel insólito madrugón de Albino, le preguntó:

—¿P‘ande estás de viaje?

—Pa los Campos del Diablo—respondió el mozo con voz compungida.

—¿Y por qué te vas, muchacho?...

—¡Yo no me voy, m'echan!...

—¿Quién te echa?

—Mi tío Pancho... Anoche me dijo: «Mañana mesmo me ensillás tu sotreta y te mandás mudar. Si cuando yo me levante t'encuentro tuavía aquí, te vi a untar los costillares con ungüento e tala».

—¡Y el patrón es muy capaz de hacerlo!—asintió riendo el viejo.

—¡Ya lo creo qu'es capaz!... Es un bruto, mi tío Pancho!...—respondió Albino, al mismo tiempo de apretarle tan rudamente la cincha al tubiano escuálido, que este encorvó el cuello y le tiró un tarascón, como diciéndole: «¡No seas bruto, vos también!».

—Y a todo eso—gimió el muchacho—porque tengo una enfermedad, la e ser un poco chupista.

—Y bastante haragán; son dos enfermedades.

—No, es una mesma. Cuando me chupo un poco no tengo juerza pa trabajar, y entonces me da rabia y chupo más... ¡y claro! tengo menos juerza...

—Y más ganas de chupar.

—Dejuro. Adiós don Tiburcio.

Y se marchó, rumbo a los «Campos del Diablo», vale decir a lo ignoto, al azar de la existencia bagabunda.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Haraganería

Javier de Viana


Cuento


Era Lino el peón más estimado en la estancia del Juncal: ni fatigas ni peligros le detuvieron en ninguna circunstancia. Fuerte, guapo, noble, temerario, la lealtad le humedecía el alma al primer encuentro, como el sudor humea el lomo del caballo gordo al primer esfuerzo. Lo mismo que el ceibo, era puro corazón; corazón y flores lindas. Las gentes que desprecian las flores y las maderas inútiles, le despreciaban.

Atanasia lo quería. Es decir, Atanasia gustaba de él, de su bondad de perro, de su alegría de chingólo, de su paciencia de hornero. Le disgustaba, en cambio, su despreocupación de cigarra y su generosidad de oveja.

Estaba convenido que habrían de casarse; pero Atanasia no tenia prisa: sus diez y ocho años podían esperar aún. En la espera comenzó a reflexionar. Hizo el balance de los placeres y los sinsabores que le proporcionaría el matrimonio con Lino.

Él la quería: aceptado.

Él era bueno: conforme.

Él era trabajador: de acuerdo.

Una vez casados, no faltaría el techo y el sustento: indudable.

Empero... Atanasia era una chinita gorda, mortalmente haragana, para quien el máximun de la felicidad hubiera consistido en pasarse tres cuartos del día en la cama y el otro cuarto tendida en un sillón, tomando el mate dulce con azúcar quemada que le «acarriase» o una «gurisa». En cambio, era ella quien tenía que trabajar para otros y si se casaba con Lino, tendría que trabajar también... lavar, planchar, cuidar la casa... Atanasia era fabulosamente haragana.

Lo era en extremo tal que en su baúl se apelillaban cuatro o cinco cortes de vestidos regalados por Lino y que ella dejaba dormir allí por no tomarse el trabajo de cortar una bata o coser una pollera.


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Publicado el 6 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Carancho

Javier de Viana


Cuento


A Hilario Percibal.


Muy pocas personas conocen su verdadero nombre; yo creo que él mismo lo ha olvidado á fuerza de sentirse llamar desde hace cerca de medio siglo, «Carancho», el negro Carancho y nada más.

Porque Carancho hace mucho tiempo que es viejo, El cuerpo enorme, alto y ancho se conserva siempre erguido, pero los ojos, color borra de vino denuncian una montonera de años y, por otra parte, las motas están casi blancas, cosa que en un negro indica la proximidad de la centuria.

Así y todo, Carancho continúa fuerte, capaz de voltear con cuatro hachazos un coronilla de veinte postes y de quebrarle la «carretilla», de un «seco», al bagual más cogotudo.

Carancho vive y ha vivido siempre allá por Cerro Largo, cerca de la frontera, y probablemente nació allí, aunque él no lo sabe, como tampoco sabe quiénes fueron sus padres. Si alguien se lo pregunta, responde invariablemente:

—No mi acuerdo; cuando nací era muy botija; pero carculo que debo haber nacido en un bañao, de algún güevo guacho de ñandusá farrista, porque á pesar de haber rodao por tuito el país, como si juese taba ’e chancho, en tuavía no he tropezao con un pariente.

—Los parientes son los peores, cuando la familia es larga—filosofó uno, cierta vez; y el negro respondió:

—La mía es como cola ’e perdiz.

Cuando era joven, Carancho tuvo sus veleidades revolucionarias, y como casi todos los negros, se hizo blanco. De sus campañas le quedaron dos cosas: la fama de muy guapo y un profundo disgusto por el oficio.

El solía decir:

—Como siempre tuve una juerza ’é toro, con cada lanzazo hacía un dijunto, y me cansé de trabajar pa los cuervos, los caranchos y los chimangos!...

—¿Como cuanta gente habrá muerto Carancho?...

