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La Muñeca de Porcelana

León Tolstói


Cuento


Una carta escrita por Tolstoi seis meses después de su matrimonio a la hermana más joven de su esposa, la Natacha de Guerra y Paz. En las primeras líneas, la letra es de su mujer, en el resto la suya propia.

21 de marzo de 1863

¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti... Aún no has contestado a la alocada carta de Levochka (Tolstoi), de la que no entendí una palabra.

23 de marzo

Aquí ella empezó a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí. Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, siempre estuvo constituida de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenía control sobre sus extremidades, las cuales —brazos y piernas— podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo, a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí. ¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida; además, amas a tus padres (por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido), es por esto que te escribo, para contarte cómo ocurrió.


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4 págs. / 8 minutos / 417 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Serpiente del Sueño

Robert E. Howard


Cuento


La noche estaba extrañamente tranquila. Mientras nos sentábamos en la amplia galería, mirando las praderas anchas y sombrías, el silencio del momento inundó nuestros espíritus y durante largo rato nadie habló.

Entonces, en la lejanía de las borrosas montañas que trazaban el horizonte oriental, una bruma difusa empezó a resplandecer, y pronto salió una gran luna dorada, emitiendo una radiación fantasmal sobre la tierra y dibujando enérgicamente los macizos oscuros de sombras que formaban los árboles. Una brisa suave llegó susurrando desde el este, y la hierba sin segar se agitó en olas largas y sinuosas, difusamente visibles bajo la luz de la luna; y desde el grupo que estábamos en la galería brotó un fugaz suspiro, como si alguien tomara una profunda bocanada de aire que provocó que todos nos volviéramos a mirar.

Faming se inclinaba hacia delante, agarrándose a los brazos de la silla, la cara extraña y pálida bajo la luz espectral; un fino hilo de sangre goteaba del labio en el que había clavado sus dientes. Asombrados, le miramos, y de pronto se agitó con una risa breve semejante a un bufido.


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Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Telaraña

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


La cocina de la granja quizás estaba donde estaba por azar o accidente. Sin embargo, la ubicación bien podía haber sido proyectada por un experto estratega en arquitectura campesina. La lechería, el corral, el huerto y los demás lugares de trajín de la granja parecían tener fácil acceso a aquel refugio con piso de anchas losas, en donde había espacio para todo y en donde un par de botas embarradas dejaban huellas fáciles de barrer. Y aún así, a pesar de lo bien emplazada que estaba en el centro del tráfago humano, su única ventana, larga, enrejada, con un amplio asiento empotrado y enmarcada en un alféizar más allá de la enorme chimenea, dominaba un dilatado paisaje silvestre de colinas, brezales y boscosas cañadas. El hueco de la ventana era casi un cuartito de por sí, en realidad el más agradable de la granja en cuanto a situación y posibilidades. La joven señora Ladbruk, cuyo marido acababa de recibir la granja por herencia, había puesto los ojos en el cálido rinconcito; y los dedos le picaban por volverlo claro y acogedor con cortinas de zaraza, vasos llenos de flores y una repisa o dos con viejos platos de porcelana. La mohosa sala de la casa, que daba a un jardín adusto, melancólico y encerrado por tapias lisas y altas, no era un cuarto que se prestara con facilidad para el confort o la decoración.

—Cuando estemos más instalados voy a hacer maravillas en la cocina para que sea habitable —decía la joven mujer a las contadas visitas.

En aquellas palabras había un deseo callado, un deseo que además de callado era inconfesable. Emma Ladbruk era la señora de la granja. Junto con su marido podía tener derecho a opinar y hasta cierto punto a decidir en la conducción de sus asuntos. Pero no era la señora de la cocina.


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6 págs. / 11 minutos / 170 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Visita del Señor Testador

Charles Dickens


Cuento


El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un mobiliario muy es caso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy des nudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta d, que no tenía carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano es taba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría e sótano que le correspondía podía suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y senderos del otro lado del Strand. Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que, apostaban, que meditaban sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas dormidas ( despiertas pero preocupadas por sus propios asuntos


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Almas Gemelas

Bram Stoker


Cuento


1. Bis DAT QUI NON CITO DAT

En casa de los Bubb reinaba la alegría.

Durante diez largos años, Ephraim y Sophonisba Bubb se habían lamentado de lo solos que se sentían. Durante todo este tiempo, se habían dedicado a mirar las tiendas de ropa de bebé y los almacenes, donde las cunas aparecían en tentadoras filas. Habían rezado y suspirado, habían llorado y anhelado aquel día, pero el médico nunca les había dado la más mínima esperanza.

Pero ahora, al fin, había llegado el momento tan esperado. Mes tras mes habían tenido todo el cuidado del mundo, y los días transcurrieron lentamente. Los meses dieron paso a semanas, las semanas a días, los días se hicieron horas, las horas minutos. Ya no quedaban ni siquiera minutos, solo unos segundos.

Ephraim Bubb se sentó con miedo en la escalera. Desde allí, intentó afinar el oído para captar los acordes de la maravillosa música que saldría de los labios de su primer hijo. En la casa reinaba el silencio, esa calma mortal que precede a un huracán. ¡Ay, Ephraim Bubb!, ¿no pensaste nunca que algo podía destruir para siempre la paz y la alegría de tu hogar, y que abrirías tus ojos atónitos a las puertas de esa maravillosa tierra donde reina la infancia, donde el niño tirano, con un simple movimiento de su manita y con su aguda vocecita condena a sus padres a la bóveda mortal bajo los fosos del castillo? Tan pronto como piensas en ello, palideces. ¡Cómo tiemblas al sentirte al borde del abismo! ¡Si pudieras volver al pasado!


