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Cuesta Abajo

Leopoldo Alas "Clarín"


Novela corta


Día 7 de enero de 18...

A las cinco de la tarde Ambrosio Carabín, portero segundo o tercero (no lo sé bien) de esta ilustre escuela literaria, cerraba la gran puerta verde de la fachada oriental, y, después de meterse la llave en el bolsillo, se quedaba contemplando al propietario de la cátedra de Literatura general y española, que bajaba, bien envuelto en su gabán ceniciento, por la calle de Santa Catalina. Carabín, es casi seguro, pensaba a su manera: —¡Y que este insignificante, que ni toga tiene, me obligue a mí, con mis treinta años de servicios, a estar de plantón toda la tarde porque a él se le antoje tener clase a tales horas en vez de madrugar como hacen otros que valen cien veces más, según lo tienen acreditado!

Si el propietario de la cátedra de Literatura general y española hubiera oído este discurso probable de Carabín, se hubiera vuelto a contestarle:

—Amigo Ambrosio, reconozco la justicia de tus quejas; pero si yo madrugara ¡qué sería de mí! Déjame la soledad de mis mañanas en mi lecho si quieres que siga tolerando la vida. Me has llamado insignificante. Ya sé que lo soy. ¿Ves este gabán? Pues así, del mismo color, soy todo yo por dentro: ceniza, gris. Soy un filósofo, Carabín. Tú no sabes lo que es esto: yo tampoco lo sabía hace algún tiempo cuando estudiaba filosofía y no sabía de qué color era yo. Pues sí: soy un filósofo y casi casi un naufragio de poeta (no te rías)... y por eso no puedo, no debo madrugar. En cuanto a que mi cátedra te estorba, te molesta, lo admito: me lo explico. También me estorba, también me molesta a mí. Intriga con el Gobierno para que me paguen sin poner cátedra, y habrás hecho un beneficio al país, a ti mismo y al propietario de esta asignatura, que ni tú, ni yo, ni los estudiantes sabemos para qué sirve.


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Dominio público
58 págs. / 1 hora, 41 minutos / 185 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Las Posadas del Amor

Felipe Trigo


Novela corta


I

La noche tenía una diafanidad de maravilla. Víctor detuvo perezosamente su marcha de pereza ante la fronda del hotel. Había un coche a la puerta y dormía el cochero. Las dos. El problema eterno de su horrible libertad le abrumaba. Si quería, podía entrar. Si quería, podía seguir paseando de un modo filosófico las calles. Por lo pronto, quieto, aspirando el olor de las acacias en la fiesta de este Mayo serenísimo, deploró que la avenida se pareciese a tantas de París, de Roma, de Berlín. Las mismas filas de focos y faroles; las mismas cuádruples hileras de árboles; los mismos rieles y cables de tranvías... Él, en Berlín, en París, en Roma, a estas mismas horas, encontraríase también probablemente delante de un hotel con su misma horrible libertad de entrar o de seguir filosofando por las calles. ¿Dónde estaba, de la tierra toda, el pueblo nuevo de la grande vida?

Abrió la cancela. El minúsculo jardín le sumió en la perfumada sombra de sus cersis. Las ramas subían hasta los balcones, hasta los tejados y terrazas. Un pequeño hotel, tan bizarramente bello como un bello panteón. Entre las dos alas de escaleras vertíanse las conchas de la fuente. Los muros tapizábanse de musgos. Las dos grandes casas inmediatas abrumábanle, empotrábanle burguesamente en antro de rincón de selva. En los lienzos de pared había hornacinas donde pudieran ponerse santas o afroditas. Pensó que igual serviría este sitio para invocar a doña Inés, si hubiese estatuas, o para que a él le clavasen un puñal si fueran menos tontos los ladrones. Y pensó también que la meseta, a la altura de las copas de los cersis, sería excelente para decirle un sermón de loco a unos fantasmas. Abrió y entró.


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Dominio público
54 págs. / 1 hora, 35 minutos / 163 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Blasones y Talegas

José María de Pereda


Novela corta


I

De la empingorotada grandeza y el coruscante lustre de sus antepasados, he aquí lo que le restaba, catorce años hace, al señor don Robustiano Tres-Solares y de la Calzada.

Un casaquín de paño verde con botones de terciopelo negro.

Un chaleco de cabra, amarillo.

Un corbatín de armadura.

Dos cadenas de reló con sonajas, sin los relojes.

Un pantalón de paño negro, muy raído.

