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Femeninas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una vez que el itinerario nos ha traído hasta aquí —dije a mis compañeros de excursión— ¿por qué no hacemos una visita a sor Trinidad, que se llamó en el mundo Carolina Vélez Puerto?

—¡Ah! ¿Pero está aquí Carolina? —interrogó Gil Grases, el más animado y bromista de los que figurábamos en la excursión—. Creí notar en su voz entonaciones de sobresalto, y comprendí que había cometido un desacierto. Gil Grases era una criatura adorable, simpático hasta lo sumo, sin otro defecto que carecer por completo de sentido común.

Cuando se supo la nueva de la vocación de Carolina, se atribuyó al modo de ser de la calamidad de Gil Grases, al convencimiento de lo infeliz que sería con él, por lo cual, y prefiriendo vida más sosegada, había puesto ante su amor sus votos de religiosa.

El convento se encontraba sobre la villita y producía una impresionante sensación de soledad y paz profunda. Era una mole cuadrada, con muy escasos huecos, defendidos por celosías espesas, negras, como sombríos ojos en un rostro pálido.

Llamamos al torno del monasterio. Antes de que la hermana tornera abriese, echamos de menos a Gil.

—Puede que siga enamorado de la monja y no quiera verla —susurramos.

Parece que sintió muchísimo que Carolina profesara.

La tornera, después de un «Ave María Purísima» nasal, —nos dijo: «Las madres están en el coro, pero ya se acaba el rezo. Ahora mismo saldrá sor Trinitaria con la madre abadesa».

Al poco, volvimos a escuchar el gangueado «Ave María», y la cortina se descorrió. Entrevimos detrás, en la penumbra, dos figuras muy veladas. Y al preguntar: «¿Tenemos el gusto de hablar con la madre abadesa?» —el bulto más grueso dijo al otro:

—Puede alzarse el velo, sor Trina, si estos señores como parece, son amigos suyos.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Casa de los Guachos

Javier de Viana


Cuento


Al oriental chaqueño Nicolás Sifredi.


—¿Qué es aquello?—pregunté á mi guía, indicándole un numeroso grupo de jinetes que, á lo lejos, se veía avanzar lentamente por el camino real.

—Debe ser un entierro—respondió; y en seguida:—Sí, pues; el entierro del finao don Tiburcio Morales... ¿No ve aquello que blanquea d’este lao del cerrillo?... Es el pantión de la estancia.

—Don Tiburcio Morales ¿no era un estanciero muy rico, muy querido en el pago?...

—El mesmo... Luego vamo á pasar por su casa... la «Casa ’e los Guachos»..como le dicen...

Al final de un cuarto de hora de trote llegamos al «cementerio», donde resolvimos esperar la fúnebre comitiva, observando la sencilla necrópolis gaucha. Diez varas de terreno cercado por cuatro hilos de alambre; emergiendo de la hierba alta y copiosa, varias cruces de hierro enmohecidas, inclinadas, como si ellas también ansiaran acostarse ó dormir junto á los muertos, cuyos nombres recuerdan en los corazones enclavados entre sus brazos. Al frente, sobre la orilla misma del camino, se alzaba el «panteón»: cuatro paredes ruinosas, verdes de musgo, una puerta descalabrada y un techo de hierro, comido por el orín... Poco confortable la morada, pero... ¿qué más necesitan las osamentas de quienes pasaron la vida desafiando el rigor de todas las intemperies?...

La comitiva llegaba. Delante, en un carrito de dos ruedas, llevado á la cincha, iba el modesto ataúd, la caja idéntica para todos los muertos, pobres y ricos, de la campaña: cuatro tablas de pino forradas de merino negro, y en la tapa una cruz blanca, hecha con cinta de hilera. Seguían luego, en formación de á cuatro, unas cinco docenas de personas. Iban viejos, iban jóvenes é iban niños, y todos guardaban el mismo respetuoso silencio, idéntica actitud de condolencia.


