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La Negra

Juan José Morosoli


Cuento


Todas las adolescentes —varones no nacieron del matrimonio— morían tísicas en las grandes camas llenas de cortinas y brocados, vestidas con ropas de blancos desvaídos y puntillas color marfil que parecían enfermas como ellas. Según las gentes, cosas y ropas estaban contagiadas del mal terrible.

La amplia sala de los lejanos saraos se abría con frecuencia para los velatorios. Tras la ancha puerta de medio punto, que limitaba la sala con las piezas de labor, cerrada herméticamente, el ataúd blanco con moños celestes como para unos esponsales, aparecía como levantado por una marea de flores. También blancas las flores como el ataúd y el rostro de la muerta.

Aquellas muertes vaciaban de flores los patios del pueblo.

Criadas con túnicas duras de almidón, cruzaban las calles rumbo a la casa señalada por la muerte.

Magnolias y jazmines con su olor caliente, dejaban por días su perfume de boda con la muerte, dulce y sin sangre, por los rincones y los terciopelos profundos.


* * *


Se salvó la niña Angela —la menor de la familia— por los pechos de la negra Alcira que daba a luz todos los años, destetando un hijo para ponerle el pezón en la boca al otro recién nacido.

Angela compartió con cuatro negritos la leche de aquella mujer de pechos inexhaustos.

Cuando nació María Celeste —el quinto hijo de la amamantadora— Angela terminó la lactancia.

Fue entonces que Alcira anunció que María Celeste sería de la niña Angela. Aquel regalo resucitaba la abolida costumbre de la colonia —cuando "los esclavos se podían dar, regalar y vender"— y los esclavitos negros eran los juguetes vivos de los "niños" hasta que dejaban de ser niños.


* * *


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Publicado el 23 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Un Soldado

Juan José Morosoli


Cuento


Almeida cerraba definitivamente el boliche. Por eso había invitado a comer a aquellos hombres. Amigos, lo que se llama amigos no tenía. Seguramente por aquello que repetía frecuentemente:

—Mi único amigo es el mostrador porque es el único que me da... El amigo pobre, pide... y el rico no da ni presta.

Ahora estaba gordo y se acordaba de los flacos.

Uno de los invitados era Tertuliano. Tampoco éste tenía amigos. Y no los tenía porque no los necesitaba. Se acompañaba solo, como buen

cantor. Era soldado y cuando estaba "franco" iba a lo de Almeida a tomar tres o cuatro cañas. Algunas veces se quedaba horas allí, ayudándole a sacar grelos a las papas almacenadas, llamadas antes de tiempo por la temperatura tibia y húmeda, o paleaba maíz para que no se calentara en las estibas.

Otro de los invitados era Antonio Fretes, pariente de Almeida, que le visitaba cada cuatro o cinco meses y alojaba allí por días.

Fretes era contrabandista. Se daba buena vida y el mismo Almeida participaba de su generosidad. Fretes no pagaba pensión, pero mandaba echar vino del mejor, hacía abrir latas de sardinas o traía del matadero achuras y "vacaraises" de tres o cuatro lunas, que guisados por él mismo se deshacían en la boca.

El otro invitado, Toledo, era el chacrero que proveía a Almeida de zapallos, boniatos, papas y maíz, pues "los frutos del país y la compra de sueldos eran la especialidad de la casa" de éste.

Toledo se había acercado a la fiesta trayendo un lechón asado que ahora estaba allí, sobre la mesa, tironeando de la nariz a los presentes con su color dorado y el olor de su adobe.


* * *


—Yo —decía Almeida—, estoy contento de mi marcha y de ser como soy... Con este boliche mugriento me he llenado de plata...

Había empezado comprando sueldos de seis pesos a los viejos de la pensión, y "ahora compraba de trescientos a muchos grandes"...