Un par de medias-botas con la duodécima remonta.

Un sombrero de felpa asaz añejo, y

Un bastón con puño y regatón de plata.

Esto para los días festivos Y grandes solemnidades.

Para los días de labor:

Otro casaquín, incoloro, que soltaba la estopa de los entreforros por todas las costuras y poros de su cuerpo.

Otro corbatín, de terciopelo negro, demasiadamente trasquilado.

Otro chaleco, de mahón, de color de barquillo.

Otro pantalón, «de pulga», con más p asadas que un pasadizo.

Otro sombrero de copa, forrado de hule.

Unas zapatillas de badana; y

Un par de abarcas de hebilla para cuando llovía.

Como ornamentos especiales y prendas de carácter:

Una capa azul, con cuello de piel de nutria y muletillas de algodón; y

Un enorme paraguas de seda encarnada, con empuñadura, contera y argolla de metal amarillo.

Como elementos positivos y sostén de lo que antecede y de algo de lo que seguirá:

Una casa de cuatro aguas con portalada y corral, de la que hablaremos luego más en detalle.

Una faja o cintura de vicios y retorcidos castaños alrededor de la casa.


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Dominio público
77 págs. / 2 horas, 15 minutos / 139 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pasado Amor

Horacio Quiroga


Novela corta


I

Lo que menos esperaban Aureliana y sus hijas, en aquel mediodía de mayo, era ver detenerse ante el portón al break que llegaba del puerto, y descender de él a su patrón Morán. Las chicas corrieron de un lado para otro, gritando todas la misma cosa a su madre, que a su vez se hallaba bastante aturdida; de modo que cuando acudían todas presurosas al molinete, ya Morán lo había transpuesto y se dirigía a ellas con aquella clara y franca sonrisa que constituía su atractivo mayor.

— El patrón... ¡qué bueno! —exclamaba Aureliana por único, tímido y cariñosísimo comentario.

— Pensé escribirle —dijo Morán— avisándole que llegaría de un momento a otro, pero ni aun a último momento estaba seguro de que vendría... ¿Y por aquí, Aureliana? ¿Sin novedad?

— Ninguna, señor. Las hormigas, solamente...

— Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora aprónteme el baño. Nada más.

— ¿Pero no va a comer, señor? No tenemos nada; pero Ester puede ir de una corrida al boliche...

— No, gracias. Café solamente, en todo caso.

— Es que no tenemos café.

— Mate, entonces. No se preocupe Aureliana.

Y con un breve silbido a una de las chicas, silbido cuya brusquedad atemperaba la amistad de los ojos, Morán indicó su valija de mano que había quedado sobre el molinete, y esperó a que Aureliana volviera con las llaves del chalet.

Hacía dos años que faltaba de allí. Desde la curva ascendente del camino, su casita de piedras quemadas, su taller y el mismo rojo vivo de la arena, habíanle impresionado mal. De espaldas a la puerta descascarada por dos años de sol, la impresión se afirmaba hasta oprimirle casi de soledad, bajo el gran cielo crudo y silencioso que lo circundaba. Un mediodía de Misiones vierte demasiada luz sobre el paisaje para que éste pueda adquirir un color definido.

Aureliana y las llaves llegaban por fin.


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Dominio público
71 págs. / 2 horas, 5 minutos / 1.196 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de un Amor Turbio

Horacio Quiroga


Novela corta


I

Una mañana de abril, Luis Rohán se detuvo en Florida y Bartolomé Mitre. La noche anterior había vuelto a Buenos Aires, después de año y medio de ausencia. Sentía así mayor el disgusto del aire maloliente, de la escoba matinal sacudiendo en las narices, del vaho pesadísimo de los sótanos de confitería. El bello día hacíale echar de menos su vida de allá. La mañana era admirable, con una de esas temperaturas de otoño que, sobrado frescas para una larga estación a la sombra, piden el sol durante dos cuadras nada más. La angosta franja de cielo recuadrada en lo alto, evocábale la inmensidad de sus mañanas de campo, sus tempranas recorridas de monte, donde no se oían ruidos sino roces, en el aire húmedo y picante de hongos y troncos carcomidos.

De pronto sintióse cogido del brazo.

—¡Hola, Rohán! ¿De dónde diablos sale? Hace más de ocho años que no lo veo… Ocho, no; cuatro o cinco, qué sé yo… ¿De dónde sale?