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Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Ladrón

Federico Gana


Cuento


(Cuento de Navidad)


Asistía en aquella tarde de primavera a una fiesta de Pascua organizada por una dama de mis relaciones en un lugar veraniego vecino a Santiago. Numerosas personas de mi conocimiento hallábanse allí reunidas: señoras, hermosas niñas, jóvenes; un pino cargado de juguetes estaba colocado en medio del gran salón de la casa; servíanse helados, cerveza, sandwiches, a los invitados. Pero el objeto principal de la fiesta era la invitación hecha a los huerfanitos del asilo del pueblo, a los que iban a repartirse refrescos, dulces y juguetes. La banda de músicos del lugar tocaba a cada instante animados valses, marchas militares: todo era alegría, entusiasmo y animación. El hermoso y simpático rostro de la dueña de casa resplandecía de íntima satisfacción, porque el buen éxito de aquella fiesta de caridad aumentaba el prestigio social de la distinguida invitante; al día siguiente el periódico del pueblo diría: “En casa de la caritativa señora de X, los huerfanitos del asilo tal, han pasado un agradable día de Navidad”.

Yo observaba con interés desde un rincón de la sala los detalles de aquella hermosa fiesta: los rostros de los pequeños huerfanitos embebidos en el brillante árbol de Pascua, del que pendían tantas cosas maravillosas, farolillos, trompetas, payasos, cajas de música, muñecas, fusiles, esferas de colores; las rápidas miradas de las hermosas niñas y de los jóvenes, que pronto habían de bailar en la animada y rápida matinée con que terminaría la fiesta. El sordo zumbido de las conversaciones me adormecía.


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Publicado el 28 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Se Seca la Glicina

Javier de Viana


Cuento


Gasas violetas van invadiendo el cielo que tachona el valle. Espésanse en la hondonada la sombra y el silencio, mientras en lo alto de la gradería rocosa de la montaña, flotan aún, en vaho de argento, las últimas luces del sol muriente, marginando la ancha culebra del río, cuyo brillo, al igual de las nieves solemnes de las cumbres, desafía las sombras más densas de las noches más lóbregas.

En medio de ese silencio y de esa quietud, Eva avanza lentamente por el valle, arreando su majadita de chivas.

Sin par tristeza ensombrece el rostro de la linda paisana. Sus ojos parecen más grandes, más negros, más profundos, destacándose en la palidez de la piel como dos «salamancas» gemelas abiertas sobre los riscos nevados.

Mientras con la vara de jarilla acaricia, —más que castiga,— a los chivatos retozones, la criolla canta. Canta con ritmo funerario una canción de angustia que se pierde sin eco en el sosiego del valle soñoliento...


Si alguna vez en tu pecho,
¡ay! ¡ay! ¡ay!...
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño,
pero nunca se lo digas!...
Engáñalo como a un niño,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
pero nunca se lo digas!...


Y era cual medrosa imploración de un niño sorprendido por la noche en desconocida vereda de la montaña; imploración ténue y tristísima, pues que se sabe la ineficacia del ruego y la imposibilidad del auxilio...


Mi amor’se muere de frío...
¡ay¡ ¡ay! ¡ay!...
porque tu pecho de roca
no le quiere dar asilo...
Porque tu pecho de roca,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
no le quiere dar asilo! ...


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Publicado el 8 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Inmolación

Javier de Viana


Cuento


La vieja ciudad provinciana se había remozado en un reducido perímetro social. Allí, la casa de gobierno, de la legislatura, de la municipalidad, del colegio normal y de algunos edificios particulares, atestiguaban con sus varios pisos, sus boardillas y sus torrecillas pretenciosas, la modernización que tiende a hacer las ciudades todas iguales, como trajes de confección.

Empero, alejándose cuatro o cinco cuadras de la plaza central, reaparecía la ciudad antigua, campechana y alegre, las casitas bajas con ventanillas enrejadas y techumbres de teja, sobrepasadas por las cabezas de los grandes árboles que protegían la opulenta vegetación floreal, encanto de los amplios patios.

Poco antes de llegar a la orilla del pueblo, había una de esas casitas blancas, semi escondidas entre frondosas acacias y tupidas trepadoras.

Moraba allí la familia Ramírez, la familia más feliz del mundo, según la aseveración unánime de los habitantes del pueblo.