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Publicado el 21 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Soledad

Juan José Morosoli


Cuento


Domínguez llegaba recién de las lagunas cortadas, con la ración para el caballo. Era su única tarea. Iba allá todos los días a recoger gramilla de superficie, y hojas de parietaria de los troncos podridos de los sauces, para darle a su viejo caballo. Era éste un animal sin dientes, bichoco y con los ojos opacos de nubes lechosas. Pero era también la única cosa viva que tenía Domínguez, para ocuparse de algo en la vida. Después de alimentarse él, no tenía nada, absolutamente nada de qué ocuparse. Estas hierbas que Domínguez traía a su caballo, eran el único alimento que el pobre animal podía comer. Enflaquecía a ojos vistas y era seguro que no salvaría con vida el invierno que comenzaba.

Ahora que había terminado con la tarea de racionar el caballo, Domínguez acercó la silla petisa, de asiento de cuero de vaca, hasta las tunas, se sentó y empezó el mate dulce. Era el desayuno.

Pero no tenía azúcar. Hacía dos días que desayunaba, almorzaba y cenaba con mate dulce y el azúcar se había terminado.

Pensó si iría a lo de un sobrino que tenía del otro lado del pueblo a procurarse algún alimento.

No tenía deseos de ir, porque el sobrino, junto con algún trozo de carne, gustaba darle consejos. Siempre le decía que parecía mentira que siendo tan viejo no hubiera aprendido a vivir. Y Domínguez se tenía "que olvidar sus canas y sujetarse las manos para que no se le estrellaran en los cachetes del mocoso".

Sí. No deseaba ir. Pero dos días sin comer ablandan el cogote... Tal vez podía pedir fiado en el boliche nuevo. Pero a lo mejor el bolichero nuevo estaba avisado por los bolicheros viejos ... a los que Domínguez tenía "marcados y contramarcados". Y no es que fuera mal pagador. Lo que pasaba es que la pensión era muy chica. Y que cuando él cobraba se olvidaba que debía y se iba a comprar al centro con la plata en la mano.


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Publicado el 20 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Canteros

Juan José Morosoli


Cuento


Aún no había aclarado cuando se sintió una explosión. Algunos obreros de la cantera grande, de ésos que duermen una hora menos con tal de tomar mate tranquilos, comentaban:

—¡Ya están los locos meta y ponga! Hoy le ganaron al sol...

"Los locos" eran tres. Rosi, Arboleya y Fagina.

El dueño de la cantera era Rosi, pero se podía decir que era de los tres. La caliza que sacaban de allí la vendían a la "Sociedad Anónima", y el dinero que recibían lo gastaban los tres. Allí no había ni mío ni tuyo.

Ellos perforaban el banco, cargaban los barrenos, los hacían explotar, picaban y repicaban la piedra. Después se la entregaban a "la Anónima", cobraban y asunto terminado.

Eran tres hombres que valían por diez.

Eso sí, cuando les daba por no trabajar lo mismo estaban cinco que diez días, dándose buena vida, hasta que se gastaban la plata.


* * *


Arboleya era un maestro en el arte de abrir una cantera y llevarla a corte parejo como si fuera un queso, con el piso "sin tumultos", que parecía de un salón de baile. Llevar una cantera sin que se aterre, interpretando los nudos —¡la piedra es como la madera, amigo!— no contrariándola, buscándole las vetas que corren, evitando las bochas duras, como si fuera un río cuerpeando islas, no es para cualquiera.

Claro que la cantera de ellos era sin fin. De una caliza noble, ni muy blanda ni muy seca. Fácil de cocer. Tan fácil que anunciaba el punto de cochura pues se empezaba a poner color leche cuando estaba a punto.

Cuando "la Anónima" compró todos los yacimientos de la zona, Rosi se negó a vender su pedazo. Le ofrecieron "un carro de oro" pero no quiso desprenderse de su cerrito.

—Me hago de plata pero quedo bajo patrón... Más, un patrón al que usted no le ve la cara... Las anónimas, mire, tienen eso: usted los sufre pero no los ve... Son como las enfermedades...


