El indio Presentación Balbuca se ajustó el
amarre de los calzoncillos, tercióse el poncho colorado
a grandes rayas plomas, y se quedó estático,
con la mirada perdida, en el umbral de la sucia
tienda del abogado.
Este, desde su escritorio, dijo aún:
—Verás, verás no más, Balbuca. Claro de
que el juez parroquial… ¡longo simoniaco! …nos
ha dado la contra, pero, ¿quiersde contra?, nosotros
le apelamos.
Añadió, todavía:
—No te olvidarás de los tres ayoras.
El indio Balbuca no lo atendía ya.
Masculló una despedida, escupió para adelante
como las runallamas, y echó a andar por la
callejuela que trepaba en cuesta empinada hasta
la plaza del pueblo.
Parecía reconcentrado, y su rostro estaba
ceñudo, fosco. Pero, esto era sólo un gesto. En
realidad, no pensaba en nada, absolutamente en
nada.
De vez en vez se detenía, cansado.
Escarbaba con los dedos gordos de los pies
el suelo, se metía gruesamente aire en los pulmones,
y lo expelía luego con una suerte de silbido
ronco, con un ¡juh! prolongado que lo dejaba
exhausto hasta el babeo. En seguida tornaba a la
marcha con pasos ligeritos, rítmicos.
Al llegar a la plaza se sentó en un poyo de
piedra. De la bolsita que pendía de su cuello, bajo
el poncho, sacó un puñado de máchica y se lo metió
en la boca atolondradamente.
El sabor dulcecillo llamóle la sed. Acercóse
a la fuente que en el centro de la plaza ponía su
nota viva y alegre, y espantó a la recua de mulares
que en ella bebía.
—¡Lado! ¡Lado! —gritó con la voz de los caminos—. ¡Lado!
Apartáronse las bestias, y el indio Balbuca
pudo meter en el agua revuelta y negruzca su
mano ahuecada que le sirvió de vasija.
—¡Ujc!…
Satisfecho, se volvió al poyo de piedra.
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