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Empédocles: Supuesto Dios

Marcel Schwob


Cuento


Nadie sabe cuál fue su nacimiento, ni cómo vino a la tierra. Apareció junto a las riberas doradas del río Acragas, en la bella ciudad de Agrigento, poco tiempo después de que Jerjes ordenara azotar el mar con cadenas. La tradición cuenta sólo que su abuelo se llamaba Empédocles: nadie lo conoció. Indudablemente hay que entender de ello que era hijo de sí mismo, cual la conviene a un Dios. Pero sus discípulos aseguran que, antes de recorrer en plena gloria las campiñas sicilianas, ya había pasado cuatro existencias en nuestro mundo, y que había sido planta, pez, pájaro y muchacha. Llevaba un manto de púrpura sobre el que se desparramaban sus largos cabellos; alrededor de la cabeza traía una banda de oro, en los pies sandalias de bronce, y llevaba guirnaldas trenzadas de lana y de laureles.

Por imposición de sus manos curaba a los enfermos y recitaba versos, al modo homérico, con acentos pomposos, subido en un carro y la cabeza alzada hacia el cielo. Un gran gentío le seguía y se prosternaba ante él para escuchar sus poemas. Bajo el cielo puro que ilumina los trigos, los hombres acudían de todas partes hacia Empédocles, con los brazos cargados de ofrendas. Los dejaba boquiabiertos al cantarles la bóveda divina, hecha de cristal, la masa de fuego que llamamos sol, y el amor, que contiene todo, semejante a una vasta esfera.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de Hadas Suburbano

Katherine Mansfield


Cuento


El señor y la señora B. estaban almorzando en el confortable comedor decorado en rojo de su «cómoda chocita a sólo media hora de la City».

Había un buen fuego en la chimenea —ya que el comedor era también cuarto de estar—, las dos ventanas que daban al trozo de jardín, frío y desmantelado, estaban cerradas y olía gratamente a huevos con tocino, a tostadas y a café. Ahora que aquello del racionamiento quedaba prácticamente liquidado, el señor B. había hecho cuestión de honor el comer hasta hartarse antes de afrontar los manifiestos azares de cada día. Y no le importaba que se supiera; en cuanto al almuerzo, era un auténtico inglés. Había de almorzar, pues de no hacerlo se derrumbaba. Y no fuera usted a decirle que aquellos muchachos del continente tenían que realizar hasta media mañana un trabajo como el suyo con sólo un bollo y una taza de café; resultaría que usted no sabía lo que se decía.

El señor B. era un hombre robusto y juvenil que no había podido —mala suerte— mandar a paseo su trabajo e ingresar en el ejército. Durante cuatro años estuvo buscando algún otro que ocupara su puesto, pero no pudo ser. Estaba sentado en la cabecera leyendo el Daily Mail. La señora B. —un cuerpecillo juvenil, pequeño y regordete, algo así como una paloma— se atusaba el plumaje sentada enfrente tras la cafetera y vigilaba con ojos cariñosos al pequeño B., que, fajado en la servilleta, ocupaba su sitio en el comedero entre los dos y en aquel momento golpeaba el extremo de un huevo pasado por agua.


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Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Cuentista

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió.

El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.

—¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? —preguntó.

—Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba —respondió la tía débilmente.

—Pero en ese campo hay montones de hierba —protestó el niño—; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.

—Quizá la hierba de otro campo es mejor —sugirió la tía neciamente.

—¿Por qué es mejor? —fue la inevitable y rápida pregunta.

—¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

—¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —persistió Cyril.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Robo Doméstico

Anatole France


Cuento


Hace unos diez años, quizá más, quizá menos, visité una cárcel de mujeres. Era un antiguo palacio construido en tiempos de Enrique IV cuyos altos tejados de pizarra dominaban una sombría pequeña ciudad del Mediodía, a orillas de un río. El director de esta cárcel estaba próximo a la edad de la jubilación. Tenía ideas propias y sentimientos humanos. No se hacía ilusiones respecto a la moralidad de sus trescientas internas, pero no consideraba que estuviera muy por debajo de la moralidad de trescientas mujeres tomadas al azar en cualquier ciudad.

—Aquí hay de todo, como en todas partes —parecía decirme con su mirada dulce y fatigada.

