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Terror express

Ainhoa Escarti


terror, cuento, relato, miedo


 

TERROR EXPRESS

Ainhoa Escarti


 

Juegos olvidados

 

Jugaba con los cráneos vacíos, como si se trataran de cáscaras de nuez golpeándose los unos con los otros. Hacía tiempo que había perdido el interés, ahora nada le satisfacía. Se quedaba horas mirando su colección de calaveras.

 

-       Aquellos huesos perdurarán, yo perduraré. – solía pensar.

 

Sin darse cuenta pasó siglos encerrado cual anciano anacoreta. Tanto pasó encerrado que olvidó cómo era ser humano. Todo lo que no fuera él mismo se le asemejaba a algún evento onírico que le distrajo hace ya mucho tiempo… La realidad de fuera y la de dentro se difuminaban en su niebla de tedio y siglos ya muertos. Una mañana alguien llamó a la puerta. Él escuchaba el ruido de fondo pero no sabía cómo responder, había olvidado las conductas.

 


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15 págs. / 26 minutos / 636 visitas.

Publicado el 18 de marzo de 2019 por Ainhoa Escarti.

Sombra

Edgar Allan Poe


Cuento


Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra.
(Salmo de David, XXIII)

Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.

El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.


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3 págs. / 5 minutos / 16.038 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2016 por Edu Robsy.

A Través del Espejo y lo que Alicia Encontró Allí

Lewis Carroll


Cuento


Capítulo 1. La casa del espejo

Desde luego hay una cosa de la que estamos bien seguros y es que el gatito blanco no tuvo absolutamente nada que ver con todo este enredo... fue enteramente culpa del gatito negro. En efecto, durante el último cuarto de hora, la vieja gata había sometido al minino blanco a una operación de aseo bien rigurosa (y hay que reconocer que la estuvo aguantando bastante bien); así que está bien claro que no pudo éste ocasionar el percance.

La manera en que Dina les lavaba la cara a sus mininos sucedía de la siguiente manera: primero sujetaba firmemente a la víctima con un pata y luego le pasaba la otra por toda la cara, sólo que a contrapelo, empezando por la nariz: y en este preciso momento, como antes decía, estaba dedicada a fondo al gatito blanco, que se dejaba hacer casi sin moverse y aún intentando ronronear... sin duda porque pensaba que todo aquello se lo estarían haciendo por su bien.

Pero el gatito negro ya lo había despachado Dina antes aquella tarde y así fue como ocurrió que, mientras Alicia estaba acurrucada en el rincón de una gran butacona, hablando consigo misma entre dormida y despierta, aquel minino se había estado desquitando de los sinsabores sufridos, con las delicias de una gran partida de pelota a costa del ovillo de lana que Alicia había estado intentando devanar y que ahora había rodado tanto de un lado para otro que se había deshecho todo y corría, revuelto en nudos y marañas, por toda la alfombra de la chimenea, con el gatito en medio dando carreras tras su propio rabo.


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Publicado el 13 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

No Me Cavéis una Tumba

Robert E. Howard


Cuento


El estruendo de mi anticuado aldabón, reverberando tétricamente por toda la casa, me despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Miré por la ventana. Bajo la última luz de la luna, el rostro blanquecino de mi amigo John Conrad me miraba.

—¿Puedo subir, Kirowan? —su voz era temblorosa y tensa.

—¡Por supuesto!

Salté de la cama y me puse un batín mientras le oía entrar por la puerta principal y subir las escaleras.

Un momento después lo tenía delante de mí, y bajo la luz que había encendido vi que sus manos temblaban y noté la palidez antinatural de su cara.

—El viejo John Grimlan ha muerto hace una hora —dijo bruscamente.

—¿Sí? No tenía idea de que estuviera enfermo.

—Ha sido un ataque repentino y virulento de naturaleza singular, una especie de acceso en cierto modo parecido a la epilepsia. Los últimos años había sufrido este tipo de crisis, ¿sabes?

Asentí. Algo sabía del viejo ermitaño que había vivido en la gran casa oscura en lo alto de la colina; de hecho, había sido testigo de uno de sus extraños ataques, y me horrorizaron las convulsiones, los aullidos y los gimoteos del desdichado, que se retorcía sobre el suelo como una serpiente herida, mascullando terribles maldiciones y negras blasfemias hasta que su voz se quebró en un chillido sin palabras que regó sus labios de espuma. Al ver esto, comprendí por qué la gente de épocas antiguas consideraba a semejantes víctimas como hombres poseídos por demonios.


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Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Un Expreso del Futuro

Julio Verne


Cuento


—Ande con cuidado —gritó mi guía—. ¡Hay un escalón!

Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.

¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra… No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.

—Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo —dijo mi guía—. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston… en una estación.

—¿Una estación?

—Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.

Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia.

Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto.

¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor —el coronel Pierce— estaba ahora frente a mí.


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4 págs. / 8 minutos / 2.613 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Señor y la Señora Palomo

Katherine Mansfield


Cuento


Naturalmente sabía —nadie podía saberlo mejor que él— que no tenía ni sombra de esperanza, ni la más mínima posibilidad. El simple hecho de que se atreviese a pensar en ello ya era tan descabellado que hubiese comprendido perfectamente que el padre de ella… —bueno, cualquier cosa que su padre hiciese iba a estar perfectamente justificada—. La verdad es que, a no ser por su desesperación, a no ser por el hecho que aquél era decididamente su último día en Inglaterra hasta solo Dios sabía cuándo, no se hubiera atrevido a dar aquel paso. E incluso así… Abrió un cajón de la cómoda y eligió la corbata, una corbata ajedrezada, a cuadros azules y beiges, y se sentó al borde de la cama. Suponiendo que ella respondiese: «¡Menuda impertinencia!», ¿se sentiría sorprendido? Decidió que no, que no se sentiría sorprendido lo más mínimo, y dobló el cuello de la camisa ocultando la corbata. En realidad esperaba que ella dijera algo por el estilo. Si consideraba la situación con absoluta sobriedad no veía como ella podía responder otra cosa.


