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Gente Muy Antigua

H. P. Lovecraft


Cuento


Providence, 2 de noviembre de 1927

Querido Melmoth:

... ¿Así que estás terriblemente ocupado tratando de descubrir el sombrío pasado de aquel insufrible joven asiático llamado Varius Avitus Bassianus? ¡Pufí ¡Hay pocas personas que aborrezca más que a esa maldita ratita siria!

Yo mismo he sido transportado hace poco a los negros tiempos romanos a causa de mi reciente lectura del Aenied, de James Rhoades, en una traducción que no había leído nunca, más fehaciente para P. Maro que cualquier otra versión, incluyendo la de mi tío, el doctor Clark, que aún no ha sido publicada. Esta diversión virgiliana, unida a los espectrales incidentes y acontecimientos de la fiesta de Difuntos con sus ceremonias brujeriles en las colinas, me provocaron la noche del lunes pasado un sueño muy vivido y claro desarrollado en los tiempos de los romanos, con tales connotaciones terroríficas que estoy seguro algún día plasmaré en papel. Los sueños sobre los romanos no eran infrecuentes durante mi infancia —generalmente seguía al divino Julio arrasando las Galias, convertido en un Tribunus Militum—, pero hacía tanto tiempo que no tenía uno que éste me ha impresionado mucho.


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Publicado el 17 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Gamiani

Alfred de Musset


Cuento


Primera noche

1

Era ya media noche. En los lujosos salones de la condesa Gamiani, resplandecientes y perfumados, danzaban las juveniles parejas a los acordes de una mágica orquesta.

Las refulgentes joyas aumentaban el encanto de los elegantes trajes de variados colores.

Encantadora, graciosa, desvivíase la condesa por atender a todos sus invitados, y en su interesante rostro se traslucía la alegría que saboreaba gozosa por el éxito de la fiesta. Por todas las felicitaciones y para todos los cumplidos galantes tenía la dama una sonrisa, pregonera de su júbilo.

Yo, reducido, como siempre, a mi papel de frío observador, había notado varios detalles que me impedían ver en la condesa todos los méritos que le ponderaban sus ciegos admiradores.

No fue para mí labor difícil aquilatar su valía de mujer de mundo; pero deseaba conocer ( íntimamente a Gamiani, analizando con el escalpelo de mi razón su ser moral.

Confieso que una fuerza misteriosa parecía estorbar este propósito y sentía como vergüenza de aquel empeño de descubrir el misterio de la vida de aquella mujer enigmática y extraña.

Joven aún, inmensamente rica, bella, sin familia y con pocos amigos verdaderos, Gamiani podía considerarse como un caso raro en la sociedad elegante en que vivía.

Ciertas particularidades de la extraña vida de la condesa eran comentadas con explicable malicia.

Juzgábanla unos mujer fría y sin pasiones; teníanla otros por artista y desengañada de la vida, resuelta a frenar sus sentimientos y sus pasiones para ahorrarse nuevas amarguras.

Me propuse conocer el secreto de aquella vida; pero nada conseguí.

Aburrido, cansado del mal éxito de mis observaciones, estaba ya a punto de abandonar aquella empresa, cuando la casualidad vino en mi auxilio.


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Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Gabriel Ernesto

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Hay un animal salvaje en sus bosques —dijo el artista Cunningham, mientras lo llevaban a la estación. Era la única observación que había hecho durante el trayecto, pero como Van Cheele había hablado sin parar, el silencio de su compañero no había sido notorio.

—Un zorro extraviado o dos y unas cuantas comadrejas de la región. Nada más formidable que eso —dijo Van Cheele. El artista no dijo nada.

—¿Qué quería decir con animal salvaje? —le dijo Van Cheele más tarde, cuando estaban en el andén.

—Nada. Mi imaginación. Aquí está el tren —dijo Cunningham.

Esa tarde, Van Cheele salió a dar uno de sus frecuentes paseos por su boscosa propiedad. Tenía una garza disecada en su estudio, y sabía los nombres de un gran número de flores salvajes, de modo que su tía tenía tal vez alguna justificación para describirlo como un gran naturalista. En todo caso, era un gran andarín. Tenía la costumbre de tomar nota mental de todo lo que veía durante esos paseos, no tanto para ayudar a la ciencia contemporánea, como para disponer de temas de conversación más tarde. Cuando las campanillas azules comenzaban a florecer, él se encargaba de informar a todo el mundo de ese hecho; la época del año hubiera podido advertir a sus oyentes de la probabilidad de que esto ocurriera, pero por lo menos pensaba que él les estaba siendo absolutamente franco.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

¿Fue un Sueño?

