Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento | pág. 6

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etiqueta: Cuento


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Guásinton

José de la Cuadra


Cuento


I

Yo he encontrado a los lagarteros, esto es, a los cazadores de lagartos, en los sitios más diversos e inesperados, a extremo de resultar extraordinarios, de no considerarse la condición trashumante de esos hombres y sus hábitos andariegos, que los llevan a vagar muy lejos de los ríos y de las ciénagas propicios, quizá movidos por un inconsciente anhelo de olvidar los peligros tremendos aparejados a su oficio.

Me topé con ellos cierta vez, cuando hacía a caballo el crucero de Garaycoa o Yaguachi.

Estaban dos entonces.

El uno, machucho ya, de cuerpo delgado, era cojo; alguna ocasión, entre las fauces de los saurios, en quién sabe qué poza distante, se le quedaría perdida para siempre, la pierna derecha, seccionada sobre la articulación de la rodilla.

Cojeaba el infeliz de un modo lamentable, apoyándose en una muleta de palo—amarillo, burda y desproporcionada, que le alzaba el hombro y le obligaba a torcer el tronco hacia la izquierda.

Formaba, por ello, una figura curiosa, mantenida en oblicua aguda sobre el suelo, y que, contra todo sentimiento de humanidad, incitaba un poco a la sonrisa.

No crucé más palabras con él que las rigurosas del saludo; pero, por mi peón, que lo conocía, supe que, a pesar de sus años cansados, se dedicaba aún a su faena de alto riesgo y que gozaba reputación de arponeador habilísimo.

El otro cazador, mucho más joven que el primero, parecía su hijo o su sobrino.

Tenía con el baldado ese inconfundible aire de familia.

Era mozo fuerte, de tórax ancho y recia complexión.

No obstante, bajo su piel cobriza se delataba el palor de la malaria o de la anquiíostomiasis.

Pero, no mostraba huella visible de su trato con la fiera verde.

Su cuerpo se conservaba intacto.

Hasta entonces, por lo menos, los saurios lo habían respetado.


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8 págs. / 15 minutos / 2.179 visitas.

Publicado el 29 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

La Horma de su Zapato

Vicente Riva Palacio


Cuento


Con sólo que hubiera tenido talento, instrucción, dinero, buenos padrinos y una poca de audacia, habría hecho un gran papel en la sociedad el amigo que me refirió lo que voy a contar. Pero aunque de escasa lectura, como es viejo y no ha salido de Madrid, tiene mucho mundo, y debe creer que es una verdad cuanto me dijo, y allá va ello.

Hay en el infierno jerarquías, lo mismo que en el cielo y en la tierra; y hay diablos que ocupan encumbrados puestos, mereciéndolos o no; al paso que hay otros que se llevan de cesantes, sin tener ni una mala alma de usurero a quien dar tormento, ni reciben siquiera la comisión de pervertir en el mundo, para llevar al reino de las tinieblas el espíritu de algún desesperado mortal.

Uno de éstos, de quien se decía que por pasarse de listo había sido dado de baja, andaba siempre en pretensiones sin poder alcanzar empleo; entre los diablos mejor informados y que estaban al corriente de las intrigas políticas, se aseguraba que este infeliz, que tenía por nombre Barac, que en hebreo tanto quiere decir como Relámpago, debía todos sus infortunios a la enemistad de otro diablo llamado Jeraní (engañador), que le tenía jurado odio mortal y que se había propuesto ponerle siempre en ridículo.

Pero a pesar de este odio y esa mala voluntad, Barac alcanzó al fin contar con buenos padrinos, seguro ya de burlar todas asechanzas de Jeraní, que con esto quedaba vencido.

Un día, Luzbel, aunque poniendo mal ceño, llamó a Barac y le dijo:

—Si usted quiere —porque también en el infierno hay urbanidad— que se le reponga en su destino de tostador de malcasadas, que yo sé que es bastante alegre y socorrido, va usted a salir al mundo, y dentro de quince días, a las doce en punto de la noche, del lugar en que usted estuviese, ha de traer usted un alma de mujer, joven y bonita.


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7 págs. / 12 minutos / 1.036 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Ojos de Judas

Abraham Valdelomar


Cuento


I

El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar. Tenía tres plazas. Una, la principal, enarenada, con una suerte de pequeño malecón, barandado de madera, frente al cual se detenía el carro que hacía viajes "al pueblo"; otra, la desolada plazoleta donde estaba mi casa, que tenía por el lado de oriente una valla de toñuces; y la tercera, al sur de la población, en la que había de realizarse esta tragedia de mis primeros años.