Don Silvestre era un sesentón robusto, obeso y de rostro fresco aún, plácido y alegre.

Su esposa, misia Anita, era gruesa también; los años habían deformado su cuerpo, que no conservaba ni vestigio de cintura; empero, dentro del marco de una copiosa cabellera casi blanca, veíase una cara fina, un cutis terso, sin una arruga y unos lindos ojos castaños, vivaces y de bondadosa expresión.

Llevaban más de veinticinco años de casados, y el mutuo cariño que se profesaban iba en aumento a medida que declinaban sus existencias transcurridas en la felicidad nada común.


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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Mano Gloriosa

Marcel Schwob


Cuento


Declaración de la sirvienta:

Yo, Nancy, con una edad aproximada de veinticinco años, aprendiz de cocinera en el hostal del Viejo Hospital, en la región de Muir, habiendo jurado por el Libro revelar toda la verdad sobre el ataque de diciembre de 18…, declaro lo siguiente:

Durante el invierno llegan pocos viajeros, pues la landa está sembrada de pedruscos grises y de brezales, y de hoyos llenos de barro, de manera que los carreteros apenas pasan por Muir, y los que atraviesan la región a pie temen el terrible viento que lo barre todo según se acercan las Navidades. El martes por la tarde, la leche se estaba congelando en los baldes, así que Doll y yo la metimos en la cocina, tras lo cual nos quedamos sentadas al abrigo de la chimenea donde Míster Douglas (el viejo Doug, como solemos llamarle) estaba cociendo manzanas en una marmita antes de irse a la cama. Así que pasamos una velada tranquila con el viejo Doug, Miss Elisabeth, su mujer, y John, el mozo de cuadra. No había ningún viajero en el albergue.

Hacia las diez todos teníamos ya sueño; pero yo tenía que terminar de tricotar un brazal para el niño enfermo de Mistress Dorothen, la hermana de Miss, que vive en la curva. El viejo Doug se llevó la vela, pues la leña del hogar daba suficiente luz para mi labor y estaba tan acostumbrada al movimiento de las agujas que mis dedos tricotaban solos.

Así que me quedé un poco absorta, a la luz temblorosa del fuego rojo, aunque sin olvidarme que había prometido a Doll ir a la cama pronto, pues en las noches de gran frío dormimos juntas. Se oían crujidos fuera, y el whip poor will gritó varias veces en la noche. De repente, se oyeron unos pasos y un golpe en la puerta. Me puse a temblar: debía de ser medianoche y se dice que el Rey negro sale a cazar a esa hora por la landa de Muir.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Un Artista del Trapecio

Franz Kafka


Cuento


Un artista del trapecio —como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre— había organizado su vida de tal manera —primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica— que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades —por otra parte muy pequeñas— eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.

De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Casamentero

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


El reloj del comedor dio las once con la respetuosa prudencia de alguien cuya misión en la vida es ser ignorado. Cuando el paso del tiempo hiciera imperativas la abstinencia y la migración, las luces darían la señal en la forma acostumbrada.

Seis minutos más tarde Clovis se acercó a la mesa con la ferviente expectativa de quien ha comido esquemáticamente y mucho tiempo atrás.

—Estoy muriéndome de hambre —anunció esforzándose por tentarse con gracia y leer el menú al mismo tiempo.

—Lo imaginé —respondió su anfitriona— al ver que ha sido usted casi puntual. Debí advertirle que soy una Revolucionaria Alimenticia. Pedí dos cuencos de pan y leche y algunos bizcochos dietéticos. Espero que no tenga inconveniente.

Clovis pretendió después que no había palidecido durante una fracción de segundo.

—De cualquier modo —dijo—, no debería usted bromear con tales cosas. Esa especie de gente existe en realidad. Sé de quienes las han conocido. ¡Pensar en todos los manjares que existen, pasarse la vida masticando aserrín, y enorgullecerse por añadidura!

—Son como los flagelantes de la Edad Media que vivían mortificándose.

—Ellos estaban justificados hasta cierto punto —dijo Clovis—. Lo hacían para salvar sus almas inmortales, ¿no es así? No me diga usted que un hombre al que no le gustan las ostras, los espárragos y los buenos vinos tiene alma o siquiera estómago. Sencillamente tiene el instinto de desdicha altamente desarrollado.

