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Una Agradable Velada

Robert Chambers


Cuento


Et pis, doucement on s'endort,
On fait sa carne, on fait sa sorgue,
On ronffle, et, c omme un tuyau d'orgue,
Le tuyau se met à ronffler plus fort…

ARISTI DE BRUANT

I

Al ascender a la plataforma de un vagón funicular de Broadway de la calle Cuarenta y dos, alguien dijo:

—Hola, Hilton; Jamison te está buscando.

—Hola, Curtis —contesté—. ¿Qué es lo que desea Jamison?

—Quiere saber qué has estado haciendo toda la semana —dijo Curtis aferrándose desesperadamente de la barandilla al ponerse el coche en movimiento—; dice que pareces creer que el Manhattan Illustrated Weekly fue creado con el sólo propósito de procurarte salario y vacaciones.

—¡El viejo gato capón e hipócrita! —dije indignado—. Sabe perfectamente dónde he estado. ¡Vacaciones! ¿Cree que el Campamento del Estado en junio es cosa fácil de sobrellevar?

—Oh —dijo Curtis— ¿has estado en Peekskill?

—Yo diría que sí —respondí mientras sentía crecer mi cólera al pensar en mi cometido.

—¿Mucho calor? —preguntó Curtis con aire ensoñador.

—Treinta y dos a la sombra —respondí—. Jamison quería tres páginas completas y tres medias páginas para impresión policroma y un montón de dibujos lineales por añadidura. Podría haberlos inventado. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Fui lo bastante tonto como para preocuparme y deslomarme con el fin de lograr algunos dibujos honestos y este es el agradecimiento que recibo.

—¿Llevabas una cámara?

—No. La llevaré la próxima vez. No desperdiciaré ya mi tiempo trabajando a conciencia para Jamison —dije malhumorado.


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28 págs. / 49 minutos / 104 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2017 por Edu Robsy.

Historia de un Mirlo Blanco

Alfred de Musset


Cuento


I

¡Qué glorioso, y qué penoso es ser en este mundo un mirlo excepcional! No soy un pájaro fabuloso, el señor Buffon me ha descrito. Pero, desgraciadamente, soy raro y muy difícil de encontrar. ¡Ojalá fuera completamente imposible de encontrar!

Mi padre y mi madre eran dos buenos individuos que vivían, desde hacía años, al fondo de un viejo jardín aislado del Marais. Era una pareja ejemplar. Mientras mi madre, instalada en un tupido arbusto, ponía regularmente tres veces al año y incubaba somnolienta con un fervor patriarcal, mi padre, aún muy limpio y petulante pese a su edad, picoteaba alrededor de ella, le traía hermosos insectos que atrapaba delicadamente por el extremo de la cola para no inspirarle repugnancia a su mujer y, al anochecer, si hacía buen tiempo, no dejaba jamás de obsequiarla con una canción que alegraba a todo el vecindario. Jamás una querella, jamás el menor nubarrón turbó aquella plácida unión.

Apenas vine al mundo, y por primera vez en su vida, mi padre empezó a manifestar mal humor. Aunque yo no fuera aún sino de un gris sospechoso, no reconocía en mí ni el color, ni el aspecto de su numerosa prole.

—¡Qué sucio es este hijo! —decía a veces mirándome de través—; se diría que este chiquillo va a revolcarse en todos los yesones y en todos los montones de barro que se encuentra, para estar siempre tan feo y enfangado.

—¡Eh, Dios mío! —contestaba mi madre siempre hecha una bola en una vieja escudilla de la que había hecho su nido— ¿no ve, amigo mío, que es propio de su edad? Usted mismo, ¿no fue un encantador granuja? Deje que nuestro mirlito crezca, y ya verá como será hermoso; es uno de los mejores que he puesto.


