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El Sátiro Sordo

Rubén Darío


Cuento


Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían dicho: "Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta". El sátiro se divertía.

Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a subir al sacro monte y sorprender al dios crinado. Éste le castigó tornándole sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. Él permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.

A su vista, para distraerle, danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y acompañaban la armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos, que le acariciaban reverentemente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey barbudo que tenía patas de cabra.

Era sátiro caprichoso.

Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió su prestigio cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia soplaba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba.

Después, en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente animal de las largas orejas le servía para cabalgar, en tanto que la alondra, en los apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.


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Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

De los Apeninos a los Andes

Edmundo de Amicis


Cuento


Hace muchos años, cierto muchacho genovés de trece años, hijo de un obrero, fué de Génova a América sólo para buscar a su madre.

Su madre había ido dos años antes a Buenos Aires, capital de la República Argentina, para ponerse al servicio de alguna casa rica y ganar así, en poco tiempo, algo con que levantar a la familia, la cual, por efecto de varias desgracias, había caído en la pobreza y tenía muchas deudas. No son pocas las mujeres animosas que hacen tan largo viaje con aquel objeto, gracias a los buenos salarios que allí encuentra la gente que se dedica a servir, y las cuales vuelven a su patria, al cabo de algunos años, con algunos miles de liras. La pobre madre había llorado lágrimas de sangre al separarse de sus hijos, uno de dieciocho años y otro de once; pero marchó muy animada y con el corazón lleno de esperanzas. El viaje fué feliz; apenas llegó a Buenos Aires, encontró en seguida, por medio de un comerciante genovés, primo de su marido, establecido allí desde hacía mucho tiempo, una excelente familia del país, que le daba un buen salario y la trataba bien. Por algún tiempo mantuvo con los suyos una correspondencia regular, como habían convenido entre sí, el marido dirigía las cartas al primo, que se las entregaba a la mujer, y ésta le daba las contestaciones para que las mandase a Génova, escribiendo él por su parte, algunos renglones. Ganando ochenta pesos al mes y no gastando nada en ella, mandaba a su casa cada tres meses una buena suma, con la cual el marido, que era muy hombre de bien, iba pagando poco a poco las deudas más urgentes y adquiriendo así buena reputación. Entretanto trabajaba y estaba contento de lo que hacía y lisonjeado con la esperanza de que la mujer volvería dentro de poco, porque la casa parecía que estaba sin sombra con su falta, y el hijo menor, principalmente, que quería mucho a su madre, se entristecía y no podía resignarse a su ausencia.


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Publicado el 10 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Visita Infernal

Juana Manuela Gorriti


Cuento


Mi hermana a la edad de diez y ocho años hallábase en su noche de boda. Sola en su retrete, cambiaba el blanco cendal y la corona de azahar con el velo azul de un lindo sombrerito de paja para marcharse con su novio en el coche que esperaba en la puerta a pasar su luna de miel en las poéticas soledades de una huerta.

Lista ya, sentose, llena el alma de gratas ilusiones, esperando a que su marido pudiera arrancarse del cúmulo de abrumadoras felicitaciones para venir a reunirse con ella y partir.

Una trasparente bujía color de rosa alumbraba el retrete colocada en una palmatoria de plata sobre la mesa del centro, donde la novia apoyaba su brazo.

Todo era silencio en torno suyo, y solo se escuchaban a lo lejos, y medio apagados, los rumores de la fiesta.

De súbito óyense pasos en el dormitorio. La novia cree que es su esposo, y se levanta sonriendo para salir a su encuentro; pero al llegar a la puerta se detiene y exhala un grito.

En el umbral, apareció un hombre alto, moreno, cejijunto vestido de negro, y los ojos brillantes de siniestro resplandor, que avanzando hacia ella la arrebató en sus brazos.

En el mismo instante la luz de la bujía comenzó a debilitarse, y se apagó a tiempo que la voz del novio llamaba a su amada.

Cuando esta volvió en sí, encontrose apoyada la cabeza en el pecho de su marido sentada en los cojines del coche que rodaba en dirección del Cercado.

—¡Fue el demonio! —murmuró la desposada; y refirió a su marido aquella extraña aventura. Él rió y lo achacó a broma de su misma novia.

Y pasaron años, y mi hermana se envejeció.