Clovis se entregó durante unos pocos dulces instantes a la tierna intimidad de unas ostras que iban desapareciendo velozmente.


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Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Disuasión de Tarrington

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—¡Dios! —exclamó la tía de Clovis—. Allí viene. No me acuerdo de su nombre, pero almorzó una vez con nosotros. Tarrington… sí, eso. Se enteró del picnic que voy a ofrecer a la Princesa, y va a pegárseme como un salvavidas hasta que lo invite. Luego me preguntará si puede traer a todas sus mujeres, madres y hermanas. Eso es lo malo de estos pequeños reductos balnearios: uno no puede escaparse de nadie.

—Si quieres huir ya —se ofreció Clovis— puedo librar una acción de retaguardia; si no pierdes tiempo, tienes unos buenos diez metros de ventaja.

La tía de Clovis dio su decidido beneplácito a la sugestión y se alejó meneándose como un vapor del Nilo, con una ola de pequineses como estela.

—Finge que no lo conoces —fue su consejo de partida, teñido del osado coraje de quien no combate.

Un momento después las aperturas de un caballero afablemente dispuesto eran recibidas por Clovis con una mirada que denotaba absoluta falta de familiaridad con el objeto escudriñado.

—Supongo que no me conoce por los bigotes —dijo el recién llegado—. Me los dejo crecer desde hace dos meses.

—Por el contrario —dijo Clovis—, los bigotes son lo único en usted que me resulta familiar. Estoy seguro de haberlos conocido antes en alguna parte.

—Me llamo Tarrington —prosiguió el candidato a ser reconocido.

—Un apellido muy útil —dijo Clovis—; con un apellido así a nadie se le ocurriría culparlo de no haber hecho algo particularmente heroico o notable, ¿no le parece? Y sin embargo, si quisiera usted organizar un cuerpo de caballería ligera en un momento de emergencia nacional, «La Caballería Ligera de Tarrington» sería un nombre apropiado y estimulante, cosa que no ocurriría si usted se llamara Spoopin, por ejemplo. Nadie, ni siquiera en un momento de emergencia nacional, querría pertenecer a la Caballería de Spoopin.


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Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Máscara

Ángel de Estrada


Cuento


Aparto el libro. Desde la mesa de trabajo contemplo, entre el humo del cigarro, una estatuita de Minerva.

El casco de bronce cubre su helénica cabeza varonil, y su recio pelo de bronce se escurre por el casco sobre sus hombros admirables. Con una mano embraza el escudo, y con la otra sostiene una Victoria que ofrece un gajo de laurel. En el pedestal, un bajo-relieve evoca las Panateneas, con sus teorías de ancianos y de vírgenes, sus ofrendas, sus misterios y sus símbolos.

Sobre su rostro han puesto un antifaz de Carnaval, y así veo sus ojos á través de los ojos de terciopelo negro.

Canta el bronce:

— Salí con mis armas de la cabeza de Júpiter, al golpe del hacha de Vulcano. Fuí griega de corazón, y en Atenas me hice diosa. Amé á sus labradores, les dí castas mujeres y bendije el surco con el germen del olivo. Enseñé á sus navegantes á tender la vela al viento, y al viento á respetar sus naves. De sus doncellas tomé los dedos y les dí el rítmico impulso elaborante de las túnicas que caen como armonía de líneas, sobre el nativo encanto de los cuerpos. Fuí huésped de pórticos y templos, de plazas y palacios, y no hay bajo-relieve, ni capitel, ni estatua, donde mis dedos no hayan suavizado un rasgo, inspirado la ley de la perenne gracia. Los filósofos me amaron, pues se irguió en mi casco la celeste Esfinge, y fuí la sabiduría; y dije en el estadio á los corceles, voláis al correr, como el divino pensamiento cuando crea. Fuí inmaculada virgen y guerrera varonil. Los dardos de Amor cayeron sin impulso bajo la frialdad de mis ojos, y con la Sicilia aplasté al gigante, asegurando el imperio de los dioses.


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2 págs. / 5 minutos / 96 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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