Textos más vistos etiquetados como Cuento no disponibles publicados el 20 de septiembre de 2016

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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 20-09-2016


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Un Cosmopolita en un Café

O. Henry


Cuento


A medianoche, el café estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con mercenaria hospitalidad al influjo de los parroquianos.

En ese momento, un cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes; pero, en lugar de cosmopolitas, hallamos simples viajeros.

Invoco a la consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos con sus incursiones sobre los compositores; la mélange de charlas y risas, y, si usted quiere, la Würzburger en los altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk me manifestó que la escena era auténticamente parisién.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre Lobo

María de Francia


Cuento


Puesto que he decidido contar lais, no quiero olvidarme de El hombre—lobo. Bisclavret es el nombre en bretón; los normandos lo llaman Garwaf (Garou). Se podía oír hace tiempo e incluso con frecuencia ocurría, que ciertos hombres se convertían en lobos y habitaban en los bosques. El hombre—lobo es bestia salvaje. Mientras está rabioso, devora hombres, produce grandes daños yendo y viniendo por la espesura. Pero dejemos este asunto. Os quiero hablar de uno de ellos en concreto.

Vivía en Bretaña un barón. De él he oído grandes alabanzas. Era bello y buen caballero, y se conducía noblemente. Era muy amigo de su señor y todos sus vecinos lo querían. Se había casado con una mujer de elevada alcurnia y agradable semblante. Él la amaba y ella le correspondía. Una cosa, no obstante, molestaba a la dama, y es que cada semana perdía a su esposo durante tres días enteros, sin saber qué le acontecía ni adónde iba. Ninguno de los suyos sabía nada tampoco.

En cierta ocasión en que volvía a su casa, alegre y contento, ella le ha interrogado:

—Señor, —le ha dicho—, hermoso y dulce amigo, desearía preguntaros una cosa, si me atreviera a ello, pero temo vuestra ira. ¡No hay cosa que más tema en el mundo!

Cuando él la hubo oído, la abrazó, la atrajo hacia sí y la besó.

—Señora, —dijo—, preguntad. No hay pregunta a la que yo no quiera responderos, si sé hacerlo.

Respondió ella:

—Por mi fe, ¡estoy salvada! ¡Señor, tengo tanto miedo los días en que os separáis de mí! Siento gran dolor en el corazón y tan gran temor de perderos que si no obtengo consuelo de inmediato, creo que voy a morir pronto. Decidme adónde vais, dónde os halláis, dónde permanecéis. A mi parecer, tenéis otro amor y, si es así, cometéis grave falta.

—Señora, por Dios, gran mal me vendría si os lo digo, pues os alejaría de mi amor y yo mismo me perdería.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mujima

Lafcadio Hearn


Cuento


En el camino de Akasaka, cerca de Tokio, hay una colina, llamada Kii—No—Kuni—Zaka, o “La Colina de la provincia de Kii”. Está bordeada por un antiguo foso, muy profundo, cuyas laderas suben, formando gradas, hasta un espléndido jardín, y por los altos muros de un palacio imperial.

Mucho antes de la era de las linternas y los jinrishkas, aquel lugar quedaba completamente desierto en cuanto caía la noche. Los caminantes rezagados preferían dar un largo rodeo antes de aventurarse a subir solos a la Kii—No—Kuni—Zaka, después de la puesta de sol.

¡Y eso a causa de un Mujima que se paseaba!

El último hombre que vio al Mujima fue un viejo mercader del barrio de Kyôbashi, que murió hace treinta años.

He aquí su aventura, tal como me la contó:

Un día, cuando empezaba ya a oscurecer, se apresuraba a subir la colina de la provincia de Kii, cuando vio una mujer agachada cerca del foso… Estaba sola y lloraba amargamente. El mercader temió que tuviera intención de suicidarse y se detuvo, para prestarle ayuda si era necesario. Vio que la mujercita era graciosa, menuda e iba ricamente vestida; su cabellera estaba peinada como era propio de una joven de buena familia.

—Distinguida señorita —saludó al aproximarse—. No llore así.. Cuénteme sus penas… me sentiré feliz de poder ayudarla.

Hablaba sinceramente, pues era un hombre de corazón.

La joven continuó llorando con la cabeza escondida entre sus amplias mangas.

—¡Honorable señorita! —repitió dulcemente—. Escúcheme, se lo suplico… Éste no es en absoluto un lugar conveniente, de noche, para una persona sola. No llore más y dígame la causa de su pena ¿Puedo ayudarla en algo?

La joven se levantó lentamente… Estaba vuelta de espaldas y tenía el rostro escondido… Gemía y lloraba alternativamente.