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28 págs. / 49 minutos / 125 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Casa de Mapuhi

Jack London


Cuento


No obstante la pesada torpeza de sus líneas, el Aorai maniobró fácilmente en la brisa ligera, y su capitán lo condujo hacia adelante antes de virar apenas fuera del oleaje. El atolón de Hikueru —un círculo de fina arena de coral de un centenar de metros de ancho, con una circunferencia de veinte millas— se extendía bajo el agua, y emergía entre un metro y un metro y medio del límite de la alta marea. En el lecho de la inmensa laguna cristalina existía abundancia de ostras perlíferas, y desde el puente de la goleta, a través del ligero anillo del atolón, podía verse trabajar a los buzos. Pero la laguna no tenía acceso, ni siquiera para una goleta mercante. Con brisa favorable, los cúters podían penetrar a través del canal tortuoso y poco profundo, pero las goletas anclaban fuera y enviaban sus chalupas adentro.


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28 págs. / 49 minutos / 1.177 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Sin Pasar por la Vicaría

Rudyard Kipling


Cuento


Antes de primavera coseché las ganancias del otoño;
a destiempo mi campo se vistió de grano blanco.
Y a mi pena le confió el año sus secretos.
Desflorada y forzada, una estación enferma a la otra sucedía,
dio misteriosamente la abundancia paso a la escasez;
vi llegar el ocaso antes de que otros contemplaran el día,
yo, que sé demasiado de lo que no debiera.

BITTER WATERS

I

—Pero ¿y si fuera niña?

—No, por Dios. Tantas noches he rezado y tantas ofrendas he enviado al altar de Sheij Badl, que estoy segura de que Dios nos dará un hijo… un varón que se convertirá en un hombre. Debes estar contento. Mi madre será su madre hasta que yo pueda ocuparme de él, y el mullah de la mezquita pastún anunciará su nacimiento… ¡Dios quiera que nazca en hora auspiciosa! Y entonces tú nunca te cansarás de mí, tu esclava.

—¿Desde cuándo eres tú una esclava, mi reina?

—Desde el principio… desde que esta bendición vino a mí. ¿Cómo podía estar segura de tu amor, sabiendo que me habías comprado con plata?

—No; eso fue la dote que le pagué a tu madre.

—Que la enterró y se pasa el día entero sentada encima de ella, como una gallina clueca. ¡Qué dices de dote! Me compraste como a una bailarina de Lucknow, no como a una muchacha.

—¿Y lamentas la compra?

—Lo he lamentado; pero ahora estoy contenta. ¿Verdad que nunca dejarás de amarme? Di, mi rey.

—Nunca… nunca. No.

—¿Ni siquiera cuando las mem-log, las mujeres blancas de tu propia sangre, te ofrezcan su amor? Recuerda que las he visto pasar en coche por las tardes, y son muy hermosas.

—Y yo he visto centenares de cometas. Y he visto la luna; y ya no quiero ver más cometas.

Amira aplaudió y rió.


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28 págs. / 49 minutos / 56 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Diagnóstico

Edith Wharton


Cuento


I

No había nada por lo que preocuparse. Absolutamente nada. «Por supuesto que no… ¡Eso es lo que todos dicen!». Paul Dorrance se alejó del escritorio y se acercó a la ventana de su elevado piso. Daba al sur, sobre la atestada e imponente Nueva York de Wall Street, que era el centro visible y el símbolo de su vida laboral. Respiró aliviado porque, bajo su incredulidad externa, la confianza iba ganando terreno poco a poco. Los dos eminentes doctores a los que acababa de ver le habían dicho que volvería a estar recuperado en cuestión de pocos meses, que era un error tener miedo, que bastaba con alejarse del trabajo hasta haber recobrado el equilibrio físico y mental. Dorrance había mostrado su conformidad con una sonrisa, mientras pensaba para sí: «¡Condenados embaucadores! ¡Como si no supiera yo cómo me sentía!». Sin embargo, poco más de un cuarto de hora después, las palabras de los médicos habían hecho efecto y con una tímida avidez se rendía a la sensación de la vida recuperada. «¡Caramba! Es cierto que me encuentro mejor», murmuró, y regresó a su escritorio mientras recordaba que no había desayunado. ¡Hacía meses que no se fijaba en algo así! Tiró del cordón que quedaba a la altura del hombro y, con sonrisa casi de disculpa, dijo a su criado que… bueno, sí… los médicos le habían recomendado comer más. Tal vez le vendría bien acompañar el café con uno o dos huevos… Sí, y beicon. Aguardó irritado e impaciente a que llegase la bandeja.


