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Los Quiebra-prisiones

Edgar Wallace


Cuento


Fue el tipo de incidente que podía esperarse que ocurriese en el Servicio de Información, y puede referirse en pocas palabras.

Alexander Barnes, que gozaba de moderada fama como hombre de mundo, regular asistente a los estrenos teatrales y figura familiar en determinados círculos sociales, fue arrestado bajo acusación de disparar voluntariamente contra Cristóbal P. Supello. Con él fue también acusado un americano que dio el nombre de «Jones».

Los hechos declarados como probados en el sumario pueden resumirse así:

Barnes y Jones habían estado cenando en el Atheneum Imperial y después se fueron paseando hasta Pall Mall. Pocos minutos después el policía que prestaba servicio en el extremo que desemboca en la plaza de Waterloo oyó tres tiros disparados en rápida sucesión. Las detonaciones venían de la dirección de la estatua del Duque de York, y el agente corrió hacia el sonido, uniéndosele otros dos policías procedentes del extremo opuesto de la calle. Supello yacía muerto en el suelo. Alcanzaron a Barnes y a Jones en lo alto de las escaleras que descienden desde el Duque de York hasta el parque de San Jaime, y los prendieron sin dificultad.


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15 págs. / 26 minutos / 60 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Burlado

Jack London


Cuento


Aquél era el final. Subienkow había recorrido un largo camino de amargura y horrores, guiado, como una paloma, por el instinto que lo llevaba hacia las capitales de Europa, y allí, en el punto más lejano, en la América rusa, el sendero acababa. Estaba sentado en la nieve con los brazos atados a la espalda, esperando la tortura. Miró con curiosidad al enorme cosaco que, tendido de bruces sobre la nieve, gemía de dolor frente a él. Los hombres habían acabado con el gigante y se lo habían entregado a las mujeres. Sus gritos atestiguaban que ellas habían excedido en crueldad a los varones.

Subienkow miró y se estremeció. No temía a la muerte. En el largo camino de Varsovia a Nulato había arriesgado la vida demasiadas veces para temerle ahora al simple hecho de morir. Lo que sí le asustaba era la tortura. Era una afrenta a su espíritu. Una afrenta, no por el dolor que tuviera que soportar, sino por el triste espectáculo que le haría ofrecer ese dolor. Sabía que rogaría, que suplicaría, que imploraría como lo habían hecho el Gran Iván y los que le habían precedido. Y eso le repugnaba. Con valor y serenidad, con una sonrisa y una chanza… así había que morir. Pero perder el control, dejar que el dolor de la carne afectara su espíritu, chillar y escandalizar como un simio, rebajarse a la categoría de bestia… eso era lo terrible.


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15 págs. / 26 minutos / 128 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Gran Inquisidor

Fiódor Mijáilovich Dostoyevski


Cuento


Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: "No tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe". Tales fueron sus palabras al desaparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto "¡Señor, dignáos, aparecérosnos!", que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra.

Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.

No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, "como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente". No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.

Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.


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15 págs. / 26 minutos / 634 visitas.

Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Viaje

Edith Wharton


Cuento


Acostada en su litera, con la mirada prendida en las sombras que se cernían sobre su cabeza, el apremiante ritmo de las ruedas persistía en su cerebro sumiéndola en círculos cada vez más profundos de desvelada lucidez. El coche cama había sucumbido al silencio nocturno. A través de los húmedos cristales de las ventanas contemplaba las luces fugaces, los largos jirones de presurosa oscuridad. De vez en cuando giraba la cabeza y miraba entre las rendijas de las cortinas de su marido, al otro lado del pasillo…


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15 págs. / 26 minutos / 253 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Huésped de Drácula

Bram Stoker


Cuento


Cuando iniciamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el aire estaba repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el mismo momento en que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d’hôtel del Quatre Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el sombrero y, tras desearme un placentero paseo, le dijo al cochero, sin apartar la mano de la manija de la puerta del coche:

—No olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece claro, pero se nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede haber una tormenta en cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se retrasará —sonrió—, pues ya sabe qué noche es.

Johann le contestó con un enfático:

—Ja, mein Herr.

Y, llevándose la mano al sombrero, se dio prisa en partir.

Cuando hubimos salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:

—Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?

Se persignó al tiempo que contestaba lacónicamente:

—Walpurgis Nacht.


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15 págs. / 26 minutos / 420 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Para Leer al Atardecer

Charles Dickens


Cuento


Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.

Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.

Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos, que era alemán Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento, fumándome, mi cigarro, como ellos, y también como ellos con templando la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasa dos iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría región

Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue absorbido; la montaña, se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy os curo; se levantó el viento y el aire se volvió terrible mente frío. Los cinco correos se abotonaron lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné el mío.

La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo no había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había separado del caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el rostro de cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes de que el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares que se había conseguido nunca en un país.


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15 págs. / 26 minutos / 211 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Vestidos Nuevos

Katherine Mansfield


Cuento


Sentadas ante la mesa del comedor, la señora Carsfield y su madre daban los últimos toques a los vestidos de casimir verde que las dos señoritas Carsfield estrenarían al día siguiente, para ir a la iglesia, con el complemento de unos cinturones verde manzana y sendos sombreros de paja con cintas colgantes. La señora Carsfield había puesto toda el alma en ellos y como aquella noche Henry volvería tarde, porque había ido a una reunión de la Liga Política, su madre y ella podían disponer a sus anchas del comedor y, como decían, tenerlo todo revuelto sin molestar a nadie. El tapete rojo había sido retirado de la mesa, y en ella habían instalado la máquina de coser, su regalo de bodas, un cesto de costura obscuro, el género y algunas revistas de modas con hojas arrancadas. La señora Carsfield hacía que la máquina fuera despacio, para que el hilo verde no se rompiera; conservaba la vaga esperanza de hacerlo durar más, si lo empleaba poco a poco. Y la anciana, sentada en una mecedora, la falda recogida y los pies abrigados con zapatillas de fieltro, posados sobre un cojín, iba anudando los hilos rotos de la máquina y cosía una tira de encaje en los puños y cuello de un vestido. Cuando la llama del gas oscilaba y disminuía, la anciana levantaba la vista para mirar al mechero.