El viejo mercader puso una mano sobre su espalda y le dijo por tercera vez:


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Muerta

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O—Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O—Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O—Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O—Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O—Sono declaró:

—Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O—Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo… a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O—Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Guigemar

María de Francia


Cuento


A quien se ocupa de una buena materia mucho le pesa si no está bien tratada de antes. Escuchad, señores, lo que dice María, que no pierde su tiempo.

La gente debe alabar a quien hace que hablen bien de él mismo, pero cuando en algún sitio hay un hombre o una mujer de gran mérito, los que envidian su posición a menudo hablan mal: intentan rebajar su valía y obran como el mal perro cobarde, avieso, que muerde a la gente a traición. No quiero dejar de hacer mi propósito, aunque los burlones y maldicientes me lo recriminen. ¡Están en su derecho de hablar mal!

Los relatos que sé que son verdaderos, de los que los bretones han hecho sus lais, os contaré con bastante brevedad. Al principio de todo, según el texto y el escrito, os mostraré un acontecimiento maravilloso que, en Bretaña la Menor, ocurrió en el tiempo de los antepasados.

En aquel tiempo, era rey Hoilas, unas veces en paz, otras, en guerra. El rey tenía un noble que era señor de León, llamado Oridial, en el que confiaba mucho, pues era caballero noble y valiente. Éste había tenido con su mujer dos hijos, un niño y una bella niña, que se llamaba Noguent, mientras que el joven era llamado Guigemar. ¡No había nadie más bello en el reino! Su madre lo quería mucho y también era muy amado por su padre, que cuando pudo separarlo de su lado lo envió al servicio del rey. El muchacho era prudente y valeroso y se hacía querer por todos. Llegado el momento y el tiempo en que tuvo edad y conocimientos, el rey lo armó caballero con gran riqueza y le dio armas en abundancia.

Ya se marcha Guigemar de la corte, pero antes hizo muchos regalos. Va a Flandes en busca de ganancias, pues allí había siempre combates y guerras. Ni en Lorena, ni en Borgoña, ni en Anjou, ni en Gascuña se podía encontrar en aquel tiempo a nadie que fuera tan buen caballero o que se le pudiera comparar.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Hoja

O. Henry


Cuento


En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.

Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los “lugares” más angostos y cubiertos de musgo.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mientras el Auto Espera

O. Henry


Cuento


A principios de primavera la joven vestida de gris volvió, como de costumbre, al quieto rincón del pequeño y silencioso parque. Se sentó sobre un banco y comenzó a leer un libro, porque faltaba media hora para lo que ella sabía.

Repitámoslo: vestía de gris. Y tan sencillo que así lograba ocultar su impecabilidad de estilo y corte. Un amplio velo semiocultaba su sombrero en forma de turbante, y su rostro, que irradiaba una serena y no buscada belleza. Había ido allí los dos días anteriores, y había una persona que no lo ignoraba.

El joven que no lo ignoraba se acercaba allí ofreciendo mentales sacrificios en el ara de la suerte. Y su piedad fue recompensada porque, al volver la mujer una página, el libro se le deslizó de las manos y cayó al suelo, a un paso de distancia del banco.

El hombre lo recogió con instantánea avidez y lo devolvió a su propietaria con galantería y esperanza. Con placentera voz, aventuró un comentario sobre el tiempo —ese manido tema que ha causado tantas infelicidades en este mundo— y luego permaneció inmóvil un momento, esperando su destino.

La muchacha lo miró despaciosamente. En el vestido corriente de aquel hombre y en sus facciones no se distinguía nada de extraordinario.

—Puede sentarse si gusta —dijo con lenta y llena voz de contralto—. Por mi parte no me molesta. Hace muy poca claridad para seguir leyendo y preferiría un rato de charla.

El vasallo de la suerte se sentó al lado de la mujer, muy satisfecho. Y habló en seguida, empleando la fórmula que los conquistadores de parque eligen para sus parlamentos.

—¿Sabe que es usted la mujer más asombrosamente hermosa que he conocido? Me fijé en usted ayer. ¿No hay nadie, nena mía, que viva deslumbrado por esos dos faros que tiene usted en la cara?

La muchacha habló con tono glacial:


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Reflejos

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace ya mucho tiempo, a un día de viaje de la ciudad de Kioto, vivía un caballero de pobre inteligencia y modales, pero rico en patrimonio. Su esposa, que en gloria esté, había fallecido muchos años atrás, y el buen hombre vivía en gran paz y sosiego con su único hijo. Se mantenían apartados de las mujeres, y nada sabían de sus seducciones o fastidios. En su casa, los sirvientes eran hombres y fieles, y jamás, de la mañana a la noche, posaban sus ojos sobre un par de mangas largas ni sobre ningún obi escarlata.