Cuando cruzamos el patio, una larga fila de internas acababa su paseo silencioso y regresaba a los talleres. Había muchas viejas, con aspecto bruto y solapado. Mi amigo, el doctor Cabane, que nos acompañaba, me hizo observar que casi todas aquellas mujeres tenían alguna tara característica, que el estrabismo era frecuente entre ellas, que eran unas degeneradas y que había muy pocas que no estuvieran marcadas por los estigmas del crimen, o al menos, del delito. El director sacudió lentamente la cabeza. Vi que no compartía las teorías de los médicos criminalistas y que seguía persuadido de que en nuestra sociedad los culpables no son siempre muy diferentes de los inocentes.


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4 págs. / 7 minutos / 98 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Caso Chopham

Edgar Wallace


Cuento


Los jurisconsultos que escriben libros no gozan, generalmente, de nombre favorable entre sus colegas; pero Archibald Lenton, el más brillante de los abogados penalistas, era una excepción. Llevaba un registro de jurisprudencia y publicaba extractos de vez en cuando. No llegó a publicar sus teorías sobre el caso Chopham, aunque creo que formuló una. A continuación expongo su intervención en el caso, así como la verdad sobre Alphonse o Alfonso Ribera.

Este último tenía un don especial para las mujeres, sobre todo aquellas que no se habían graduado en la mundana escuela de la experiencia. Decía ser español, si bien su pasaporte había sido expedido por una república sudamericana. A veces presentaba tarjetas de visita en las que figuraba la inscripción «Marqués de Ribera», pero esto sólo lo hacía en ocasiones muy especiales.

Era joven, de tez olivácea y facciones impecables, y al sonreír mostraba dos hileras de dientes deslumbrantemente blancos. Consideraba conveniente cambiar su aspecto alguna que otra vez. Por ejemplo: cuando era un compañero de baile por alquiler, agregado al personal de un hotel egipcio, llevaba unas pequeñas patillas que, curiosamente, acentuaban su juventud; en el casino de Enghien, donde por algún medio había conseguido el puesto de crupier, lucía un pequeño bigote negro. Ciertos espectadores de sus numerosas aventuras, serios, sobrios y faltos de imaginación, se asombraban irritadamente de que las mujeres le dirigieran la palabra, pero bien es verdad que es extremadamente difícil para cualquier hombre, incluso un hombre sin imaginación, descubrir cualidades atractivas en los amantes con éxito.


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14 págs. / 26 minutos / 97 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Última Clase

Alphonse Daudet


Cuento


Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: “¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?”

Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:

—No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

—¡Silencio! ¡Un poco de silencio!


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

San Francisco en Ripa

Stendhal


Cuento


Aristo y Dorante han tratado este tema,
lo que ha dado a Erasto la idea de tratarlo también.

30 de septiembre

Traduzco de un cronista italiano los detalles de los amores de una princesa romana con un francés. Sucedió en 1726, a comienzos del siglo pasado. Todos los abusos del nepotismo florecían entonces en Roma. Nunca aquella corte había sido más brillante. Reinaba Benedicto XIII (Orsini), o más bien su sobrino, el príncipe Campobasso, que dirigía en nombre de aquél todos los asuntos grandes y pequeños. Desde todas partes, los extranjeros afluían a Roma, los príncipes italianos, los nobles de España, ricos aún por el oro del Nuevo Mundo, acudían en masa. Cualquier hombre rico y poderoso se encontraba allí por encima de las leyes. La galantería y la magnificencia parecían ser la única ocupación de tantos extranjeros y nacionales reunidos.

Las dos sobrinas del Papa, la condesa Orsini y la princesa Campobasso, se repartían el poder de su tío y los homenajes de la corte. Su belleza las habría hecho destacar incluso en los últimos puestos de la sociedad. La Orsini, como se dice familiarmente en Roma, era alegre y disinvolta; la Campobasso, tierna y piadosa; pero un alma tierna susceptible de los más violentos arrebatos. Sin ser enemigas declaradas, aunque se encontraban todos los días en los apartamentos del Papa y se veían a menudo en sus propias casas, las damas eran rivales en todo: en belleza, en influencia y en riqueza.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Diplomacia

Lafcadio Hearn


Cuento


Según las órdenes, la ejecución debía llevarse a cabo en el jardín del yashiki. De modo que condujeron al hombre al jardín y lo hicieron arrodillar en un amplio espacio de arena atravesado por una hilera de tobiishi, o pasaderas, como las que aún suelen verse en los jardines japoneses. Tenía los brazos sujetos a la espalda. La servidumbre trajo baldes con agua y sacos de arroz llenos de piedras; y se apilaron los sacos alrededor del hombre en cuclillas, de tal forma que éste no pudiera moverse. Vino el señor y observó los preparativos. Los halló satisfactorios y no hizo observaciones.

