Textos más vistos etiquetados como Cuento no disponibles publicados el 14 de septiembre de 2016 | pág. 4

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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 14-09-2016


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El Último Libro

Alphonse Daudet


Cuento


«¡Ha muerto!» me dijo alguien en la escalera. Desde hacía ya unos días esperaba la lúgubre noticia. Sabía que, de un momento a otro, me la iba a encontrar en esta puerta; y, sin embargo, me sorprendió como algo inesperado. Con el corazón triste y los labios temblorosos, entré en esta humilde vivienda de hombre de letras donde el despacho ocupaba la mayor parte, donde el estudio despótico se había adueñado de todo el bienestar, de toda la claridad de la casa.

Estaba allí, tendido en una cama de hierro muy baja; y la mesa cargada de papeles, su gran caligrafía interrumpida en mitad de la página, su pluma aún de pie en el tintero, daban fe de que la muerte lo había golpeado súbitamente. Detrás de la cama, un alto armario de roble, desbordando manuscritos y papeles, se entreabría por encima de su cabeza. A su alrededor, libros, sólo libros, sólo libros: por todas partes, en las estanterías, sobre las sillas, sobre el escritorio, apilados en el suelo en los rincones, hasta al pie de la cama. Cuando escribía ahí, sentado a su mesa, este amontonamiento, estos papeles sin polvo podían agradar a la vista: se sentía la vida, el entusiasmo en el trabajo. Pero, en esta habitación de muerto, parecían algo lúgubre. Todos aquellos pobres libros, que se venían abajo por pilas, parecían dispuestos a marcharse, a perderse en la gran biblioteca del azar, dispersa por las tiendas, por los márgenes del río, por los puestos de viejo, abiertos por el viento y la ociosidad.

Acababa de besarlo y permanecía allí, de pie, mirándolo, aún impresionado por el contacto de aquella frente fría y pesada como una piedra. De repente, la puerta se abrió. Un dependiente de librería, cargado, jadeante, entró alegremente y dejó sobre la mesa un paquete de libros recién salidos de imprenta.

—Un envío de Bachelin —gritó. Luego, al ver la cama, retrocedió, se quitó la gorra y se retiró discretamente.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Instalación

Alphonse Daudet


Cuento


¡Valiente susto les he dado a los conejos! Acostumbrados a ver durante tanto tiempo cerrada la puerta del molino, las paredes y la plataforma invadidas por la hierba, creían ya extinguida la raza de los molineros, y encontrando buena la plaza, habíanla convertido en una especie de cuartel general, un centro de operaciones estratégicas, el molino de Jemmapes de los conejos. Sin exageración, lo menos veinte vi sentados alrededor de la plataforma, calentándose las patas delanteras en un rayo de luna, la noche en que llegué al molino. Al abrir una ventana, ¡zas! todo el vivac sale de estampía a esconderse en la espesura, enseñando las blancas posaderas y rabo al aire. Supongo que volverán.

Otro que también se sorprende mucho al verme, es el vecino del piso primero, un viejo búho, de siniestra catadura y rostro de pensador, el cual reside en el molino hace ya más de veinte años. Lo encontré en la cámara del sobradillo, inmóvil y erguido encima del árbol de cama, en medio del cascote y las tejas que se han desprendido. Sus redondos ojos me miraron un instante, asombrados, y, después, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y sacudió trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué diablo de pensadores, no se cepillan jamás! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada más que cualquiera otro, y no me corre prisa desahuciarlo. Conserva, como antes de habitarlo yo, toda la parte alta del molino con una entrada por el tejado; yo me reservo la planta baja, una piececita enjalbegada con cal, con la bóveda rebajada como el refectorio de un convento.

* * *

Desde ella escribo con la puerta abierta de par en par, y un sol espléndido.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Arlesiana

Alphonse Daudet


Cuento


Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los fardos y algunos haces de heno que sobresalen…

¿Por qué me había impresionado aquella casa? ¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo, y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su alrededor… Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían sin gritar… Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un cascabel de mula… De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.

Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y, para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos acababan de cargar una carreta de heno… El portón estaba abierto. Eché una mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja: «¡Chut! Es el patrón… Está así desde que ocurrió la desgracia de su hijo.»