Guy de Maupassant


Cuento


La había amado locamente.

¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.

Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocía y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos, tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé, hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¿Ah?" Y yo comprendí. ¡Y yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro, pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!.


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5 págs. / 8 minutos / 214 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Frritt Flacc

Julio Verne


Cuento


I

¡Frritt…!, es el viento que se desencadena.

¡Flacc…!, es la lluvia que cae a torrentes.

La mugiente ráfaga encorva los árboles de la costa volsiniana, y va a estrellarse contra el flanco de las montañas de Crimma. Las altas rocas del litoral están incesantemente roídas por las olas del vasto mar del Megalocride.

¡Frritt…! ¡Flacc…!

En el fondo del puerto se oculta el pueblecillo de Luktrop.

Algunos centenares de casas, con verdes miradores que apenas las defienden contra los fuertes vientos. Cuatro o cinco calles empinadas, más barrancos que vías, empedradas con guijarros, manchadas por las escorias que proyectan los conos volcánicos del fondo. El volcán no está lejos: el Vanglor. Durante el día, sus emanaciones se esparcen bajo la forma de vapores sulfurosos. Por la noche, de tanto en tanto, se producen fuertes erupciones de llamas. Como un faro, con un alcance de ciento cincuenta kilómetros, el Vanglor señala el puerto de Luktrop a los buques de cabotaje, barcos de pesca y transbordadores cuyas rodas cortan las aguas del Megalocride.

Al otro lado de la villa se amontonan algunas ruinas de la época crimmeriana. Tras un arrabal de aspecto árabe, una kasbah de blancas paredes, techos redondos y azoteas devoradas por el sol. Es un cúmulo de piedras arrojadas al azar, un verdadero montón de dados cuyos puntos hubieran sido borrados por la pátina del tiempo.

Entre todos ellos se destaca el Seis—Cuatro, nombre dado a una construcción extraña, de techo cuadrado, con seis ventanas en una cara y cuatro en la otra.

Un campanario domina la villa: el campanario cuadrado de Santa Philfilene, con campanas suspendidas del grosor de los muros, que el huracán hace resonar algunas veces. Mala señal. Cuando esto sucede, los habitantes tiemblan.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Flores Tardías

Antón Chéjov


Cuento


Dedicado a N. I. Korobov

I

La escena tuvo lugar una oscura tarde otoñal, justo después de la comida, en casa de los príncipes Priklonski.

La anciana princesa y su hija Marusia estaban en la habitación del joven príncipe, retorciéndose los dedos e implorando. Imploraban como solo saben hacerlo las mujeres infelices y compungidas: invocando a Dios nuestro Señor, invocando el honor, las cenizas del padre.

La princesa estaba enfrente del joven, llorando. Dando rienda suelta a las lágrimas y a las peroratas, interrumpiendo a cada paso a Marusia, no se cansaba de abrumar al príncipe con sus reproches, sus palabras ásperas y hasta injuriosas, con sus caricias, con sus ruegos… Mencionó mil veces al comerciante Fúrov, que les había protestado una letra de cambio, al difunto padre, cuyos huesos tenían que estar removiéndose en la tumba, y todas esas cosas. Mencionó incluso al doctor Toporkov.

El doctor Toporkov siempre había traído por la calle de la amargura a los príncipes Priklonski. Su padre había sido siervo, ayuda de cámara del difunto príncipe Senka. Nikifor, su tío materno, seguía siendo ayuda de cámara personal del príncipe Yegórushka. Y el propio doctor Toporkov, siendo apenas un chiquillo, se había llevado sus buenos pescozones por no dejar bien limpios los cuchillos, tenedores, botas y samovares de los príncipes. Y ahí estaba ahora —había que ver, ¡qué situación más ridícula!—, hecho todo un doctor, joven y brillante, viviendo como un señor en una casa descomunal, disponiendo de un coche de dos caballos, como si quisiese restregárselo por la cara a los Priklonski, que tenían que ir a pie y se veían obligados a regatear interminablemente cada vez que alquilaban un carruaje.


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Publicado el 26 de junio de 2018 por Edu Robsy.

Flores de las Tinieblas

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Oh, los bellos atardeceres! Ante los brillantes cafés de los bulevares, en las terrazas de las horchaterías de moda, ¿qué de mujeres con trajes multicolores, qué de elegantes “callejeras” dándose tono!

Y he aquí las pequeñas vendedoras de flores, que circulan con sus frágiles canastillas.

Las bellas desocupadas aceptan esas flores perecederas, sobrecogidas, misteriosas…

—¿Misteriosas?

—¡Sí, sí las hay!