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Publicado el 17 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Las Señoritas

George Sand


Cuento


Les demoiselles o señoritas del Berry nos parecen primas de las milloraines normandas que el autor de La Normandie merveilleuse describe como seres de estatura gigantesca. Se mantienen inmóviles y su forma, poco definida, no permite reconocer ni sus miembros ni su rostro. Cuando alguien se acerca a ellas, huyen dando una serie de saltos irregulares muy rápidos.

Las señoritas o damas blancas son de todos los países. No creo que sean de origen galo, sino más bien de la Francia de la Edad Media. Sea como fuere, contaré una de las leyendas más completas que he podido recoger a propósito de ellas.

Un gentilhombre del Berry, llamado Jean de la Selle, vivía el siglo pasado en su castillo situado al fondo de los bosques de Villemort. La zona, triste y salvaje, se alegra un poco en la linde con los bosques, allí donde el terreno seco, plano y cubierto de robles, se inclina hacia praderas que humedecen una serie de pequeños lagos hoy mal cuidados.

Ya en el tiempo del que hablamos, las aguas empapaban los prados del señor de la Selle, dado que el buen gentilhombre no poseía suficiente fortuna como para hacer sanear sus tierras. Poseía una gran extensión, pero de escasa calidad y de pequeño rendimiento.

Sin embargo, él vivía contento gracias a sus gustos modestos y a su carácter tranquilo y jovial. Los campesinos de sus tierras y de los alrededores lo tenían por un hombre de bondad extraordinaria y de rara delicadeza. Decían de él, que antes de perjudicar lo más mínimo a un vecino, fuera quien fuese, se dejaría quitar la camisa del cuerpo y su caballo de entre las piernas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Lo Timó

Antón Chéjov


Cuento


En tiempos de antaño, en Inglaterra, los delincuentes condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma, aquellos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, pescado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con él hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero al recibir el dinero él, de pronto, se empezó a carcajear...

—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.

—¡Usted me compró a mí, como un hombre que debe ser colgado —dijo el delincuente carcajeándose—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja-já!


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Fuegos Fatuos

George Sand


Cuento


Los flambeaux, flambettes o flamboires, también llamados fuegos fatuos, son esos meteoros azulados que todo el mundo ha encontrado por la noche o ha visto danzar sobre la superficie inmóvil de las aguas pantanosas. Se dice que esos meteoros son inertes por sí mismos, pero la menor brisa los agita y toman aspecto de movimiento que divierte o inquieta la imaginación según ésta esté predispuesta a la tristeza o a la poesía.

Para los campesinos son almas en pena que les piden oraciones, o almas perversas que los arrastran en una carrera desesperada y los llevan, después de mil rodeos insidiosos, a lo más profundo del pantano o del río. Como al lupeux o al trasgo, se les oye reír cada vez más claramente a medida que se adueñan de su víctima y la ven aproximarse al desenlace funesto e inevitable. Las creencias varían mucho respecto a la naturaleza o la intención más o menos perversa de los fuegos fatuos. Algunos se contentan con perderte y, para lograr su fin, no les importa adoptar diversos aspectos.

Se cuenta que un pastor que había aprendido a hacer que le fueran favorables, los hacía ir y venir a su antojo. Bajo su protección todo marchaba bien para él. Sus animales disfrutaban y por lo que a él respecta, no estaba nunca enfermo, dormía y comía bien en verano como en invierno. No obstante, lo vieron de repente ponerse delgado, macilento y melancólico. Cuando le preguntaron acerca de la causa de su desazón, contó lo siguiente:

Una noche que se encontraba en su cabaña con ruedas, cerca de su redil, fue despertado por un gran resplandor y por grandes golpes sobre el techo de su habitáculo.

—¿Qué ocurre? —dijo, muy sorprendido de que sus perros no le hubieran advertido.


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5 págs. / 9 minutos / 190 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Tres Ermitaños

León Tolstói


Cuento


El arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki. En el mismo buque iban varios peregrinos al mismo punto para adorar las santas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba sin la menor oscilación.

Algunos peregrinos estaban recostados, otros comían; otros, sentados, formando pequeños grupos, conversaban. El arzobispo también subió sobre el puente a pasearse de un extremo a otro. Al acercarse a la proa vio un pequeño grupo de viajeros, y en el centro a un mujik que hablaba señalando un punto del horizonte. Los otros lo escuchaban con atención.

Detúvose el prelado y miró en la dirección que el mujik señalaba y sólo vio el mar, cuya tersa superficie brillaba a los rayos del sol. Acercóse el arzobispo al grupo y aplicó el oído. Al verle, el mujik se quitó el gorro y enmudeció. Los demás, a su ejemplo, se descubrieron respetuosamente ante el prelado.

—No se violenten, hermanos míos —dijo este último—. He venido para oír también lo que contaba el mujik.

—Pues bien: éste nos contaba la historia de los tres ermitaños —dijo un comerciante menos intimidado que los otros del grupo.

—¡Ah!... ¿Qué es lo que cuenta? —preguntó el arzobispo.

Al decir esto se acercó a la borda y se sentó sobre una caja.

—Habla —añadió dirigiéndose al mujik—, también quiero escucharte... ¿Qué señalabas, hijo mío?

—El islote de allá abajo —repuso el mujik, señalando a su derecha un punto en el horizonte—. Precisamente sobre ese islote es donde los ermitaños trabajan por la salvación de sus almas.

—¿Pero dónde está ese islote? —preguntó el arzobispo.

—Dígnese mirar en la dirección de mi mano... ¿Ve usted aquella nubecilla? Pues bien, un poco más abajo, a la izquierda..., esa especie de faja gris.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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