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etiqueta: Cuento


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Mi Ruina

José Pedro Bellán


Cuento


Hoy logré contemplar el albor de la mañana.

Con su claridad, a través de su claridad, buscaba mis lugares, mis calles y mis caminos. Toda la ciudad se abría ante la luz, entre el mar y los árboles.

Hacia el norte, la gran masa vegetal, con su tinte obscuro, asomaba por detrás de la muralla de edificios, descubriéndose ante el sol tangente, suave, cuyos rayos se escurrían por sobre las cúpulas y las torres. El cielo, colosal, sonrosado apenas, se desgarraba al encajar entre el sube y baja de los pardos techos: era la pureza de un color que se manchaba al llegar a la tierra.

Crecía el murmullo y se hacía el ruido por toda la ciudad. El astro llameante había dado el impulso y eran ya en la realidad, el trabajo, el hambre y la estulticia.

Mi vista abarcó de nuevo el semi-círculo azul y caí como un pájaro en precipitado vuelo sobre las arboledas del norte.

Allí aun reinaba el silencio: érase mi mundo. Las aves, desprendidas de sus nidos saeteaban los poros del boscaje que se abría en la altura luminosa. Las trayectorias inconclusas y los colores indefinidos se unían harmónicamente. Faltaba el matiz de las flores, pero, en cambio, las hojas abandonadas las unas sobre la otras, movidas por un impulso lento, débil, acompasado, me llenaron de voluptuosidad. Todo un harem de mujeres orientales cruzó por mi imaginación. Sólo la realidad de un vetusto estanque logró expulsarlas de mí.

Noté primero un intervalo en la vegetación, luego, como algo que se ve apenas, una reja en forma de circunferencia hirióme la retina. Me acerqué a ella. Era antigua... muy antigua. Su color, allá, en su infancia, debió ser de un marrón obscuro; ahora era apenas perceptible. Llena de manchas, de herrumbre y musgo, la pobre reja antigua se arqueaba dolorosamente.


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Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

En el Arroyo

Javier de Viana


Cuento


El verano encendía el campo con sus reverberaciones de fuego, brillaban las lomas en el tapiz de doradas flechillas, y en el verde de los bajíos cien flores diversas de cien hierbas distintas, bordaban un manto multicolor y aromatizaban el aire que ascendía hacia el ardiente toldo azul.

En el recodo de un arroyuelo, sobre un pequeño cerro, veíanse unos ranchos de adobe y paja brava, circundados de árboles. El amplio patio no tenía más adornos que un gran ombú en el medio y en las lindes unos tiestos con margaritas, romeros y claveles. El prolijo alambrado que lo cercaba tenía tres aberturas, de donde partían tres senderos: uno que iba al corral de las ovejas, otro que conducía al campo de pastoreo, y el tercero, más ancho y muy trillado, iba a morir a la vera del arroyo, distante allí un centenar de metros.

El arroyo aquel es un portento; no es hondo, ni ruge; sobre su lecho arenoso la linfa se acuesta y corre sin rumores, fresca como los camalotes que bordan sus riberas y pura como el océano azul del firmamento. No hay en las márgenes palmas enhiestas representando el orgullo florestal, ni secas coronillas, símbolo de fuerza, ni ramosos guayabos, ni virarós corpulentos. En cambio, en muchos trechos vense hundir en el agua con melancólica pereza las largas, finas y flexibles ramas de los sauces, o extenderse como culebras que se bañan, los pardos sarandíes. Tras esta primera línea de vegetación vienen los saúcos, el aragá, el guayacán, la arnera sombría, los ceibos gallardos, y aquí y allí, encaramándose por todos los troncos, multitud de enredaderas que, una vez en la altura, dejan perder sus ramas como desnudos brazos de bacante que duerme en una hamaca.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Robar Sandías

Javier de Viana


Cuento


En el cielo, casi uniformemente encenizado, la luna plena, casi sin cambiar de sitio, parecía en vertiginosa carrera, mostrando ahora la triunfal perfección de su disco de argento, y empalideciendo en seguida y hasta borrando su silueta, según las gradaciones del gris de las nubes.

El día fué sofocante; pero en las primeras horas de la noche, una brisa del sur empujando la tormenta había producido una temperatura agradable.

La peonada de la estancia, terminada la cena, formó círculo para cimarronear afuera frente a la gran puerta del galpón.

