Aquella noche, los miembros del regocijado Club
Serapion habían comparecido puntualmente en casa de Teodoro. El viento
invernal corría en anchas ráfagas, se retorcía en torbellino y con
lágrimas de nieve atizaba los cristales mal asegurados en sus ribeteadas
emplomaduras. Menos mal que resplandecía en la habitación, debajo del
revellín de la vieja chimenea, una ancha solera de brasas; su cálida luz
acariciaba con innumerables reflejos los muebles severos de obscuro
color que contrastaban con la rebosante alegría de sus dueños. Pronto
humean las pipas y los reunidos se colocan, en orden de edad, alrededor
de la vasija del ponche de la amistad, lamida por las llamas. No falta
nadie. El decano tiene allí a todos sus invitados. La copa de Bohemia se
llena y pasa de mano en mano, la conversación agota sus recursos y se
renuevan de cabo a cabo de la velada el ponche y las anécdotas, hasta
que, exaltadas las imaginaciones, llegan a las zonas más elevadas de la
excentricidad.
—Querido Teodoro —exclama de pronto uno de los reunidos, jovial
vividor—, la conversación va a decaer si tú no la atizas con una de tus
historias, pero algo raro, ¿me entiendes?, algo que sea al mismo tiempo
sentimental, fantástico y antinarcótico.
—Brindemos —dice Teodoro— y voy a complaceros. Se trata de una
anécdota, no poco chocante, de la vida del consejero Krespel. Ese digno
personaje, que ha existido como vosotros y como yo, era, no hay duda, el
hombre más singular que en todos los días de mi vida haya visto.
Llegaba yo a las aulas de la Universidad de H… con el propósito de
cursar Filosofía, cuando corrían de boca en boca por allí las
particularidades del consejero Krespel. ¡Qué hombre más desconcertante!
Sabed, por otra parte, que el consejero Krespel gozaba en aquella época
de una reputación excepcional como sabio jurista y por su destreza como
diplomático.
Información texto 'Antonia Canta'