Existe, —sépanlo, sonrientes lectoras—, existe en el mismo París cierta agencia que se entiende con varios conductores de los entierros de lujo, incluso con enterradores, para despojar a los difuntos de la mañana, no dejando que se marchiten inútilmente en las sepulturas todos esos espléndidos ramos de flores, esas coronas, esas rosas que, por centenares, el amor filial o conyugal coloca diariamente en los catafalcos.

Estas flores casi siempre quedan olvidadas después de las fúnebres ceremonias. No se piensa más en ello; se tiene prisa por volver. ¡Se concibe!

Es entonces cuando nuestros amables enterradores se muestran más alegres. ¡No olvidan las flores estos señores! No están en las nubes; son gente práctica. Las quitan a brazadas, en silencio. Arrojarlas apresuradamente por encima del muro, sobre un carretón propicio, es para ellos cosa de un instante.

Dos o tres de los más avispados y espabilados transportan la preciosa carga a unos floristas amigos, quienes gracias a sus manos de hada, distribuyen de mil maneras, en ramitos de corpiño, de mano, en rosas aisladas inclusive, estos melancólicos despojos.

Llegan luego las pequeñas floristas nocturnas, cada una con su cestita. Pronto circulan incesantemente, a las primeras luces de los reverberos, por los bulevares, por las terrazas brillantes, por los mil y un sitios de placer.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Fiesta en el Jardín

Katherine Mansfield


Cuento


Y, después de todo, el tiempo era ideal. Si lo hubieran hecho de encargo no habría resultado un día más perfecto para la fiesta en el jardín. Sin viento, cálido, el cielo sin una nube. Como ocurre a veces al principio del verano, una neblina de oro pálido velaba, apenas, el azul. El jardinero estaba en pie desde el alba, segando el prado y barriéndolo, hasta que el césped y los rosetones chatos y oscuros donde habían estado las margaritas parecieron brillar. En cuanto a las rosas, no se podía negar que habían comprendido que las rosas son las únicas flores que impresionan a la gente en una fiesta en el jardín, las únicas flores que a todos interesan. Cientos, sí, literalmente cientos habían abierto en la noche; las zarzas verdes estaban inclinadas como si los arcángeles las hubieran visitado.

No había concluido el almuerzo cuando vinieron los hombres a levantar la carpa.

—¿Mamá, dónde quieres poner la carpa?

—Mi hija querida, es inútil preguntármelo. He resuelto que este año las niñas se encarguen de todo. Olviden que soy la madre. Trátenme como a un invitado de honor.

Pero Meg no podía vigilar a los hombres. Antes de almorzar se había lavado la cabeza, y estaba sentada tomando café; llevaba un turbante verde, con un oscuro rizo húmedo pegado en cada mejilla. Josefinafina, la mariposa, acostumbraba a bajar con sólo un viso verde y encima su kimono.

—Tú tendrás que ir, Laura; tú que eres artística.

Allá fue Laura, con su pedazo de pan y mantequilla en la mano. Es tan delicioso encontrar una excusa para comer fuera, y, además, adoraba arreglar cosas; encontraba que podía hacerlas tanto mejor que cualquier otro.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Ferdinando Eboli

Mary Shelley


Cuento


Durante este apacible tiempo de paz, olvidamos con rapidez las tribulaciones y sorprendentes acontecimientos de la última guerra, y los mismos nombres de los conquistadores de Europa empiezan a sonar anticuados a los oídos de nuestros hijos. Aquéllos fueron días más románticos que éstos, pues los cambios causados por la revolución o la invasión estaban llenos de aventura; y los viajeros en aquellos países en que tales escenas tuvieron lugar oyen historias extrañas y maravillosas, cuya verdad tanto se asemeja a la ficción que, mientras nos hallamos inmersos en la narración, jamás le damos crédito implícito al narrador. De esta clase es una historia que oí en Nápoles. Los avatares de la guerra quizá no influyeron en sus actores; sin embargo, parece improbable que cualquier circunstancia tan alejada de la rutina habitual pudiera haber acaecido bajo la deslumbrante luz diurna que la paz derrama sobre el mundo.


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Publicado el 26 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Felicidad

Katherine Mansfield


Cuento


A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír… simplemente por nada.

¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad…, de felicidad plena…, como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?

¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer “beodo o trastornado”? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius?

“No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir—pensó mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba con los dedos en el buzón—. Y no lo expresa porque…”

—¡Gracias, Mary! —Entró en el vestíbulo—. ¿Ha vuelto la niñera?

—Sí, señora.

—¿Han traído la fruta?

—Sí, señora; ya está aquí.

—Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.

El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos.


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16 págs. / 29 minutos / 116 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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