Un día veinticuatro de agosto, atravesando la plaza de San Francisco, mi hermana se cruzó con un hombre cuya vista la hizo estremecer. Era el mismo que se le apareció en el retrete el día de su boda.

El desconocido siguió su camino, y mi hermana, dirigiéndose al primero que encontró le dijo con afán:


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Publicado el 3 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Una Noche de Espanto

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanovitch Panihidin palideció, y empezó su historia con voz emocionada:

—Una niebla densa se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera del año nuevo 1883 volvía yo a casa. Había pasado la velada en la de un amigo, entreteniéndonos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. En aquel tiempo vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; mi corazón estaba oprimido...

«Tu existencia declina... arrepiéntete...», me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: «esta noche».

Yo no creo en el espiritismo; pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me abaten completamente.

La muerte es imprescindible e inminente; pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele...

Ahora, cuando me encontraba en medio de las tinieblas, cuando la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; cuando alrededor no se veía ni un ser vivo, no se oía ni una voz humana, mi alma estaba llena de un temor incomprensible. Yo, hombre sin prevenciones, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Me parecía que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró, tomó un trago de agua y siguió.

Este miedo infundado, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento gemía en la chimenea; parecía que se quejaba de hallarse puertas a fuera.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Bofetada

Horacio Quiroga


Cuento


Acosta, mayordomo del Meteoro, que remontaba el Alto Paraná cada quince días, sabía bien una cosa, y es ésta: que nada hay más rápido, ni aun la corriente del mismo río, que la explosión que desata una damajuana de caña lanzada sobre un obraje. Su aventura con Korner, pues, pudo finalizar en un terreno harto conocido de él.

Por regla absoluta —con una sola excepción— que es ley en el Alto Paraná, en los obrajes no se permite caña. Ni los almacenes la venden, ni se tolera una sola botella, sea cual fuera su origen. En los obrajes hay resentimientos y amarguras que no conviene traer a la memoria de los mensús. Cien gramos de alcohol por cabeza, concluirían en dos horas con el obraje más militarizado.

A Acosta no le convenía una explosión de esta magnitud, y por esto su ingenio se ejercitaba en pequeños contrabandos, copas despachadas a los mensús en el mismo vapor, a la salida de cada puerto. El capitán lo sabía, y con él el pasaje entero, formado casi exclusivamente por dueños y mayordomos de obraje. Pero como el astuto correntino no pasaba de prudentes dosis, todo iba a pedir de boca.

Ahora bien, quiso la desgracia un día que a instancias de la bullanguera tropa de peones, Acosta sintiera relajarse un poco la rigidez de su prudencia. El resultado fue un regocijo entre los mensús tan profundo, que se desencadenó una vertiginosa danza de baúles y guitarras que volaban por el aire.

El escándalo era serio. Bajaron el capitán y casi todos los pasajeros, siendo menester una nueva danza, pero esta vez de rebenque, sobre las cabezas más locas. El proceder es habitual, y el capitán tenía el golpe rápido y duro. La tempestad cesó enseguida. Esto no obstante, se hizo atar de pie contra el palo mayor a un mensú más levantisco que los demás, y todo volvió a su norma.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tic... Tac...

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

Arturo de Miracielos (un joven muy hermoso, pero que a juzgar por su conducta, no tenía casa ni hogar) consiguió cierta noche, a fuerza de ruegos, quedarse a dormir en las habitaciones de una amiga suya, no menos hermosa que él, llamada Matilde Entrambasaguas, que hacía estas y otras caridades a espaldas de su marido, demostrando con ello que el pobre señor tenía algo de fiera…

Mas he aquí que dicha noche, a eso de la una, oyéronse fuertes golpes en la única puerta que daba acceso al departamento de Matilde, acompañados de un vocejón espantoso, que gritaba:

—¡Abra V., señora!

—¡Mi marido!… —balbuceó la pobre mujer.

—¡Don José! (tartamudeó Arturo). —¿Pues no me dijiste que nunca venía por aquí?

—¡Ay! No es lo peor que venga… (añadió a hospitalaria beldad), sino que es tan mal pensado, que no habrá manera de hacerle creer que estás aquí inocentemente.

—¡Pues mira, hija, sálvame! (replicó Arturo). —Lo primero es lo primero.

—¡Abre, cordera! —prosiguió gritando don José, a quien el portero había notificado que la señora daba aquella noche posada a un peregrino.

(El apellido de D. José no consta en los autos: sólo se sabe que no era hermoso.)