—Debe de haber agua en la tubería, Anne —dijo. Y tras breve pausa insistió de nuevo—: Anne, tiene que haber agua en la tubería.

Otro silencio seguido de una verdadera explosión de energía.

—Sí, eso es, estoy segura.

Anne, ante la máquina, frunció el ceño. «Me ataca los nervios —pensó—, esa manía de repetir tanto las cosas. Y siempre cuando no hay posibilidad humana de evitarlo. Sin duda es cosa de la edad, pero resulta molestísimo.» Luego en voz alta:


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Sentimental

Charles Dickens


Cuento


La señorita Crumpton, o, para citar con toda autoridad a la inscripción que aparecía en la verja del jardín del «Minerva House», en Hammersmith, «Las señoritas Crumpton», eran dos personas de una estatura fuera de lo común, particularmente delgadas y excesivamente flacas; tiesas como un palo y de color apergaminado.

La señorita Amelia Crumpton contaba treinta y ocho años y la señorita María Crumpton admitía tener cuarenta, confesión que era perfectamente innecesaria por cuanto era evidente que por lo menos tenía cincuenta. Vestían de la manera más interesante —como si fueran mellizas—; tenían un aire tan feliz y satisfecho como un par de clavelones a punto de echar grano. Eran muy precisas, tenían las ideas más estrictas posibles respecto de la propiedad, usaban peluca y siempre despedían un fuerte olor a lavanda.

«Minerva House» —«La Casa de Minerva», diosa de la Sabiduría— dirigida bajo los auspicios de las dos hermanas, era un establecimiento dedicado a completar la educación de jóvenes señoritas, donde una veintena de muchachas, cuya edad oscilaba entre los quince y los diecinueve abriles, adquirían un conocimiento superficial de todo y un verdadero conocimiento de nada: enseñanza de los idiomas francés e italiano; lecciones de baile dos veces por semana y otras cosas convenientes para la vida. Era un edificio todo blanco, un poco apartado del camino, cercado por una valla. Las ventanas de los dormitorios estaban siempre entreabiertas para que, a vista de pájaro, pudieran admirarse las numerosas camas de hierro y unos muebles tapizados de blanquísima cotonada, e imprimir así en el transeúnte el debido sentido de la fastuosidad del establecimiento.


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Publicado el 9 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Engaño del Globo

Edgar Allan Poe


Cuento


¡Asombrosas noticias por expreso, vía Norfolk! ¡Travesía del Atlántico en tres días! ¡Extraordinario triunfo de la máquina volante del señor Monck Mason!
¡Llegada a la isla Sullivan, cerca de Charleston, Carolina del Sur, del señor Mason, el señor Robert Holland, el señor Henson, el señor Harrison Ainsworth y otros cuatro pasajeros, a bordo del globo dirigible Victoria, luego de 75 horas de viaje de costa a costa! ¡Todos los detalles del vuelo!

El siguiente jeux d'esprit, con los titulares que preceden en enormes caracteres, abundantemente separados por signos de admiración, fue publicado por primera vez en el New York Sun, con intención de proporcionar alimento indigesto a los quidnuncs durante las pocas horas entre los dos correos de Charleston. La conmoción producida y el arrebato del "único diario que traía las noticias" fue más allá de lo prodigioso; y, para decir la verdad, si el Victoria "no" efectuó el viaje reseñado (como aseguran algunos), difícil sería encontrar razones que le hubiesen impedido llevarlo a cabo.

E.A.P.


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Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Caso Chopham

Edgar Wallace


Cuento


Los jurisconsultos que escriben libros no gozan, generalmente, de nombre favorable entre sus colegas; pero Archibald Lenton, el más brillante de los abogados penalistas, era una excepción. Llevaba un registro de jurisprudencia y publicaba extractos de vez en cuando. No llegó a publicar sus teorías sobre el caso Chopham, aunque creo que formuló una. A continuación expongo su intervención en el caso, así como la verdad sobre Alphonse o Alfonso Ribera.

Este último tenía un don especial para las mujeres, sobre todo aquellas que no se habían graduado en la mundana escuela de la experiencia. Decía ser español, si bien su pasaporte había sido expedido por una república sudamericana. A veces presentaba tarjetas de visita en las que figuraba la inscripción «Marqués de Ribera», pero esto sólo lo hacía en ocasiones muy especiales.

Era joven, de tez olivácea y facciones impecables, y al sonreír mostraba dos hileras de dientes deslumbrantemente blancos. Consideraba conveniente cambiar su aspecto alguna que otra vez. Por ejemplo: cuando era un compañero de baile por alquiler, agregado al personal de un hotel egipcio, llevaba unas pequeñas patillas que, curiosamente, acentuaban su juventud; en el casino de Enghien, donde por algún medio había conseguido el puesto de crupier, lucía un pequeño bigote negro. Ciertos espectadores de sus numerosas aventuras, serios, sobrios y faltos de imaginación, se asombraban irritadamente de que las mujeres le dirigieran la palabra, pero bien es verdad que es extremadamente difícil para cualquier hombre, incluso un hombre sin imaginación, descubrir cualidades atractivas en los amantes con éxito.


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14 págs. / 26 minutos / 97 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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