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La Piel de Naranja

Oscar Wilde


Cuento


I

Acababa de doctorarme y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para curiosear por las clínicas.

En una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino únicamente aficionado a la Medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado, e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que tienen la misma edad y los mismos gustos.

Llevé a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi «media naranja», como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos.

Meredith, por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque a poca distancia de la estación de Villa—Avray, y todos los domingos, alrededor de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia de Villa—Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia.

Pasábamos el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios; o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas.

Generalmente, lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero de honor de lady Marcela.

Se adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos y de hojas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Flor del Castaño

Marqués de Sade


Cuento


Se supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus semejantes.

Una tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de castaños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.

—¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor —dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde procedía—. ¿Lo oléis, mamá…? Es un olor que conozco.

—Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.

—¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.

—Pero, señorita…

—Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle a mamá que conozco ese olor.

—Señorita —responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz—, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño…

—¿Que la flor del castaño…?

—Pues bien, señorita, que huele como cuando se j…


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Casa del Juicio

Oscar Wilde


Cuento


Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el Hombre compareció desnudo ante Dios.

Y Dios abrió el Libro de la Vida del Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:

—Tu vida ha sido mala y te has mostrado cruel con los que necesitaban socorro, y con los que carecían de apoyo has sido cruel y duro de corazón. El pobre te llamó y tú no lo oíste y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste, para tu beneficio personal, de la herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña del campo de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y se lo diste a comer a los perros, y a mis leprosos, que vivían en los pantanos y que me alababan, los perseguiste por los caminos; y sobre mi tierra, esta tierra con la que te formé, vertiste sangre inocente.

Y el Hombre respondió y dijo:

—Si, eso hice.

Y Dios abrió de nuevo el Libro de la Vida del Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:

—Tu vida ha sido mala y has ocultado la belleza que mostré, y el bien que yo he escondido lo olvidaste. Las paredes de tus habitaciones estaban pintadas con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de las flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo padecí, y comiste lo que no se debe comer, y la púrpura de tus vestidos estaba bordada con los tres signos infamantes. Tus ídolos no eran de oro ni de plata perdurables, sino de carne perecedera. Bañaban sus cabelleras en perfumes y ponías granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas con mirra sus cuerpos. Te prosternaste hasta la tierra ante ellos, y los tronos de tus ídolos se han elevado hasta el sol. Has mostrado al sol tu vergüenza, y a la luna tu demencia.

Y el Hombre contestó, y dijo:

—Sí, eso hice también.

Y por tercera vez abrió Dios el Libro de la Vida de Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mimbrera

León Tolstói


Cuento


Durante la Semana Santa, un mujik fue a ver si la tierra ya se había deshelado.

Se dirigió al huerto y tanteó la tierra con un palo. La tierra ya se había ablandado. El mujik fue al bosque. Allí, las yemas de las mimbreras ya se habían hinchado. Y el mujik pensó: “Plantaré mimbreras alrededor del huerto y cuando crezcan lo protegerán del viento”. Cogió un hacha, abatió diez arbustos, aguzó el extremo más grueso y los plantó en la tierra.

Todas las mimbreras echaron brotes con hojas por encima de la superficie; también bajo tierra salieron brotes, que hacían las veces de raíces; algunos prendieron; otros no se aferraron bien con sus raíces; perdieron vigor y cayeron.

Cuando llegó el otoño, el mujik contempló alborozado sus mimbreras: seis habían prendido. A la primavera siguiente las ovejas royeron la corteza de cuatro y solo quedaron dos. A la primavera siguiente las ovejas royeron también esas dos. Una no salió adelante, pero la otra resistió, echó fuertes raíces y se convirtió en un árbol. En primavera las abejas zumbaban ruidosamente sobre la mimbrera. En las hendiduras solían formarse enjambres, de los que se aprovechaban los mujiks. Las campesinas y los mujiks comían y dormían a menudo bajo esa mimbrera; los niños, en cambio, se subían a su tronco y arrancaban las ramas.

El mujik que plantó la mimbrera llevaba ya mucho tiempo muerto, pero esta seguía creciendo. El hijo mayor cortó dos veces sus ramas para quemarlas en la estufa. Pero la mimbrera seguía creciendo. Le cortaban todas las ramas para hacer bastones, pero cada primavera echaba nuevos brotes, más delgados que antes, pero dos veces más numerosos, semejantes a las crines de un potro.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Tempestad de Nieve

Aleksandr Pushkin


Cuento


A finales de 1811, en tiempos de grata memoria, vivía en su propiedad de Nenarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich R**. Era famoso en toda la región por su hospitalidad y carácter afable; los vecinos visitaban constantemente su casa, unos para comer, beber, o jugar al boston a cinco kopeks con su esposa, y otros para ver a su hija, María Gavrílovna, una muchacha esbelta, pálida y de diecisiete años. Se la consideraba una novia rica y muchos la deseaban para sí o para sus hijos.

María Gavrílovna se había educado en las novelas francesas y, por consiguiente, estaba enamorada. El elegido de su amor era un pobre alférez del ejército que se encontraba de permiso en su aldea. Sobra decir que el joven ardía en igual pasión y que los padres de su amada, al descubrir la mutua inclinación, prohibieron a la hija pensar siquiera en él, y en cuanto al propio joven, lo recibían peor que a un asesor retirado.