Súbitamente gritó el condenado:

—Honorable señor, la falta por la que me habéis sentenciado no fue cometida con malicia. Fue sólo causa de mi gran estupidez. Como nací estúpido, en razón de mi karma, no siempre pude evitar ciertos errores. Pero matar a un hombre por ser estúpido es una injusticia… y esa injusticia será enmendada. Tan segura como mi muerte ha de ser mi venganza, que surgirá del resentimiento que provocáis; y el mal con el mal será devuelto…

Si se mata a una persona cuando ésta padece un gran resentimiento, su fantasma podrá vengarse de quien causó esa muerte. El samurai no lo ignoraba. Replicó con suavidad, casi con dulzura:

—Te dejaremos asustarnos tanto como gustes… después de muerto. Pero es difícil creer que tus palabras sean sinceras. ¿Podrías ofrecernos alguna evidencia de tu gran resentimiento una vez que te haya decapitado?

—Por supuesto que sí —respondió el hombre.

—Muy bien —dijo el samurai, desnudando la espada—; ahora voy a cortarte la cabeza. Frente a ti hay una pasadera. Una vez que te haya decapitado, trata de morder la piedra. Si tu airado fantasma puede ayudarte a realizar ese acto, por cierto que nos asustaremos… ¿Tratarás de morder la piedra?


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Kerfol

Edith Wharton


Cuento


I

—Deberías comprarla —dijo mi anfitrión—; es precisamente el lugar ideal para un solitario impenitente como tú. Vale la pena poseer la casa más romántica de Bretaña. Sus dueños actuales están sin un céntimo y la dan por una ridiculez… Deberías comprarla.

No fue ni mucho menos con idea de vivir conforme al carácter que mi amigo Lanrivain me atribuía (de hecho, bajo mi apariencia insociable, siempre he tenido secretos anhelos de vida doméstica), por lo que hice caso de su sugerencia una tarde de otoño, y fui a Kerfol. Mi amigo iba en automóvil a Quimper por cuestiones de negocios: me dejó, de camino, en un cruce que había en un páramo; y me dijo:

—Tuerce primero a la derecha y luego a la izquierda. Después, sigue recto hasta que veas una avenida de árboles. Si te encuentras con algún campesino, no le preguntes. No entienden el francés, pero fingirán que sí y te confundirán. Pasaré por aquí a recogerte a la caída de la tarde… No te olvides de echar una ojeada a las tumbas de la capilla.


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Publicado el 28 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Esmé

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Todas las historias de caza son iguales —dijo Clovis—, igual que todas las de carreras de caballos y todas las de...

—La mía no se parece para nada a ninguna que hayas escuchado —dijo la baronesa—. Sucedió hace bastante tiempo, cuando yo tenía unos veintitrés años. En ese entonces no vivía separada de mi esposo: ninguno de los dos podía darse el lujo de pasarle una pensión al otro. Digan lo que digan los refranes, la pobreza mantiene unidos más hogares de los que desbarata. Lo que sí hacíamos era salir de caza con jaurías distintas. Pero nada de esto tiene que ver con mi historia.

—Todavía no llegamos al encuentro antes de la partida. Supongo que hubo uno —dijo Clovis.

—Claro que sí —dijo la baronesa—. Estaban todos los de siempre, especialmente Constance Broddle. Constance era una de esas muchachotas rubicundas que cuadran tan bonito con los paisajes otoñales y los adornos navideños de la iglesia.

"—Tengo el presentimiento de que algo terrible va a pasar —me dijo—. ¿Estoy pálida?

"Lo estaba, casi tanto como una remolacha que acaba de recibir malas noticias.

"—Te ves mejor que de costumbre —le dije—; pero en el caso tuyo eso es tan fácil...

"Antes de que captara el correcto sentido de este comentario ya habíamos ido al grano. Los perros acababan de levantar una zorra que andaba agazapada en unos matorrales."

—Ya lo sabía —dijo Clovis—. En todas las historias de cacería de zorras siempre hay una zorra y unos matorrales.


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5 págs. / 9 minutos / 89 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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