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27 págs. / 48 minutos / 83 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Rey del Pueblo Olvidado

Robert E. Howard


Cuento


Jim Brill se pasó la lengua por los labios agrietados y, con los ojos inyectados en sangre, lanzó miradas feroces a su alrededor. Tras él se extendía un arenal de dunas de cimas redondeadas; por delante se alzaban los contrafuertes desolados de las montañas sin nombre que eran su destino. El sol flotaba por encima del horizonte, al oeste, con un color de oro viejo en el velo de polvo que tintaba el cielo de un amarillo azufrado e impregnaba el aire que respiraba.

Sin embargo, contemplaba con gratitud aquella nube de polvo. Porque, sin la tormenta de arena, habría conocido sin lugar a dudas la misma suerte que sus guías y sus sirvientes... la suerte que cayó sobre ellos de manera imprevisible.

El ataque tuvo lugar al alba. Surgiendo por detrás de una duna árida que disimuló su acercamiento, un enjambre de jinetes achaparrados, a lomos de caballos de pelo largo, llegó al galope e irrumpió en el campamento, aullando como demonios, disparando y lanzando tajos. En lo más duro del combate, llegó la tempestad portando nubes de un polvo cegador que cubrieron el desierto. Jim Brill aprovechó aquel hecho para huir, sabiendo que era el único miembro de la expedición que seguía con vida, a costa de muchos esfuerzos, para proseguir con su extraña búsqueda.

En aquel momento, tras aquella huida desesperada que había agotado sus fuerzas y las de su montura, no veía señal alguna de sus perseguidores, aunque el polvo, que flotaba por encima del desierto, limitaba considerablemente la extensión de lo que podía ver.

Era el único hombre blanco de la expedición. Por sus anteriores encuentros con bandidos mongoles, sabía que no le dejarían escapar si estaba en su mano impedirlo.

Los bienes de Brill consistían en un Colt 45, que colgaba de su cadera, y un bidón que contenía unas pocas gotas de agua. Su caballo, sin rechistar bajo su peso, estaba extenuado por culpa de la larga huida.


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27 págs. / 48 minutos / 45 visitas.

Publicado el 9 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Campanilla de la Doncella

Edith Wharton


Cuento


I

Era el otoño, después de haber pasado el tifus. Había estado en el hospital, y cuando salí tenía un aspecto tan endeble y vacilante que las dos o tres damas a las que pedí trabajo no me aceptaron, por temor. Se me había agotado casi todo el dinero, y después de vivir de la pensión durante dos meses, frecuentando agencias de colocaciones y escribiendo a todos los anuncios que me parecían respetables, casi perdí las esperanzas, porque el andar de un lado para otro no me había permitido recuperar peso; así que no veía cómo podía cambiar mi suerte. Pero cambió…, o así lo creí yo entonces. Un día me tropecé con una tal señora Railton, amiga de la señora que me había traído a Estados Unidos, y me paró para saludarme; era de esas personas que hablan siempre con mucha familiaridad. Me preguntó qué me pasaba que estaba tan pálida, y cuando se lo conté, dijo:

—Vaya, Hartley; creo que tengo precisamente el puesto que necesitas. Ven mañana a verme y hablaremos de esto.

Al día siguiente, cuando fui a visitarla, me contó que se había acordado de una sobrina suya, una dama joven, aunque algo delicada, que vivía todo el año en su finca de Hudson, ya que no soportaba el ajetreo de la vida ciudadana.


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27 págs. / 48 minutos / 59 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Vittoria Accoramboni

Stendhal


Cuento, Crónica


Para desgracia mía y del lector, esto no es una novela, sino la traducción fiel de una historia muy seria escrita en Padua en diciembre de 1585.

