En los primeros días del otoño de 1838 un asunto de negocios me llevó
al sur de Irlanda. El tiempo era agradable, el lugar y la gente me eran
nuevos. Alquilé un caballo en una taberna y envié mi equipaje con un
sirviente a bordo de una diligencia de correo y luego, con la curiosidad
de un explorador, inicié un recorrido de 25 millas a caballo, por
caminos inhóspitos, hasta llegar a mi destino. Atravesé pantanos,
colinas, planicies y castillos en ruinas, siempre bajo un consistente
viento.
Inicié la marcha tarde, y habiendo hecho poco menos de la mitad del
camino, ya estaba pensando en hacer un alto en el próximo lugar
conveniente, para que descansase el caballo y se alimentase, y también
para hacerme de algunas provisiones.
Eran cerca de las cuatro cuando el camino, que ascendía gradualmente,
se desvió a través de un desfiladero entre la abrupta terminación de
unas montañas a mi izquierda, y una colina que se elevaba a mi derecha.
Abajo se erguía una precaria villa bajo una larga línea de gigantescos
árboles de hayas, cuyas ramas cobijaban a pequeñas chimeneas que emitían
sus respectivas columnas de humo. A mi izquierda, separadas por millas,
ascendiendo el cordón montañoso antes nombrado, había un bosque
salvaje, cuyos follajes y helechos terminaban en las rocas.
A medida que descendía, el camino daba algunas curvas, siempre
teniendo a mi izquierda el paredón de piedra gris, cubierto aquí y allá
con hiedra. Y al acercarme a la villa, a través de sendas en el bosque,
pude ver el largo murallón de una vieja y ruinosa casa ubicada entre los
árboles, a medio camino entre el pintoresco paisaje montañoso.
Información texto 'El Convenio de Sir Dominick'