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Publicado el 20 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Una Virgen

Juan José Morosoli


Cuento


Las tres tías, solteras y viejas, tejían. Celia bordaba o leía la "Historia Sagrada". Ellas iban siguiendo la marcha de la tarde hacia los cerros. Lentamente acercaban las sillas hasta el ventanal enfrentado al poniente. La casa daba al callejón de la iglesia que era una vía muerta.

Veían regresar los niños del colegio. Al rato cruzaban los soldados que iban a hacer la guardia nocturna a la cárcel. Después la campana alta llamaba a novena. Las ondas sonoras iban a perderse en el campo, desde donde regresaban las palomas de los mechinales de la torre. La

torre cambiaba con el campo sonidos por palomas.

Instantes después salían las cuatro para la iglesia. Era la hora de la novena.


* * *


Un día las tías resolvieron que Celia fuera a los bailes del club. Tenía ésta veinticinco años. Vestida de largo con el talle alto, su cuerpo de campanilla escolar, frente a los pesados cortinados de pana morada, parecía suspendido desde arriba.

Fue una noche para ella sola. Las otras mujeres vieron cómo los hombres se la disputaban en cada vals. Bailó hasta el amanecer; en cada danza un compañero distinto.

Cuando regresó a la casona familiar cubierta de jazmines en flor, las tías esperaban el regreso prontas para la misa del alba, negras de capas y rosarios.

Caminaban ya las cuatro hacia la iglesia. Las tres mujeres escoltaban a la joven. Como tres escarabajos, empujando un pétalo de azahar.

A los pocos días entró en "Las Hijas de María".


* * *


De su niñez guardaba un recuerdo de muñecas y el ruido de una puerta al cerrarse.

Fue aquella puerta la que la alejó por siempre de los hombres. De la madre muerta cuando ella tenía diez años, recordaba las manos. Era un recuerdo que estaba junto con el otro, el de la puerta.


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Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

El Cumpleaños

Juan José Morosoli


Cuento


Arce, el dueño de la fiesta, era un hombre "bárbaro para la plata". Todo el año explotaba a aquellos pobres infelices que le vendían huesos, papeles, botellas y chatarra. Todo el año, menos el día de su cumpleaños. Ese día los convidaba a comer y tomar y se conmovía por cualquier cosa. Una fraternidad y una generosidad sin límites lo desbordaba. Era un día en que se sentía bueno y le tenía lástima a todo el mundo.

Ya habían dado cuenta —él y los miserables proveedores de su negocio— de dos botellas de caña y habían acercado el cordero a las brasas, cuando llegaron con la noticia: Juancito, el hijo de Doña Rosa la lavandera, que vivía del otro lado del cerco de tunas, había muerto.

La noticia los llenó de tristeza. El niño era amigo de todos ellos. Siempre andaba por allí y los días de la celebración del cumpleaños de Arce, solía quedarse largo rato, hasta que éste le regalaba un buen pedazo de asado.

Eran momentos en que algo angélico les ponía discreción en lo que decían, obligándoles a medir las palabras, para no herir la inocencia del niño. Se sentían todos ellos un poco padres de él.


* * *


Un silencio largo les alejó de la fiesta, hasta que el ciego dejó caer estas palabras:

—Mire usted, tantos que estamos de más en el mundo, y muere este angelito...

Arce se paró entonces y dijo:

—Vamos a dejar la fiesta por un rato. Tenemos que acompañar a la madre...

Ordenó después a Luis Pedro que cortara un costillarcito con riñón y todo y se lo llevara a doña Rosa.

Luis Pedro cortó la carne, desparramó las brasas, levantó el resto del asado que quedaba, lo guardó en el galpón, y luego partieron todos para el velorio.