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La Dama de Verona

Anatole France


Cuento


Este relato fue hallado por el R.P. Adone Doni en los archivos del convento de Santa Croce, de Verona:

«La señora Eletta de Verona era tan maravillosamente bella y bien formada que los eruditos de la ciudad que tenían conocimientos de historia y mitología llamaban a su señora madre con los nombres de Leto, Leda o Sémele, dando a entender así que la hija había sido engendrada en ella por algún Zeus antes que por cualquier hombre mortal como eran el marido y los amantes de la citada señora. Pero los más sabios, sobre todo fray Battista, que fue antes que yo guardián del convento de la Santa Croce, consideraban que semejante belleza corporal tenía algo que ver con el diablo que es un artista en el sentido en el que lo interpretaba Nerón, emperador de los romanos, que decía al morir: «¡Qué artista perece!». Y no hay duda de que Satanás, el enemigo de Dios, que es muy hábil con los metales, es también excelente trabajando la carne humana. Yo que les estoy hablando, que tengo un amplio conocimiento del mundo, he visto en múltiples ocasiones campanas e imágenes de hombres fabricadas por el enemigo del género humano. Sus artimañas son increíbles. Tuve igualmente conocimiento de hijos que algunas mujeres concibieron por obra del diablo, pero sobre esta cuestión mis labios están sellados por el secreto de confesión. Me limitaré pues a decir que corrían extrañas teorías acerca del nacimiento de la señora Eletta.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Diligencia de Beaucaire

Alphonse Daudet


Cuento


En el mismo día de mi llegada aquí, había tomado la diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja y destartalada que no necesita recorrer mucho camino para regresar a casa, pero que se pasea con lentitud a todo lo largo de la carretera para hacerse, por la noche, la ilusión de que viene de muy lejos. Íbamos cinco en la baca, además del conductor.

Un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, que trascendía a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas; después dos boquereuses, un tahonero y su yerno, los dos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Finalmente, en la delantera y junto al conductor, un hombre, o por decir mejor, un gorro, un enorme gorro de piel de conejo, quien no decía nada de particular y miraba el camino con aspecto de tristeza.

Todos aquellos viajeros se conocían unos a otros, y hablaban de sus asuntos en voz alta, con mucha libertad. El camargués refería que regresaba de Nimes, citado por el juez de instrucción con motivo de un garrotazo que había dado a un pastor. En Camargue tienen sangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No pretendían degollarse nuestros dos boquereuses a propósito de la Virgen Santísima? Parece ser que el tahonero era de una parroquia dedicada de mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a la que los provenzales conocen por el piadoso nombre de la Buena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; el yerno, por el contrario, cantaba ante el facistol de una iglesia recién construida y consagrada a la Inmaculada Concepción, esa hermosa imagen risueña que se representa con los brazos colgantes y despidiendo rayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina. Merecía verse cómo se trataban esos dos buenos católicos y cómo ponían a sus patronas celestiales.

—¡Está buena tu Inmaculada!

—¡Pues mira que tu Santa Madre!


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Langosta

Alphonse Daudet


Cuento


Consignaré otro recuerdo de Argelia, y regresaré en seguida al molino…

La noche de mi llegada a aquella granja del Sahel, me era imposible dormir. La novedad del país, la molestia del viaje, el aullar de los chacales y sobre todo un calor enervante, abrumador, una completa sofocación, como si las mallas de la mosquitera no permitiesen pasar un soplo de aire… Al abrir, de madrugada, la ventana, una bruma de estío, densa y moviéndose lentamente, ribeteada de negro y rosa en los bordes, flotaba en los aires como una nube de humo de pólvora sobre un campo de batalla. No se movía una hoja, y en esos frondosos jardines que tenía ante mis ojos, las viñas espaciadas sobre las laderas bajo espléndido sol que azucara los vinos, los pequeños naranjos, los mandarineros en interminables filas microscópicas, todo conservaba el mismo aspecto mohíno, aquella inmovilidad de hojas en espera de la tempestad. Los mismos bananeros, esos extensos cañaverales de un color verde claro, agitados siempre por alguna brisa que enmaraña su fina cabellera tan leve, alzábanse silenciosos y derechos, como penachos bien puestos en su sitio.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Misa de las Sombras

Anatole France


Cuento


He aquí lo que el sacristán de la iglesia de Santa Eulalia, en Neuville—d'Aumont, me contó bajo el emparrado del Cheval—Blanc, una hermosa velada veraniega, mientras nos bebíamos una botella de vino añejo a la salud de un muerto muy acomodado, que aquella misma mañana había llevado con honor al cementerio, bajo un paño sembrado de lágrimas de plata:

«Mi difunto padre (es el sacristán el que narra) ejerció el oficio de sepulturero. Era de espíritu agradable, sin duda como consecuencia de su oficio, pues se ha demostrado que las personas que trabajan en los cementerios son de carácter jovial. Yo que le estoy hablando, señor, entro en un cementerio por la noche tan tranquilo como bajo el cenador del Cheval—Blanc. Y si, por casualidad, me encuentro por la noche con un aparecido, no me inquieto, pues pienso que debe ir a sus asuntos lo mismo que yo voy a los míos. Conozco las costumbres de los muertos y su carácter. Sé a ese respecto cosas que ni los mismos curas saben. Y si le contara todo lo que he visto, se quedaría bastante sorprendido. Pero todas las verdades no se deben contar y mi padre, al que sin embargo le gustaba contar historias, no reveló ni la vigésima parte de lo que sabía. En cambio, repetía con frecuencia los mismos relatos y, en mi opinión, narró lo menos cien veces la aventura de Catherine Fontaine.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte del Delfín

Alphonse Daudet


Cuento


El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín se muere… En todas las iglesias del reino, el Santísimo Sacramento permanece expuesto día y noche y grandes cirios arden por la curación del hijo del rey. Los caminos de la vieja residencia están tristes y silenciosos, ya no suenan las campanas, los coches van al paso… En las cercanías del palacio, los vecinos miran con curiosidad, a través de las verjas, a los suizos de panzas doradas que departen con petulancia en los patios.