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Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Relatos de un Cazador

Iván Turguéniev


Cuento


I. JERMOLAI Y LA MOLINERA

Una tarde salimos, Jermolai y yo, para cazar en "tiaga". Ignora el lector, probablemente, la significación de este término, que le voy a explicar en pocas palabras.

Un cuarto de hora antes de ponerse el sol, durante la primavera, se penetra en el bosque, sin el perro, el fusil a la espalda. Después de andar algún tiempo, el cazador se detiene junto a un claro, observa lo que alrededor ocurre y carga el arma. Rápidamente el sol declina; pero mientras dura su retiro triunfal, deja una claridad tal al bosque, los pájaros trinan con ganas y la atmósfera translúcida hace brillar la lozana hierba con nuevos reflejos de esmeralda.

Hay que aguardar... El día concluye. Grandes resplandores rojizos, que poco antes iluminaban el horizonte, vienen blandamente a tocar ahora los troncos de los árboles; luego suben, abarcan con sus fuegos el ramaje, los brotes vivaces, y al fin sólo alcanzan la extremidad de las copas y envuelven con vago velo de púrpura las últimas hojas.

Pero enseguida todo cambia, toma el cielo un color celeste pálido y matices de azul reemplazan lo rojizo en el poniente. Se impregna con el perfume de los bosques el aire más fresco, y algún aroma tibio, acariciador, sale de entre las ramas.

Después de un último canto, los pájaros se duermen, pero no todos a la vez, sino por especies: primero los pisones, después las currucas, luego otros y otros. En el bosque aumenta la oscuridad. Ya la forma de los árboles os parece indistinta y confusa.

Y en la bóveda azulada se ven apuntar sutiles chispitas; tímidamente se muestran así las estrellas.

Ahora, casi todos los pájaros están dormidos.


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Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

El Pescador y el Pez Dorado

Aleksandr Pushkin


Cuento


Érase una vez un pescador anciano que vivía con su también anciana esposa en una triste y pobre cabaña junto al mar. Durante treinta y tres años el anciano se dedicó a pescar con una red y su mujer hilaba y tejía. Eran muy pero que muy pobres.

Un día, se fue a pescar y volvió con la red llena de barro y algas.

La siguiente vez, su red se llenó de hierbas del mar. Pero la tercera vez pescó un pequeño pececito.

Pero no era un pececito normal, era dorado. De repente, el pez le dijo con voz humana:

—Anciano, devuélveme al mar, te daré lo que tú desees por caro que sea.

Asombrado, el pescador se asustó. En sus treinta y tres años de pescador, nunca un pez le había hablado. Entonces le dijo con voz cariñosa:

—¡Dios esté contigo, pececito dorado! Tus riquezas no me hacen falta, vuelve a tu mar azul y pasea libremente por la inmensidad.

Cuando volvió a casa, le contó a la anciana el milagro: que había pescado un pez dorado que hablaba y que le había ofrecido riquezas a cambio de su libertad. Pero que no fue capaz de pedirle nada y lo devolvió al mar. La anciana se enfadó y le dijo:

—¡Estás loco! ¡Desgraciado! ¿No supiste qué pedirle al pescado? ¡Dale este balde para lavar la ropa, está roto!

Así, se volvió al mar y miró. El mar estaba tranquilo aunque las pequeñas olas jugueteaban. Empezó a llamar al pez que nadó hasta su lado y con mucho respeto le dijo:

—¿Qué quieres, anciano?

—Su majestad pez, mi anciana mujer me ha regañado. No me da descanso. Ella necesita un nuevo balde porque el nuestro está roto.

El pez dorado contestó:

—No te preocupes, ve con Dios, tendrás un balde nuevo.

Volvió el pescador con su mujer y ella le gritó:

—¡Loco, desgraciado! ¡Pediste, tonto, un balde! Del balde no se puede sacar ningún beneficio. Regresa, tonto, pídele al pez una isba.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Poder de la Infancia

León Tolstói


Cuento


—¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese canalla...! ¡Que lo maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten, que lo maten...! —gritaba una multitud de hombres y mujeres, que conducía, maniatado, a un hombre alto y erguido. Éste avanzaba con paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba desprecio e ira hacia la gente que lo rodeaba.

Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las autoridades. Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.

"¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nuestras manos. Ahora lo tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, moriremos. Por lo visto, tiene que ser así", pensaba el hombre; y, encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los gritos de la multitud.

—Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros —exclamó alguien.

Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que estaban aún los cadáveres de los que el ejército había matado la víspera, la gente fue invadida por una furia salvaje.

—¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para qué llevarlo más lejos?

El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza. Parecía odiar a la muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.

—¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes y a esos canallas! Hay que acabar con ellos, en seguida, en seguida... —gritaban las mujeres.

Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.

Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó una vocecita infantil, entre las últimas filas de la multitud.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Flor del Castaño

Marqués de Sade


Cuento


Se supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus semejantes.

Una tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de castaños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.

—¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor —dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde procedía—. ¿Lo oléis, mamá…? Es un olor que conozco.

—Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.

—¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.

—Pero, señorita…

—Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle a mamá que conozco ese olor.

—Señorita —responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz—, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño…

—¿Que la flor del castaño…?

—Pues bien, señorita, que huele como cuando se j…


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1 pág. / 1 minuto / 1.162 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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