Semejante a todos los mesones de madera plantados en los Altos Alpes,
al pie de los ventisqueros, en esos callejones pedregosos y desnudos
que cortan los blancos picachos de las montañas, el refugio de
Schwarenbach ampara a los viajeros que siguen el paso del Jemmi.
Está abierto durante seis meses y lo habita la familia de Juan
Hauser; luego, en cuanto las nieves se amontonan, llenan el valle y
hacen impracticable el descenso a Loëche, las mujeres, el padre y los
tres hijos, se van dejando la casa al cuidado del viejo guía Gaspar
Hari, que allí se queda con el joven Ulrico Kunsi, y Sam, un perrazo
montañés.
Los dos hombres y el perro viven en aquella cárcel de nieve hasta que
vuelve la primavera, no teniendo ante los ojos más que la inmensa y
blanca pendiente de Balmhorn, con los picachos pálidos y brillantes que
la rodean, y encerrados, bloqueados, enterrados en la nieve que se alza
en torno suyo, y rodea, oprime, aplasta la casuca, se amontona sobre el
tejado, llega hasta las ventanas y tapia la puerta.
Es el día en que la familia Hauser regresa a Loëche, pues el invierno se acerca y el descenso empieza a ser peligroso.
Primero salen tres mulas, que los tres hijos llevan de la brida, y la
madre, Juana Hauser, y su hija Luisa, montan en otra. Las tres primeras
llevan el equipaje.
El padre sigue en compañía de los dos guardianes que han de escoltar a la familia hasta que empiece la bajada.
Contornean primero la ya helada laguna del fondo de la hoya formada
por las rocas que están frente al refugio; cruzan luego el valle, blanco
como una sábana y completamente dominado por los picos nevados.
Una lluvia de sol cae sobre ese desierto blanco, resplandeciente y
helado, iluminándolo con llama cegadora y fría; en ese océano de
montañas la vida no aparece por ninguna parte; en la desmesurada soledad
no se advierte el menor movimiento, y ningún ruido viene a turbar su
profundo silencio.
Información texto 'El Refugio'