—¡Métete ahí! —le dijo Matilde a Arturo, señalándole uno de aquellos antiguos relojes de pared, de larguísima péndola, que parecían ataúdes puestos de pie derecho.

—¡Abre, paloma! —bramaba entretanto el marido, procurando derribar la puerta.

—¡Jesús, hombre!… (gritó la mujer): ¡qué prisa traes! Déjame siquiera coger la bata…

A todo esto Arturo se había metido en la caja del reloj, como Dios le dio a entender, o sea reduciéndose a la mitad de su volumen ordinario.


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2 págs. / 5 minutos / 193 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Pista de los Dientes de Oro

Roberto Arlt


Cuento


Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.

Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.

Esto ocurre a las once de la noche.

A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.

A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.


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8 págs. / 15 minutos / 588 visitas.

Publicado el 20 de junio de 2018 por Edu Robsy.

El Refugio

Manuel Chaves Nogales


Cuento


Como los chicos corrían más llegaron antes al refugio. Aquello de esconderse de los aviones no pasaba de ser para ellos un juego divertido. El padre y le madre tanto ajetreo. Aquello era insoportable. ¿Cuántas veces el día tenían que abandonar sus quehaceres para ir a meterse en los sótanos del caserón designado como refugio para los vecinos de aquel viejo rincón de Bilbao? Le vida se les hacía imposible. Los aviones bombardeaban la villa de hora en hora y en ocasiones los cuatro toques de sirena que anunciaban el cese del peligro eran seguidos de una nueva señal de alarma porque otra escuadrilla venía a relevar a la que en aquellos momentos se alejaba después de derramar su carga mortífera sobre las viviendas hacinadas de los barrios populosos en cuyas entrañas se apiñaba estremecida una abigarrada muchedumbre que no obstante las rigurosas órdenes dictadas para que se guardase silencio en los refugios promovía una algarabía formidable, un espantoso guirigay en el que se destacaban los llantos desgarrados de los nidos, las voces broncas de los padres agrupando a su prole y los gritos histéricos de las mujeres que clamaban a todos los santos de la corte celestial contra aquel castigo que les llovía del cielo.


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10 págs. / 18 minutos / 66 visitas.

Publicado el 9 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.

El Famoso Cohete

Oscar Wilde


Cuento


El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general. Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.

Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesita iba acostada entre las alas del cisne. Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre. Era tan pálida que al pasar por las calles quedábanse admiradas las gentes.

—Parece una rosa blanca —decían. Y le echaban flores desde los balcones.

A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía unos ojos violeta y soñadores y sus cabellos eran como oro fino. Al verla hincó una rodilla en tierra y besó su mano.

—Su retrato era bello —murmuró—, pero usted es más bella que su retrato —y la princesita se ruborizó.

—Hace un momento parecía una rosa blanca —dijo un pajecillo a su vecino—, pero ahora parece una rosa roja.

Y toda la Corte se quedó extasiada.

Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:

—¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!

Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.

Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.


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Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Aprendiz de Brujo

Roberto Arlt


Cuento


Eran cuatro sillones en uno de los puentes de la proa del María Eugenia, y en torno de la mesa de mimbre nos reuníamos los cuatro y a veces cinco camaradas de mesa. El océano deslizaba continuamente las millas de sus abismos amargos contra el casco de la nave, y una vez uno y una vez otro contábamos una historia testificada por verdadera. Ahora le tocó el turno a Borodin, quien preguntó:

—¿Alguien conoce los Tantras del Zivagama?

Nos quedamos mirándole en silencio. Borodin continuó:

—¿Alguno de ustedes se ha dedicado alguna vez a las prácticas de la magia negra?

Proseguimos mirándole en silencio. Él insistió:

—¿Cree alguno de ustedes en las posibilidades de la magia negra?

Ernestina Carbajal sonrió un poco escéptica:

—¿Existe hoy en alguna parte del mundo un civilizado que crea en la magia negra o blanca?

Entonces Borodin, con esa encantadora naturalidad que le era muy útil para ganar al poker y perder al bridge, respondió:

—Yo creo en la magia negra. Yo practiqué la magia negra.

El efecto estaba causado y, Borodin, después de un minuto de silencio, mediante el cual nos permitió concentrar las nubes de nuestra imaginación dispersa, entró en el relato de su experiencia:


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7 págs. / 13 minutos / 294 visitas.

Publicado el 11 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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