Y según hábito inveterado, el viejo don Armodio «tallaba», narrando sucesos en parte verídicos, en parte embusteros—más embuste que verdad—producto de lo que había visto y oído en cerca de ochenta años de existencia y de lo que sea capaz de crear su fantasía vigorosa aún.

—Pa curioso, el caso'e Bruno Menchaca.

—¿Y cómo jué lo de Bruno Menchaca?...

—¿Lo de Bruno Menchaca?... Ah, m'hijitos, jué un caso clavao pa probar qu'el amor es un cañuto con un aujero solo y que una vez que uno se ha metido adentro no puede salir porque no puede darse güelta...

—Sucedió d'esta laya.. Ustedes deben recordar, por las mentas, a don Sinforoso Segura, estanciero ricacho del rincón de Echerique. ¿Recuerdan?... Güeno; era muy rico y más duro que un ñandubay y más espinoso que un tala. Era arisco como tararira y roncador como bagre pintado. En dos por tres lo achataba a uno de un tiro o le bajaba las tripas de una puñalada, un poco valido de qu'era de buen coraje y mucho de que contaba con moneda p'hacerle perder el rumbo a la polecía y el olfato a la justicia...

Juan Cienfuentes interrumpió:

—Con tantos cojinillos v'a recargarse el caballo.

—Y se va dentrar el sol sin correr la carrera—completó Laguna.


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Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

A los Tajos

Javier de Viana


Cuento


A Joaquín de Vedia.


—A la sota...—indicó Sebastián.

El tallador, manteniendo el naipe apretado sobre la mesa con la mano izquierda, desparramó con la derecha los billetes y la moneda que constituían la banca.

—Hay cincuenta pesos,—dijo; y luego, siempre en la misma actitud de las manos, levantó la vista, la fijó con insistencia en el mozo y preguntó con sorna:

—¿Cuánto?

—Copo,—respondió Sebastián con voz ronca.

Lucas, el tallador, sin cambiar de postura ni de tono, agregó:

—Poniendo... estaba una gansa.

Súbitamente enrojecido el rostro, centellantes los ojos, el mozo gritó:

—¿No tiene confianza en mí?..

Inmutable, Lucas, sin alterarse, ni hacer caso de la alteración de su contrario, explicó:

—En la carpeta sólo le tengo confianza á la plata.

El mozo se desprendió el tirador en que lucían cuatro onzas de oro y lo arrojó sobre la mesa preguntando:

—Alcanza pa cubrir la parada?... '

—Alcanza y sobra,—respondióle tranquilamente el tallador;—me doy güelta... Una sota contra un tres nunca se vido ganar.. Un seis... pa naides sirve... un cuatro... un dos revueno... Y siguen los pares, como güeyes... y un cinco... y van cáindo blancas... Aurita no más atropella el negrumen... ¡Y y’astuvo... ¡un rey!... no asustarse! ¡Otro cuatro!... ¿Quiere abrirse, compañero?...

—No soy mujer,—respondió airadamente el mozo; y el tallador, sonriendo con frialdad, replicó:

—Me gusta la gente corajuda... y con plata pa parder... ¡El tres! La sota es mujer y es caprichosa... ¿Doy en tres por el resto?...

—Pago.

—Va la carta... Una... Dos... y tres... un caballo pa naides, un as pal mesmo... y aquí está de nuevo el tres... un tres de oros, amigo.


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Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Pescador y el Pez Dorado

Aleksandr Pushkin


Cuento


Érase una vez un pescador anciano que vivía con su también anciana esposa en una triste y pobre cabaña junto al mar. Durante treinta y tres años el anciano se dedicó a pescar con una red y su mujer hilaba y tejía. Eran muy pero que muy pobres.

Un día, se fue a pescar y volvió con la red llena de barro y algas.

La siguiente vez, su red se llenó de hierbas del mar. Pero la tercera vez pescó un pequeño pececito.

Pero no era un pececito normal, era dorado. De repente, el pez le dijo con voz humana:

—Anciano, devuélveme al mar, te daré lo que tú desees por caro que sea.

Asombrado, el pescador se asustó. En sus treinta y tres años de pescador, nunca un pez le había hablado. Entonces le dijo con voz cariñosa:

—¡Dios esté contigo, pececito dorado! Tus riquezas no me hacen falta, vuelve a tu mar azul y pasea libremente por la inmensidad.

Cuando volvió a casa, le contó a la anciana el milagro: que había pescado un pez dorado que hablaba y que le había ofrecido riquezas a cambio de su libertad. Pero que no fue capaz de pedirle nada y lo devolvió al mar. La anciana se enfadó y le dijo:

—¡Estás loco! ¡Desgraciado! ¿No supiste qué pedirle al pescado? ¡Dale este balde para lavar la ropa, está roto!