La verdad es que eran muy dichosos. A veces trabajaban en los campos de arroz. Otros días se iban a pescar. En primavera, salían a admirar la flor del cerezo o el ciruelo, y otras veces se ponían en camino para ver el lirio, la peonía o el loto, según fuera el caso. En esas ocasiones bebían un poco de sake, y envolvían sus cabezas con el azul y blanco tenegui y se achispaban cuanto les apetecía, pues nadie les llevaba la contraria. A menudo volvían a casa cuando ya era de noche. Llevaban ropa vieja, y su horario de comidas era bastante irregular.

Los placeres de la vida son fugaces —¡una lástima!— y con el tiempo el padre comenzó a sentir el peso de la vejez. Una noche, mientras estaba sentado fumando y calentándose las manos sobre el carbón, dijo:

—Muchacho, ya va siendo hora de que te cases.

—¡Los dioses no lo permitan! —exclamó el joven—. Padre, ¿por qué dices algo tan terrible? ¿O acaso bromeas? Sí, debes de estar bromeando.

—No bromeo —dijo el padre—. Nunca he hablado más en serio, y pronto te darás cuenta.

—Pero padre, las mujeres me producen un miedo cerval.

—¿Y no me ocurre lo mismo a mí? —dijo el padre—. Lo siento por ti, hijo.

—Entonces, ¿por qué debo casarme? —preguntó el hijo.

—Según las leyes de la naturaleza, no me queda mucho tiempo de vida, y necesitarás una esposa que cuide de ti.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Tragedia en Harlem

O. Henry


Cuento


Harlem. La señora Fink acaba de entrar en casa de la señora Cassidy, que vive en el piso debajo del suyo.

—¿Has visto qué hermosura? —dijo la señora Cassidy.

Volvió el rostro con orgullo para que su amiga la señora Fink pudiese verlo. Tenía uno de los ojos casi cerrado, rodeado por un enorme moretón de un púrpura verdoso. También tenía un corte en el labio, que le sangraba un poco, y a ambos lados del cuello se veían marcas rojas de dedos.

A mi marido no se le ocurriría jamás hacerme una cosa semejante —manifestó la señora Fink, tratando de ocultar su envidia.

—Yo no viviría con un hombre —declaró la señora Cassidy— que no me pegase al menos una vez a la semana. Eso demuestra que te tiene por algo. ¡Aunque esta última dosis que me ha dado Jack no se puede decir que haya sido con cuentagotas! Todavía veo las estrellas. Pero será el hombre más dulce de la ciudad durante toda la semana, como indemnización. Este ojo vale lo suyo a cambio de unas entradas de teatro y una blusa de seda.

—Me atrevo a esperar —dijo la señora Fink, simulando complacencia— que el señor Fink sea demasiado caballero para atreverse jamás a ponerme la mano encima.

—¡Venga ya, Maggie! —dijo riéndose la señora Cassidy, mientras se untaba el ojo con linimento de avellano—, lo que pasa es que tienes envidia. Tu viejo está demasiado cascado y es demasiado lento para darte un puñetazo. Se limita a sentarse y a hacer gimnasia con un periódico cuando llega a casa. ¿O no es verdad?

—Es cierto que el señor Fink se embebe en los periódicos cuando llega —reconoció la señora Fink, asintiendo con la cabeza—; pero también es cierto que jamás me toma por un Steve O'Donnell sólo para divertirse, eso desde luego que no.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Best Seller

O. Henry


Cuento


1

Un día del verano pasado salí de viaje hacia Pittsburg; era en realidad un viaje de negocios.

Mi coche de línea iba provechosamente lleno de la clase de gente que se suele ver en los trenes. La mayoría eran señoras que llevaban vestidos de seda marrón con canesú cuadrado y remate de puntillas, tocadas con velos moteados, y que se negaban a dejar la ventana abierta. Luego había el acostumbrado número de hombres que habrían podido pertenecer a cualquier negocio y dirigirse a cualquier parte. Algunos estudiosos de la naturaleza humana pueden observar al viajero de un tren y decir de dónde es, su ocupación y su posición en la vida, tanto social como ideológicamente, pero yo nunca fui capaz de adivinar tal cosa. La única forma en que puedo juzgar acertadamente a un compañero de viaje es cuando el tren se ve detenido por atracadores, o cuando alarga la mano al mismo tiempo que yo para coger la última toalla del compartimiento de coche—cama.

Apareció el revisor y se puso a limpiar el hollín del alféizar de la ventanilla dejándolo caer sobre la pernera izquierda de mis pantalones. Me lo sacudí como pidiendo disculpas. La temperatura era de treinta grados. Una de las señoras con velo exigió que se cerrasen dos ventiladores más, y empezó a hablar en voz alta de la compañía Interlaken. Yo me eché hacia atrás ociosamente en mi asiento número siete, y me dediqué a mirar con la más tibia de las curiosidades la cabecita pequeña, negra y con calva que apenas asomaba por el respaldo del asiento número nueve.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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