Quien le detenía era un muchacho de antes, asombrosamente gordo y de frente estrechísima, al cual lo ligaba tanta amistad como la que tuviera con el cartero; pero siendo el muchacho de carácter alegre, creíase obligado a apretarle el brazo, lleno de afectuosa sorpresa.

—Del campo —repuso Rohán—. Hace cinco años que estoy allá…

—¿En la Pampa, no? No sé quién me dijo…

—No, en San Luis… ¿Y usted?

—Bien. Es decir, regular… Cada vez más flaco —agregó riéndose, como se ríe un gordo que sabe bien que habla en broma de la flacura—. Pero usted, —prosiguió— cuénteme: ¿qué hace allá? ¿Una estancia, no? No sé quién me dijo… ¡También! ¡Sólo a usted se le ocurre irse a vivir al campo! Usted fue siempre raro, es cierto… ¿A qué usted mismo trabaja?

—A veces.

—¿Y sabe arar?

—Un poco.

—¿Y usted mismo ara?

—A veces…

—¡Qué notable!… ¿Y para qué?


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Dominio público
73 págs. / 2 horas, 9 minutos / 1.128 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Mujer Fría

Carmen de Burgos


Novela corta


I

La entrada de Blanca en su palco del teatro de la Princesa, produjo la expectación que causaba siempre. La atención del público se apartó de la obra para mirarla a ella. De los palcos y las butacas se le dirigían todos los gemelos, y hasta las gentes que no la conocían, las que ocupaban las modestas localidades altas, seguían el movimiento general deslumbrados por aquella belleza.

Alta y esbelta, sus curvas, su silueta toda y su carne eran la de una estatua. Despojándose de su capa blanca como espuma de mar, su escote, su rostro y sus brazos tenían esa tonalidad blanco-azulina que, merced a la luz azul, toman las carnes de las bailarinas rusas cuando forman grupos estatuarios. Era un rostro y un cuerpo de estatua. No había en ella color, sino línea, y ésta tan perfecta, que bastaba para seducir. Sus cabellos, de un rubio de lino, casi ceniza, contribuían a esa expresión. Las cejas y las pestañas se hacían notar por la sombra más que por el color, y los labios, pálidos también, se acusaban por el corte puro y gracioso de la boca. Hasta los ojos, grandísimos, brillantes, de un verde límpido y fuerte, lucían como dos magníficas esmeraldas incrustadas en el mármol.

Un traje rojo-naranja, de una tonalidad entre marrón y amarillo, se ceñía a su cuerpo como una llama, y sin embargo, en la retina de todos quedaba la sensación de frío que producían su carne, sus cabellos, sus ojos, y las piedras frías de las esmeraldas que adornaban su garganta con un soberbio collar a «lo disen».

Un caballero la saludaba desde una platea, y ella devolvió el saludo con un ademán gracioso, algo de movimiento de gozne, y con una sutil sonrisa muy femenina que dejó brillar sus dientes alabastrinos con una línea de luz.

—Marcelo la conoce —dijo, volviéndose hacia sus compañeros, un señor de rostro fresco y cabeza calva—. La ha saludado desde el palco de su cuñada.


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Dominio público
37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 689 visitas.

Publicado el 26 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.

Micromegas

Voltaire


Novela corta


I. Viaje de un morador del mundo de la estrella Sirio al planeta de Saturno

Habia en uno de los planetas que giran en torno de la estrella llamada Sirio, un mozo de mucho talento, á quien tuve la honra de conocer en el postrer viaje que hizo á nuestro mezquino hormiguero. Era su nombre Micromegas, nombre que cae perfectamente á todo grande, y tenia ocho leguas de alto; quiero decir veinte y quatro mil pasos geométricos de cinco piés de rey.

Algún algebrista, casta de gente muy útil al público, tomará á este paso de mi historia la pluma, y calculará que teniendo el Señor Don Micromegas, morador del pais de Sirio, desde la planta de los piés al colodrillo veinte y quatro mil pasos, que hacen ciento y veinte mil piés de rey, y nosotros ciudadanos de la tierra no pasando por lo común de cinco piés, y teniendo nuestro globo nueve mil leguas de circunferencia, es absolutamente indispensable que el planeta dónde nació nuestro héroe tenga cabalmente veinte y un millones y seiscientas mil veces mas circunferencia que nuestra tierra. Pues no hay cosa mas comun ni mas natural; y los estados de ciertos principillos de Alemania ó de Italia, que pueden andarse en media hora, comparados con la Turquía, la Rusia, ó la América española, son una imágen, todavía muy distante de la realidad, de las diferencias que ha establecido la naturaleza entre los seres.