En el puerto yo lo amaba todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello y memorable. Tenía nueve años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formóse el fondo de mi vida triste. A la orilla del mar se piensa siempre; el continuo ir y venir de olas; la perenne visión del horizonte; los barcos que cruzan el mar a lo lejos sin que nadie sepa su origen o rumbo; las neblinas matinales durante las cuales los buques perdidos pitean clamorosamente, como buscándose unos a otros en la bruma, cual ánimas desconsoladas en un mundo de sombras; las "paracas", aquellos vientos que arrojan a la orilla a los frágiles botes y levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido cotidiano del mar, de tan extraños tonos, cambiantes como las horas; y a veces, en la apacible serenidad marina, el surgir de rugidores animales extraños, tritones pujantes, hinchados, de pequeños ojos y viscosa color, cuyos cuerpos chasquean las aguas al cubrirlos desordenadamente.


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14 págs. / 24 minutos / 3.744 visitas.

Publicado el 7 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Genio del Pesacartas

Teresa de la Parra


Cuento


Esta era una vez un gnomo sumamente listo e ingenioso: todo él de alambre, paño y piel de guante. Su cuerpo recordaba una papa, su cabeza una trufa blanca y sus pies a dos cucharitas. Con un pedazo de alambre de sombrero se hizo un par de brazos y un par de piernas. Las manos enguantadas con gamuza color crema no dejaban de prestarle cierta elegancia británica, desmentida, quizás, por el sombrero que era de pimiento rojo. En cuanto a los ojos, particularidad misteriosa, miraban obstinadamente hacia la derecha, cosa que le prestaba un aire bizco sumamente extravagante.

Lo envanecía mucho su origen irlandés, tierra clásica de hadas, sílfides y pigmeos, pero por nada en el mundo hubiera confesado que allá en su país había modestamente formado parte de una compañía de menestriles o cantores ambulantes: semejante detalle no tenía por qué interesar a nadie.

Después de sabe Dios qué viajes y aventuras extraordinarias, había llegado a obtener uno de los más altos puestos a que pueda aspirar un gnomo de cuero.

Era el genio de un pesacartas sobre el escritorio de un poeta. Entiéndase por ello que instalado en la plataforma de la máquina brillante se balanceaba el día entero sonriendo con malicia. En los primeros tiempos había sin duda comprendido el honor que se le hacía al darle aquel puesto de confianza. Pero a fuerza de escuchar al poeta, su dueño, que decía a cada rato: “¡Cuidado!, que nadie lo toque, que no le pasen el plumero. Miren qué gracioso es … ¡Es él quien dirige el vaivén de billetes y cartas! …” Había acabado por ponerse tan pretencioso que perdió por completo el sentido de su importancia real —y esto al punto de que cuando lo quitaban un instante de su sitio para pesar las cartas, le daban verdaderos ataques de rabia y gritaba que nadie tenía derecho a molestarlo, que él estaba en su casa, que haría duplicar la tarifa y demás maldades delirantes.


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4 págs. / 7 minutos / 790 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los Ojos de Lina

Clemente Palma


Cuento


El teniente Jym de la armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Cristianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.


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8 págs. / 14 minutos / 2.254 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Pluma de Ganso

Roberto Arlt


Cuento


Desde pequeños, Arsenio y yo nos detestamos. En la escuela ya me aventajaba considerablemente por la posición de sus padres, a la cual no eran insensibles nuestros maestros. Más tarde, cuando dejamos las aulas y entramos a formarnos un honrado porvenir en el comercio, Arsenio me superó tan considerablemente, que yo era aún simple viajante al servicio de una empresa, cuando Arsenio administraba una compañía.

Pero mi odio y la envidia que experimentaba contra Arsenio no maduró hasta los mismos límites de la ferocidad sino el día que me arrebató a mi novia Herminia.

En un viaje de regreso de una larga gira por el interior me encontré con que Herminia se había casado con Arsenio.

Yo no podía alegrarme por la ocurrencia de este suceso, pero obedeciendo los dictados de una prudencia oscura, no le pedí explicaciones ni a Herminia ni a Arsenio. Procedí como si no hubiera ocurrido nada. Algunos curiosos intentaron tirarme de la lengua. Respondí con medias palabras, y tan equívocas, que hasta ahora podía pensarse que era yo el que había provocado la ruptura y que Herminia se había casado con Arsenio impulsada por el despecho.