A quien le interrogó de esa manera, el negro respondió mirándolo severamente:


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Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Tiempo Borra

Javier de Viana


Cuento


En el cielo, de un azul inmaculado, no se movía una nube. Esparcidos sobre la planicie de inabarcables límites, multitud de reses, casi inmóviles, salpicaban de manchas blancas y negras, amarillas y rojas, el verde tapiz de las pasturas de otoño. Ni calor, ni frío, ni brisas, ni ruidos. Luz y silencio, eso sí; una luz enceguecedora y un silencio infinito.

A medida que avanzaba, a trote lento, por el camino zigzagueante, sentía Indalecio que el alma se le iba llenando de tristeza, pero de una tristeza muy suave, muy tibia, experimentando sensaciomes de no proseguir aquel viaje, de miedo a las sorpresas que pudieran esperarle a su término.

¡Qué triste y angustioso retorno era el suyo!... Quince años y dos meses llevaba de ausencia. Revivía en su memoria la tarde gris, la disputa con el correntino Benites por cuestión de una carrera mal ganada, la lucha, la muerte de aquel, la entrada suya a la policía, la amarga despedida al pago, a su campito, a sus haciendas, al rancho recién construido, a la esposa de un año.. Tenía veinticinco entonces y ahora regresaba viejo, destruido con los quince de presidio... Regresaba... ¿para qué?... ¿Existían aún su mujer y su hijo? ¿lo recordarían, lo amarían aún?... ¿Podía esperarle algo bueno a un escapado del sepulcro?... ¿Estaba bien seguro de que era aquel su pago?... Él no lo reconocía. Antes no estaban esas grandes poblaciones que blanqueaban a la izquierda ni las extensas sementeras que verdeaban a la derecha.

Y cada vez con el corazón más oprimido prosiguió su marcha, espoleado por fuerza irresistible.


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2 págs. / 3 minutos / 47 visitas.

Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.

El Amo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Tengo un amo, tengo un tirano que, a su capricho, me inspira pensamientos tristes o alegres, me hace confiado o receloso, sopla sobre mí huracanes de cólera o suaves brisas de benevolencia, me dicta unas veces palabras humildes, otras, bien soberbias. ¡Oh, qué bien agarrado me tiene con sus manos poderosas! Pero no me someto, y ésa es mi dicha. Le odio, y le persigo sin tregua noche y día. Él lo sabe, y me vigila. ¡Si algún día se descuidase!... ¡Con qué placer cortaría esta funesta comunicación que mi alma, que mi yo esencial mantiene con la oficina donde el déspota dicta sus órdenes! Quisiera ser libre, quisiera escapar a esos serviles emisarios suyos que se llaman nervios. Mientras ese momento llega, me esfuerzo en dominarlos. Los azoto con agua fría todas las mañanas, les envío oleadas de sangre roja por ver si los asfixio, y me desespero observando su increíble resistencia. Cuantos proyectos hermosos me trazo en la vida, tantos me desbaratan los indignos. He querido ser manso y humilde de corazón, y hasta pienso que empecé la carrera con buenos auspicios. Me pisaban los callos de los pies, y, en vez de soltar una fea interjección, sonreía dulcemente a mis verdugos; cuando alguno ensalzaba mis escritos, me confundía de rubor; sufría sin pestañear la lectura de un drama, si algún poeta era servido en propinármela; leía sin reirme las reseñas de las sesiones del Senado; ejecutaba, en fin, tales actos de abnegación y sacrificio, que me creía en el pináculo de la santidad. Mis ojos debían de brillar con el suave fulgor de los bienaventurados. Me sorprendía que tardara tanto en bajar un ángel a ponerme un nimbo sobre la cabeza y una vara de nardo en la mano.


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2 págs. / 3 minutos / 67 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Patrón Elías

Javier de Viana


Cuento


No estoy bien seguro de sí esta narración es una historia verídica o un engendro imaginativo.

Quien me la comunicó afirma que se trata de un «suceso sucedido». Por mi parte, no tengo inconveniente en aceptarlo como tal, pues estoy convencido de que la historia es un cuento con fechas y nombres propios, y el cuento una historia, generalmente más verídica, por cuando el narrador obra con entera libertad, sin supeditar su fantasía creadora a los convencionalismos y las restricciones que imponen las fechas y los nombres propios.

Historia o cuento, allá va él, tal como me lo narraron. El hecho ocurrió en Santa Fe, en el departamento de Vera, en la época de mayor incremento de la explotación agrícola. Diversas colonias, recién nacidas, producían riquezas inesperadas, merced al consorcio de la tierra extremadamente fecunda, y de los obreros animosos.

Y al amparo de esa prosperidad industrial, se desarrollaban pequeños comercios, despreciables boliches, cuyos propietarios giraban por valor de centenares de miles de pesos.

En el comercio local predominaban los buhoneros turcos, y sobre todo ellos, Elías, quien a poco andar se transformó en «Patrón Elías», potentado, ante quien inclinábase respetuosamente hasta las mismas autoridades.

«Patrón Elías» era un hombre alto, grueso, fornido, de tez trigueña, de grandes ojos negros.

No sabía leer ni escribir, expresábase en una jerga extraña, incomprensible para quienes no estaban habituados a escucharle.

Cierta vez llegó a su casa un joven italiano vestido con prolijidad de pueblero presumido, una indumentaria que contrastaba con la tosca y añeja del comerciante.

«Patrón Elías» observó atentamente al forastero y preguntóle:

—¿Qué querés?

—Quiero comer; tengo hambre, —respondió el mozo.

La contestación impresionó favorablemente al buhonero, ya satisfecho de aquel físico robusto.


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2 págs. / 3 minutos / 27 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

5960616263