Así, se volvió al mar y miró. El mar estaba tranquilo aunque las pequeñas olas jugueteaban. Empezó a llamar al pez que nadó hasta su lado y con mucho respeto le dijo:

—¿Qué quieres, anciano?

—Su majestad pez, mi anciana mujer me ha regañado. No me da descanso. Ella necesita un nuevo balde porque el nuestro está roto.

El pez dorado contestó:

—No te preocupes, ve con Dios, tendrás un balde nuevo.

Volvió el pescador con su mujer y ella le gritó:

—¡Loco, desgraciado! ¡Pediste, tonto, un balde! Del balde no se puede sacar ningún beneficio. Regresa, tonto, pídele al pez una isba.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Fe

Silverio Lanza


Cuento


Para ir á la Meca, no puede el marido impedir á la mujer que vaya, sino que si el no quiere ir, ella toma otro que la acompañe por todo el tiempo que dure el viaje; y si viene del viaje preñada, lo que para, siendo hombre, es gerifo, que quiere decir, pariente de Mahoma, porque dicen concurre Mahoma á la generación...

El P. Castillo (devoto peregrino).


Pues bien; Aniceto es gerifo. Su madre era una hermosísima mujer cuando la conocí.

Un día, durmiendo entre altos trigos, á orillas de una vereda que conduce desde el pueblo á la ermita de San Juan, alegróse mi vista con la repentina presencia de la lugareña. Hizo ella súbitos ademanes de inquietud y asombro así que me vio, más yo la tranquilice con la mesura de mi palabra y lo respetuoso de mi continente, y de este modo la anime á conversar conmigo.

—Buenas tardes, Bibiana.

—Buenas las tenga usted, señorito.

—¿Va usted de paseo?

—Sí, señor.

—¿Hacia donde?

—Pues... hacia la ermita.

—Quiere usted sentarse y descansar.

—No, señor, no. Es muy tarde y voy de prisa.,

—Diga usted, ¿esa ermita es de San Juan?

—De San Juan, si.

—¿Y está el santo dentro de la ermita?

—Ya lo creo.

—¿Cuándo es su fiesta?

—Dentro de doce días; el veinticuatro de este.

—Entonces es San Juan Bautista. ¿Y que fiesta le hacen al santo?

—Pues se le hace mucha.

—Usted perdone; la estoy molestando con mis preguntas y usted lleva prisa.)

—¡No faltaba mas! Usted pregunte lo que quiera.

—Pues, se lo diré á usted andando.

Y efectivamente empezamos á caminar hacia la ermita.

Mientras yo hablaba iba Bibiana recogiendo piedrecitas del camino, las cuales guardaba debajo del delantal.


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Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

¡Dame Tiempo, Hermano!

Javier de Viana


Cuento


A Francisco de Viana.


Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos.

En el concepto gaucho, esto quiere decir que se revolcaban juntos, se rascaban mutuamente y relinchaban a tiempo.

Es posible que mucha gente entienda tanto esto después como antes de la explicación; y entonces será mejor que no siga leyendo, porque tampoco podrá explicarse el conflicto psicológico que se plantea en estás páginas.

¡Bueno! Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos. Peones en la misma estancia, obreros en la misma labor, durante años habían recibido la platita del patrón y los rezongos de la patrona. Juntos se habían achicharrado en los estíos y se habían helado en los inviernos lluviosos y habían dormido juntos, muchísimas veces a campo raso, rondando novillos en las lomas, o hachando coronillas en el bosque; y otras muchísimas habían dormido en el fondo del galpón, sobre cueros de vacunos o sobre fardos de lana, cuerpo contra cuerpo, poncho sobre poncho. En fin, eran como chanchos.

Juan Antonio era huérfano; huérfano como uno de esos talas que nacen entre las piedras sin que nadie los plante.

Indalecio era huérfano, asemejándose su origen al de esos ombúes brotados en las cuchillas como por milagro, sin que ninguna mano humana hubiese cavado un hoyo y depositado una simiente.

Ambos eran guachos; pero con una diferencia: el ombú es siempre solitario, hijo único de un viento vagabundo de un tordo bohemio. Los talas, en cambio, proceden de ovarios prolíferos y generalmente crecen en caterva.