* * *


Aldama, que según don Pedro Correa "estaba medio borracho desde el año que salió el cometa", trataba de consolar a la madre:


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Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

El Retobador

Juan José Morosoli


Cuento


Menchaca vivía en un rancho de mojinete sillón con la crimera de paja despareja y erizada. A pocos pasos del rancho crecía un tunal de higos chumbos, al que los muchachos arrojaban desde la calle trozos de lata y vidrio. Con sol fuerte, latas y vidrios hacían cerrar los ojos con su juego de reflejos. El desorden de tunas terminaba en un cerco de cina cina. Cicutas e hinojos crecían entre un osario de cabezas de vaca.

Se le veía dos veces por semana. Era cuando iba al mercado seguido por su perro, un "pelado" lleno de costras, con algunos pelos sobre los ojos pitañosos y en el tronco de la cola. Del mercado volvía con una cabeza de vaca, sin sesos y sin lengua, donde los ojos parecían escapar de la corteza rojiza, y los dientes de la carretilla parecían adelantarse en un avance de voracidad grotesca. La marcha del hombre con su carga, su perro lento y los ojos aquellos de la vaca, que no parecían estar muertos sino muriendo, daban al grupo una espantosa apariencia de vida y muerte, unidas y fraternas.

Después el rancho agresivo y triste, los guardaba como la vaina gusanera guarda al gusano.


* * *


Menchaca no tenía amigos, ni a su rancho llegaban vendedores de cosa alguna. La excepción era Melgarejo que llegaba alguna vez, para salir luego a comprar yerba o galleta. O cuando iba a llevarle perros para sacrificar.

Entonces entraba conduciendo el perro por la parte de atrás del rancho, donde nacía un zanjón que iba a morir en la culata del cementerio, entre las tablas medio podridas de los cajones que dejaban las "reducciones" y el orín de las coronas de lata y alambres.

Tenía Melgarejo una manera especial de amansar perros. Aun aquéllos más acobardados por el hombre, "de ésos que ven venir un cristiano y cambian de rumbo", le seguían luego de dos o tres encuentros, cabrestiando tras un simple piolín de remontar cometas.


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Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

El Viudo

Juan José Morosoli


Cuento


Al terminar un surco e iniciar otro, enfrentando al naciente, Arbelo miraba con insistencia hacia el rancho. Primero veía un borrón empujado por la luz lechosa del amanecer. Después el chiquero de los cerdos y los árboles que parecían sin tronco. Hasta que al fin veía venir los hijos, tomados de la mano. El menor, Laurencito, balanceándose entre los terrones para no caer. Eran varones pero vestían polleras, como si fueran niñas. Entonces Arbelo clavaba la reja en la tierra, y les salía al encuentro.


* * *


Se levantaba a las cuatro. Ordeñaba las vacas, uñía los bueyes y partía. Los niños se levantaban al amanecer. El mayor, de siete años, vestía al hermano que apenas contaba tres, y salían al encuentro del padre.

Ya en el rancho los tres, Arbelo encendía el fogón, hervía la leche y desayunaban. Luego partían hacia el campo.


* * *


De regreso al campo otra vez, los niños quedaban bajo un árbol, callados, mirando el ir y venir de los bueyes. A veces se entretenían buscando alguna piedra, o ensartaban "trompitos" de eucaliptus en un alambre. Arbelo sentía al verlos una tristeza profunda. Siempre estaba triste Arbelo, porque los niños estaban callados, el rancho estaba sin humo y en el jardincillo se iban muriendo las plantas. Las manchas rojas de los malvones que al amanecer venían corriendo sobre la tierra negra mientras él araba, ya no se veían más.

El campo hacía tiempo que era muy distinto.


* * *


Después que desuñía los bueyes tenía que cocinar y fregar. Y luego lavar su propia ropa y la de los hijos. Cuando terminaba la tarea se acostaba un rato. Y vuelta a enyugar y después desuñir y hacer la cena y fregar y acostar a los niños.

Y ellos callados, mirándole, siguiendo con los ojos sus pasos por el rancho.


