¡Vanidad de vanidades y todo vanidad!
Eclesiastés, 1, 2.
Cuando en el cuerpo debilitado por alguna dolencia se bambolea falto
de asiento el espíritu, o a raíz de algún fracaso o desengaño se hinche
en torno nuestro el Espíritu de la Disolución, acerca su boca a nuestro
oído íntimo y nos habla de esta suerte.
«¿Para qué desasosegarse en buscar un nombre y un prestigio, si no
has de vivir sino cuatro días sobre la tierra, y la tierra misma no ha
de vivir sino cuatro días del curso universal? Día vendrá en que yacerán
en igual olvido el nombre de Shakespeare y el del más oscuro aldeano.
Ese afán de renombre y ese afán de prepotencia, ¿a qué dicha sustancial
conducen?...».
Es inútil continuar, porque la cantinela es de sobra conocida; y como
el chirriar del grillo en las noches de estío o el mugido de las olas
junto al mar, suena de continuo y sin interrupción a través de la
Historia. Aunque a las veces lo ahoguen voces más vigorosas y altas, ese
canturreo del Espíritu de Disolución es continuo, como el mugir de las
ondas del mar junto a las rocas.
Cuando le oigáis a alguno expresarse así, no lo dudéis, soñó alguna
vez o acaso sigue soñando con la fama, esa sombra de la inmortalidad.
Los hombres enteramente sencillos y de primera intención jamás expresan
tales lamentaciones. Las quejas de Job se lanzaron para ser escritas, y
fue un escritor el que las lanzó. Han sido siempre poetas, hombres
enamorados de la gloria, los que han cantado la vanidad de ella.
Y todo ese cantar fue reducido, siglos hace, a una fuerte sentencia,
que, como agorero estribillo, se hace resonar de vez en cuando sobre
nuestras cabezas soñadoras, y la sentencia es ésta: Vanitas vanitatum et
omnia vanitas!, ¡vanidad de vanidades y todo vanidad!
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