Así, mientras Indalecio era solo como el lucero, Juan Antonio tenía tres hermanos y una hermana. Los hermanos andaban desparramados por ahí, pero Benita se había criado de peona en la estancia.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Resucitado

Marqués de Sade


Cuento


Los filósofos dan menos crédito a los aparecidos que a ninguna otra cosa; si, no obstante el extraordinario hecho que voy a relatar, suceso respaldado por la firma de varios testigos y registrado en archivos respetables, este suceso, repito, gracias a todos estos títulos y a los visos de autenticidad que tuvo en su momento, puede resultar digno de crédito, será preciso, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, convenir en que si bien no todos los cuentos de resucitados son ciertos sí que contienen, al menos, elementos realmente extraordinarios.

La corpulenta señora Dallemand, a la que todo París conocía en aquel tiempo como mujer alegre, cordial, ingenua y de agradable trato, vivía desde que se había quedado viuda, hacía más de veinte años, con un tal Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint-Jeanen-Gréve. La señora Dallemand se hallaba cenando un día en casa de una tal señora Duplatz, mujer de carácter y medio social muy parecidos al suyo, cuando a la mitad de una partida que habían iniciado después de levantarse de la mesa un criado rogó a la señora Dallemand que pasara a una habitación contigua, pues una persona amiga suya deseaba hablarle en seguida de un asunto tan urgente como esencial; la señora Dallemand le contesta que espere, que no quiere echar a perder su partida; el criado vuelve de nuevo a insistir de tal manera que la dueña de la casa es la primera en obligar a la señora Dallemand a ir a ver lo que quieren de ella. Sale y se encuentra con Menou.

—¿Qué asunto tan urgente —le pregunta— puede obligaros a molestarme de esta forma viniendo a una casa en la que ni siquiera saben quién sois?

—Un asunto de vida o muerte, señora —contesta el agente de cambio—, y podéis estar segura de que había de ser como os digo para poder obtener el permiso de Dios y venir a hablar con vos por última vez en mi vida…


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Los Cazadores de Ratas

Horacio Quiroga


Cuento


Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído.

—Es el ruido que hacían aquéllos… —murmuró la hembra.

—Sí, son voces de hombre; son hombres —afirmó el macho.

Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron.

—Van a vivir aquí —dijeron las víboras—. Tendremos que irnos.

En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato.

Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos aunque a éste faltaban aún las puertas. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó.

Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéronlo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pesadillas

Isabel Petrus


Cuento


No tenía ningún motivo para ello. Pero vivía aterrorizada.

En cualquier momento, sin avisar, sin motivo aparente, aparecía una imagen en su mente que rompía toda la armonía, que lo estropeaba lodo.

Por ejemplo, este verano. Era un día soleado, de piscina, de niños jugando, un día ideal, en una palabra. Se quedó dormida. Influyó en ello este sol, adormecedor, el aperitivo, el bienestar. Los niños jugaban, tranquilamente.

De repente, despertó sobresaltada. Había un extraño silencio a su alrededor, que contrastaba profundamente con el bullicio anterior. No se movía ninguna hoja de los árboles, el agua estaba extrañamente calmada. Ningún ruido turbaba una paz que, de ningún modo, correspondía a una mañana de agosto en un complejo de apartamentos de Menorca.

Sobresaltada, quiso gritar. Ningún ruido salió de su boca. Quiso moverse, hacer algo. Pero todo estaba quieto, parado y silencioso, como ella, y no se veía a nadie allí.

La sensación de ahogo, de impotencia, la embargó. Y estuvo así un rato, un momento eterno, que parecía no acabar nunca.

Cerró los ojos, al fin, un minuto. Y al abrirlos de nuevo, todo había vuelto a la normalidad. Los niños jugaban, el agua no estaba calmada ni por un momento, la gente bordeaba la piscina, se lanzaba a ella. Había vuelto al mundo real, al que conocía. Tomó un sorbo rápido de su aperitivo, se aseguró de no cerrar los ojos de nuevo, y siguió disfrutando del verano, sin dejarse avasallar por las imágenes extrañas.

Pero hubo más veces. Antes, y después de ésta. Y algunas muy extrañas. Casi irrepetibles. De hecho, prefería no acordarse de ellas, pues eran demasiado terroríficas. Pero no podía evitar que, de vez en cuando, le volvieran a la memoria, le quitaran el sueño durante la noche.

Recordaba una en especial. Era de noche. Una noche lluviosa, oscura como pocas. Conducía cansada ya, con ganas de llegar a casa.


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Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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