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Publicado el 17 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Un Huérfano

Juan José Morosoli


Cuento


Aparicio arrojó sobre el cajón un puñado de terrones. Los acompañantes hicieron lo mismo. Después colocó sobre la tierra que cubría la fosa un ramo de cedrón e hinojo. Aquél no era pago de flores. Isidro —el tío— dijo entonces:

—Bueno, sobrino, vamos.

El grupo inició el regreso.

En la portera del camposanto los hombres fueron despidiéndose, montaron y llenaron el valle de galopes.


* * *


Aparicio e Isidro tomaron el callejón.

Iban callados, sin nada que decirse. Habrían andado veinte cuadras cuando habló Isidro:

—Ahora que te faltó ella, vamo a visitarnos seguido...

—Pues...

La finada era una mujer de mal genio, mandona, "capaz de ponerle la pata a un hormiguero". Si la familia de Isidro —que era hermano de ella— estaba distanciada, si no llegaban vecinos a la casa, la culpa era de ella. Siempre fue así. Porque el pobre finado Juan —el marido— "fue un para escuchar nomás".

Enfrentaban la estancia cuando Isidro volvió a hablar:

—¿No querés seguir conmigo?

—No señor, gracias...

—La casa te va a resultar grande... solo y güérfano...

Solo y huérfano. Lo dijo sin pizca de ironía. La verdad era que Aparicio con sus treinta años y sus cien kilos era un huérfano...


* * *


La pieza, con aquella cama enorme, parecía más grande. En el muro frontero medían la soledad tres cuadros pequeños: uno con la marca de la estancia, un Jesucristo de manto celeste con un corazón rasgado como una granada, goteando sangre, y un retrato del finado, cara fina, pera en punta y un quepis militar medio cuadrado.


* * *


Ganas de llorar no tenía Aparicio. Sentía que estaba solo, como desprendido de algo protector. Como cortado de una raíz.

Sin embargo podía hacer cualquier cosa.

El —y nadie más que él— tenía que resolver lo que deseaba hacer.


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Publicado el 9 de abril de 2025 por Edu Robsy.

La Cuña

Juan José Morosoli


Cuento


El abuelo Toledo quedó descontento con la noticia del casamiento de la nieta con Rondán. Muy descontento.

—¿Pero no es bueno Rondán? —pregunta Juan, el hermano de la novia.

—Matar no ha matao a nadie...

Esta no es contestación de dar un viejo a quien se va a consultar por obligación, pues entre los canarios, esto de consultar al más anciano del apellido, en casos como éste es tradicional. Si el consultado da su bendición, la nueva sangre que entra en la familia es sangre que manda Dios. Si desaprueba, la familia queda menos obligada con la pareja. La solidaridad de la sangre se debilita.

Juan, disgustado por la contestación del viejo, responde:

—Mire que Rondán es resuelto y de ojo largo...

—Es. Si hay un ñudo no desata, corta...

Admite Juan que Rondán es medio atropellado. Pero es hombre de tranco largo, sacador de pecho. De cabeza levantada.

—La oveja de cabeza más alta es la más flaca...

No puede Juan explicarle al abuelo que lo que más le gusta de Rondán es que es hombre de boca pronta, avasallador. Justo al revés de ellos, que siempre están mirando la tierra, domados por treinta años de renta juntada a lomo.

Los Toledo son hombres de buey y melga. Del pueblo conocen la casa del propietario de la tierra, la iglesia y el cementerio.

Allí están las chacras como hace treinta años, porque ellos son gente quieta, echadora de raíces. El pago está cundido de ranchos. Cada uno de éstos centra un pedazo de treinta cuadras. Cinco apellidos cruzados componen la población, que es una familia larga al fin. Es toda gente mansa, manejada por la lluvia y la seca. En sus fiestas podrá haber indigestiones, pero peleas no hay...


* * *


Rondán ha sido siempre hombre de caballo, monte y frontera. Cuando se pone a contar sus andanzas, los Toledo mozos se sienten absorbidos por el relato.


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Publicado el 6 de abril de 2025 por Edu Robsy.

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