Todo el castillo está en danza… Chambelanes, mayordomos, suben y bajan corriendo las escaleras de mármol… Las galerías están abarrotadas de pajes y de cortesanos vestidos con ropa de seda que van de un grupo a otro demandando noticias en voz baja. En las amplias escalinatas, las damas de honor, afligidas, se hacen grandes reverencias y se enjugan los ojos con lindos pañuelos bordados.

En L'Orangerie hay una nutrida asamblea de médicos togados. A través de las vidrieras, se les ve agitar sus largas mangas negras e inclinar doctoralmente sus pelucas rematadas en coleta de picaporte… El preceptor y el escudero del pequeño Delfín se pasean ante la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Unos pinches de cocina pasan junto a ellos sin saludarlos. El señor escudero blasfema como un pagano, el señor preceptor recita versos de Horacio… Y, mientras tanto, allá abajo, del lado de las caballerizas, se oye un largo relincho quejumbroso. Es el alazán del joven Delfín, al que los palafreneros han olvidado y que llama con tristeza ante su pesebre vacío.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Mula del Papa

Alphonse Daudet


Cuento


Entre los innumerables dichos graciosos, proverbios o adagios con que adornan sus discursos nuestros campesinos de Provenza, no conozco ninguno más pintoresco ni extraño que éste. Junto a mi molino y quince leguas en redondo, cuando se habla de un hombre rencoroso y vengativo, suele decirse:

«¡No te fíes de ese hombre, porque es como la mula del Papa, que te guarda la coz siete años!»

Durante mucho tiempo he estado investigando el origen de este proverbio, qué quería decir aquello de la mula pontificia y esa coz guardada siete años. Nadie ha podido informarme aquí acerca del particular, ni siquiera Francet Mamaï, mi tañedor de pífano, quien conoce de pe a pa las leyendas provenzales. Francet piensa, lo mismo que yo, que debe de ser reminiscencia de alguna antigua crónica del país de Aviñón, pero no he oído hablar jamás de ella, sino tan sólo por el proverbio.

—Sólo en la biblioteca de las Cigarras puede usted encontrar algún antecedente —me dijo el anciano pífano, riendo.

No me pareció la idea completamente disparatada, y como la biblioteca de las Cigarras está cerca de mi puerta, fui a encerrarme ocho días en ella.

Es una biblioteca maravillosa, admirablemente organizada, abierta constantemente para los poetas, y servida por pequeños bibliotecarios con címbalos que no cesan de dar música. Allí pasé algunos días deliciosos, y después de una semana de investigaciones (hechas de espaldas al suelo), descubrí, al fin, lo que deseaba, es decir, la historia de mi mula y de esa famosa coz guardada siete años. El cuento es bonito, aunque peque de inocente, y voy a tratar de narrarlo como lo leí ayer mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía muy bien a alhucema seca y cuyos registros eran largos hilos de la Virgen.

* * *


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Reseda del Párroco

Anatole France


Cuento


Dedicado a Jules Lemaître


En un pueblo del Bocage conocí hace años a un piadoso párroco que se negaba cualquier tipo de sensualidad, practicaba con gozo la renuncia y no conocía más alegría que la del sacrificio. Cultivaba en su jardín árboles frutales, hortalizas y plantas medicinales. Pero, temiendo la belleza incluso en las flores, no quería que hubiera en él ni rosas ni jazmines. Sólo se permitía la inocente vanidad de algunos pies de reseda cuyos retorcidos tallos, tan humildemente floridos, no atraían sus miradas cuando leía el breviario por entre los cuadrados de coles, bajo el cielo del buen Dios.

El santo hombre desconfiaba tan poco de su reseda que, con frecuencia, al pasar, arrancaba una ramita y la olía prolongadamente. Esta planta no pide sino que la dejen crecer. Una rama cortada hace renacer otras cuatro. Hasta tal extremo que, con la ayuda del diablo, la reseda del párroco llegó a cubrir una amplia zona del jardín. Invadía parte de la vereda y cuando éste pasaba, enganchaba la sotana del buen sacerdote que, distraído por la planta, interrumpía veinte veces por hora su lectura o su oración. Desde la primavera hasta el otoño, todo el presbiterio estaba perfumado por la reseda.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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