Nuestros enamorados se carteaban y todos los días se veían a solas en un pinar o junto a una vieja capilla. Allí se juraban amor eterno, se lamentaban de su suerte y hacían todo género de proyectos. En sus cartas y conversaciones llegaron a la siguiente (y muy natural) conclusión: si no podemos ni respirar el uno sin el otro y si la voluntad de los crueles padres entorpece nuestra dicha, ¿no podríamos prescindir de este obstáculo? Por supuesto que la feliz idea se le ocurrió primero al joven y agradó muchísimo a la imaginación romántica de María Gavrílovna.

Llegó el invierno y puso término a sus citas, pero la correspondencia se hizo más viva. En cada carta Vladímir Nikoláyevich suplicaba a su amada que confiara en él, que se casaran en secreto, se escondieran durante un tiempo y luego se postraran a los pies de sus padres, quienes, claro está, al fin se sentirían conmovidos ante la heroica constancia y la desdicha de los enamorados y les dirían sin falta:


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer que Comía Poco

Alfred de Musset


Cuento


Había una vez un matrimonio en el que el marido era pastor de un rebaño de cabras. El pobre hombre se dirigía todos los lunes a la montaña y no regresaba a casa hasta el sábado. Estaba delgado, delgado como un junco. Y su mujer estaba gorda, gorda como una vaca. Cuando el marido estaba presente, la mujer no comía casi nada; se quejaba de dolores de estómago y decía que no tenía realmente apetito. Su marido se sorprendía:

—Mi mujer no come nada pero está muy gorda; es muy extraño.

Se lo comentó a otro pastor que le dijo:

—El lunes, en lugar de subir a la montaña, escóndete en la casa y verás si tu mujer come o no.

Llegó el lunes; el pastor se echó el zurrón al hombro y le dijo a su esposa:

—Hasta el sábado. Cuídate. No enfermes por no comer.

Ella le contestó:

—Mi pobre marido, no tengo apetito. Sólo de pensar en comer me dan náuseas. Estoy gorda porque así es mi naturaleza.

El pastor salió en dirección a la montaña pero, a mitad de camino, se dio media vuelta y, sin que lo viera su mujer, entró en su casa y se escondió detrás de la cocina. Desde ese punto de observación, la vio comerse una gallina con arroz. A lo largo de la tarde se comió una tortilla con salchichón. Cuando llegó la noche, el pastor salió de su escondite, entró en la cocina y le dijo a la glotona:

—¡Hola, buenas!

—Pero, ¿por qué has vuelto? —le preguntó ella.

—Había tanta niebla en la montaña que he temido perderme. Además llovía y caían gruesos granizos.

Ella le dijo entonces:

—Deja tu zurrón y siéntate; voy a servirte la cena.

Y colocó sobre la mesa una escudilla de leche y unas gachas de maíz. El pastor le dijo:

—¿Tú no comes?

—¿Cómo? ¡En el estado en que me encuentro! Tienes suerte de tener apetito. Pero dime, ¿cómo es posible que no estés mojado si llovía y granizaba tanto en la montaña?


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Cámara de los Tapices

Walter Scott


Cuento


Hacia finales de la guerra norteamericana, cuando los oficiales del ejército de lord Cornwallis que se rindieron en la ciudad de York, y otros, que habían sido hechos prisioneros durante la imprudente y desafortunada contienda, estaban regresando a su país a relatar sus aventuras y reponerse de las fatigas, había entre ellos un oficial con grado de general llamado Browne. Era un oficial de mérito, así como un caballero muy considerado por sus orígenes y por sus prendas.

Ciertos asuntos habían llevado al general Browne a hacer un recorrido por los condados occidentales, cuando, al concluir una jornada matinal, se encontró en las proximidades de una pequeña ciudad de provincias que presentaba una vista de incomparable belleza y unos rasgos marcadamente ingleses.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mosca

Katherine Mansfield


Cuento


—Pues sí que está usted cómodo aquí —dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su… apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos… Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.

Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

—Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

—Sí, es bastante cómodo —asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Señorita Brill

Katherine Mansfield


Cuento


Aunque hacía un tiempo maravilloso el azul del firmamento estaba salpicado de oro y grandes focos de luz como uvas blancas bañaban los Jardins Publiques. La señorita Brill se alegró de haber cogido las pieles. El aire permanecía inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber, y de vez en cuando caía revoloteando una hoja —no se sabía de dónde, tal vez del cielo—. La señorita Brill levantó la mano y acarició la piel. ¡Qué suave maravilla! Era agradable volver a sentir su tacto. La había sacado de la caja aquella misma tarde, le había quitado las bolas de naftalina, la había cepillado bien y había devuelto la vida a los pálidos ojitos, frotándolos. ¡Ah, qué agradable era volverlos a ver espiándola desde el edredón rojo…! Pero el hociquito, hecho de una especie de pasta negra, no se conservaba demasiado bien. No acababa de ver cómo, pero debía haber recibido algún golpe. No importaba, con un poquito de lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario… ¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo, colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y triste —no, no era exactamente triste— algo delicado parecía moverse en su pecho.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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