Permítaseme ciertas digresiones. El suceso terrible que ocurrió más tarde, las justifica. Yo estaba acentuadamente enamorado de María (sic). La deseaba porque, mediante aquella traición fría y cínica, se me había revelado como una mujer hipócrita, vil e interesada, y esta certidumbre me embriagaba. Era un veneno cruel, matador, pero indispensable. Además, estaba absolutamente seguro que nada de todo aquel pasado que ambos habíamos vivido estaba muerto entre nosotros. De modo que la primera vez que me encontré con ella, la saludé correctamente, me interesé por su salud y fingí tan habilidosamente encontrarme cómodo junto a ella, que Herminia no pudo evitar el examinarme con cierta curiosidad sorprendida.


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6 págs. / 11 minutos / 790 visitas.

Publicado el 11 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Misterio de los Tres Sobretodos

Roberto Arlt


Cuento


De haberse sabido que fue Ernestina la que descubrió al ladrón, probablemente Ernestina hubiera ido a parar a presidio por un largo tiempo de su vida... Nunca pudo ser aclarado el misterio de la oficina.

Ateniéndose a los sucesos tal me fueron narrados, podría afirmar que “el enigma de la oficina” fue uno de los tantos dramas oscuros que se gestan en las entrañas de las grandes ciudades, donde las bagatelas terminan por revestir un contorno de episodio cruento en la conciencia de las personas que a diario se soportan en un ambiente estrecho de trabajo y duro de responsabilidades.

La policía realizó investigaciones superficiales en tomo del grave suceso, pero acabó por abandonar la búsqueda del autor o autora, por creer en cierto modo que el asunto no merecía el tiempo que absorbía a las actividades de los funcionarios, ocupados en novedades de mayor trascendencia.

He aquí cómo se gestó el suceso conocido entre los empleados de la “Casa Xenius, ropería para hombres y mujeres, artículos de confección, etc.”, bajo el nombre de “El misterio de los tres sobretodos”.

En la oficina de Expedición al interior de la casa Xenius comenzaron a desaparecer prendas de vestir.

Un día fue un cinturón, ¡un cinturón sin hebilla!, lo que demuestra que el ladrón echaba mano a lo que podía; otra vez fue un sobre con la suma de doce pesos, olvidado en el cajón de Ernestina; otra vez fue un retazo de seda. Un retazo de un metro, valuado en ocho pesos...


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7 págs. / 12 minutos / 712 visitas.

Publicado el 1 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Niño del Carrizo

César Vallejo


Cuento


La procesión se llevaría a cabo, a tenor de inmemorial liturgia, en amplias y artísticas andas, resplandecientes de magnolias y de cirios. El anda, este año, sería en forma de huerto. Dos hombres fueron designados para ir a traer de la espesura, la madera necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños, Miguel y yo, fuimos incluidos en la expedición.

Había que encaminarse hacia un gran carrizal, de singular varillaje y muy diferente de las matas comunes. Se trataba de una caña especial, de excepcional tamaño, más flexible que el junco y cuyos tubos eran susceptibles de ser tajados y divididos en los más finos filamentos. El amarillo de sus gajos, por la parte exterior, tiraba más al amaranto marchito que al oro brasilero. Su mejor mérito radicaba en la circunstancia de poseer un aroma característico, de mística unción, que persistía durante un año entero. El carrizo utilizado en cada Semana Santa, conservado era en casa de mi tío, como una reliquia familiar, hasta que el del año siguiente viniese a reemplazarlo. De la honda quebrada donde crecía, su perfume se elevaba un tanto resinoso, acre y muy penetrante. A su contacto, la fauna vernacular permanecía en éxtasis subconsciente y en las madrigueras chirriaban, entre los colmillos alevosos, rabiosas oraciones.

Miguel llevó sus cinco perros: Bisonte, color de estiércol de cuy, el más inteligente y ágil; Cocuyo, de gran intuición nocturna; Aguano, por su dulzura y pelaje de color caoba, y Rana, el más pequeño de todos. Miguel los conducía en medio de un vocerío riente y ensordecedor.

A medida que avanzábamos, el terreno se hacía más bajo y quebrado, con vegetaciones ubérrimas en frondas húmedas y en extensos macizos de algarrobos. Jirones de pálida niebla se avellonaban al azar, en las verdes vertientes.


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3 págs. / 5 minutos / 1.726 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Gigante Egoísta

Oscar Wilde


Cuento


Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

—¡Qué felices somos aquí!— se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

—¿Qué estáis haciendo aquí?— les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

—Mi jardín es mi jardín— dijo el gigante. —Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:


Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.
 

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

—¡Que felices éramos allí!— se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 2.647 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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