Hace algunos años me encontraba en Mantua, buscando esbozos y cuadros pequeños al alcance de mi pequeña fortuna, pero quería que fueran de pintores anteriores al año 1600; por aquel entonces terminaba de eclipsarse la originalidad italiana, que ya había estado en grave peligro con la toma de Florencia en 1530.

En vez de cuadros, un viejo aristócrata tan rico como avaro me propuso venderme, a precio muy alto, unos viejos manuscritos que el tiempo había teñido de amarillo; le pedí que me dejara hojearlos; me lo permitió, añadiendo que se fiaba de mi honestidad para que no recordara las anécdotas sabrosas que leyera, si no compraba los manuscritos.


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27 págs. / 48 minutos / 93 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2018 por Edu Robsy.

Relato de Ciertos Sucesos Extraños en la Calle Aungier

Joseph Sheridan Le Fanu


Cuento


Esta historia mía no es para escribirse. Si se cuenta, como a veces he hecho a petición general, junto a la lumbre después de una buena cena una noche de invierno con el viento frío rugiendo fuera y todos bien calentitos y confortablemente instalados, puede resultar bastante bien si yo no me alabo a mí mismo quién lo va a hacer en mi lugar. Pero es un riesgo hacerlo como me piden que lo haga. La pluma, la tinta y el papel son vehículos muy fríos para lo maravilloso, y el «lector» es decididamente un animal más crítico que el «oyente». Pero si logran convencer a sus amigos para que la lean una vez caída la noche, después de que la charla junto a la lumbre lleve un buen rato versando sobre emocionantes relatos llenos de terror y misterio, en una palabra, si me aseguran los mollia tempora fandi, me pondré a trabajar enseguida para contarles con la mejor disposición lo que tenga que contar. Pues bien, presupuestas estas condiciones, no voy a desperdiciar más palabras y paso ya a contarles la historia en cuestión.

Mi primo (Tom Ludlow) y yo estudiábamos medicina juntos. Creo que él habría tenido bastante éxito de haberse dedicado a esta profesión; pero el pobre chico prefirió la iglesia y murió joven, víctima de un contagio contraído en el noble desempeño de su labor sacerdotal. Por lo que aquí interesa, baste con saber que era de carácter tranquilo, pero franco y alegre, y muy escrupuloso en la observancia de la verdad; por cierto, bastante distinto a mí, que soy de un temperamento excitable y nervioso.


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Publicado el 24 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Ellos

Rudyard Kipling


Cuento


Una vista llamaba a otra; una cima a su compañera, hacia la otra mitad del condado, y como responder a la invitación no requería mayor esfuerzo que el de tirar de una palanca, encomendé el camino a mis ruedas y me dejé llevar. Las llanuras del este, tachonadas de orquídeas, daban paso al tomillo, las encinas y la hierba gris de los promontorios cretáceos del sur, y éstos a los fértiles trigales y a las higueras de la costa, donde el ritmo regular de la marea me acompañó a mano izquierda por espacio de veinte kilómetros sin interrupción; y al girar tierra adentro, entre un cúmulo de bosques y colinas redondeadas, abandoné definitivamente todos los límites conocidos. Una vez pasada esa aldea concreta que se conoce como madrina de la capital de Estados Unidos, encontré pueblos perdidos donde las abejas, las únicas criaturas despiertas, zumbaban entre los tilos de veinticuatro metros de altura que descollaban sobre las grises iglesias normandas; milagrosos arroyos que se zambullían bajo puentes de piedra construidos para soportar un tráfico más pesado del que jamás volverían a padecer; graneros diezmales más grandes que sus iglesias; y una vieja herrería que proclamaba a los cuatro vientos su antigua condición de sala de los caballeros templarios. Y encontré gitanos en unas eras, donde aulagas, brezo y helechos combatían entre sí a lo largo de un kilómetro y medio de calzada romana; y un poco más adelante espanté a un zorro rojo que retozaba como un perro bajo el crudo sol.


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27 págs. / 48 minutos / 210 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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