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Dominio público
19 págs. / 34 minutos / 525 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Diablo en México

Juan Díaz Covarrubias


Novela corta


Dedicatoria

Al joven poeta Luis G. Ortiz

Tacubaya, noviembre de 1858

Hermano:

Le envío a usted esta pequeña novela que acabo de escribir, y que muy pronto se publicará.

Tal vez habrá muchos que digan que sólo un niño o un loco es el que piensa en escribir en México en esta época aciaga de desmoronamiento social, y pretender ser leído a la luz rojiza del incendio y al estruendo de los cañones. Acaso tengan razón. Pero, ¡Dios mío!, ¿se han acabado ya también esos hombres sensibles, esparcidos en todas las clases de nuestra sociedad, que se deleitan con esas tristezas, esos desconsuelos, esas esperanzas, presentimientos y deseos vagos que forman los cantos de los poetas?… ¡Ah!, usted y yo sabemos que no, sabemos que hay todavía almas buenas que no han sido embriagadas por el vértigo del positivismo; ¡almas que laten unísonas con las nuestras, que en una presión de mano, o una palabra, nos dicen que nos han comprendido, que gozan, esperan, se desconsuelan y sufren como nosotros! ¿Y acaso hay un placer más tierno, más incomprensible que ese eco simpático que nuestro canto produce en el alma de un desconocido? Yo he publicado mis libros por sólo el deseo de producir ese eco en algún corazón. Yo no me desaliento, porque espero con la civilización el renacimiento literario, y me resigno a consumir mi juventud en el martirio de un trabajo estéril, con la esperanza de gozar algún día con usted y mis hermanos en poesía, el paraíso de la gloria.

Introduzca usted estos cuadros aislados que no son ni una novela, en los salones de esas hermosas jóvenes que le inspiran tan hermosos versos.

Adiós, Luis, no se olvide usted de su hermano.

Juan Díaz Covarrubias


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Dominio público
57 págs. / 1 hora, 40 minutos / 489 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2019 por Edu Robsy.

La Señora Cornelia

Miguel de Cervantes Saavedra


Novela corta


Don Antonio de Isunza y don Juan de Gamboa, caballeros principales, de una edad, muy discretos y grandes amigos, siendo estudiantes en Salamanca, determinaron de dejar sus estudios por irse a Flandes, llevados del hervor de la sangre moza y del deseo, como decirse suele, de ver mundo, y por parecerles que el ejercicio de las armas, aunque arma y dice bien a todos, principalmente asienta y dice mejor en los bien nacidos y de ilustre sangre.

Llegaron, pues, a Flandes a tiempo que estaban las cosas en paz, o en conciertos y tratos de tenerla presto. Recibieron en Amberes cartas de sus padres, donde les escribieron el grande enojo que habían recebido por haber dejado sus estudios sin avisárselo, para que hubieran venido con la comodidad que pedía el ser quien eran. Finalmente, conociendo la pesadumbre de sus padres, acordaron de volverse a España, pues no había qué hacer en Flandes; pero, antes de volverse, quisieron ver todas las más famosas ciudades de Italia; y, habiéndolas visto todas, pararon en Bolonia, y, admirados de los estudios de aquella insigne universidad, quisieron en ella proseguir los suyos. Dieron noticia de su intento a sus padres, de que se holgaron infinito, y lo mostraron con proveerles magníficamente y de modo que mostrasen en su tratamiento quién eran y qué padres tenían; y, desde el primero día que salieron a las escuelas, fueron conocidos de todos por caballeros, galanes, discretos y bien criados.

Tendría don Antonio hasta veinte y cuatro años, y don Juan no pasaba de veinte y seis. Y adornaban esta buena edad con ser muy gentileshombres, músicos, poetas, diestros y valientes: partes que los hacían amables y bien queridos de cuantos los comunicaban.


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45 págs. / 1 hora, 19 minutos / 413 visitas.

Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Dolores

Soledad Acosta de Samper


Novela corta


Parte primera

La nature est un drame avec des personnages

VÍCTOR HUGO

—¡Qué linda muchacha! —exclamó Antonio al ver pasar por la mitad de la plaza de la aldea de N*** algunas personas a caballo, que llegaban de una hacienda con el objeto de asistir a las fiestas del lugar, señaladas para el día siguiente.

Antonio González era mi condiscípulo y el amigo predilecto de mi

—Lo que más me admira —añadió Antonio, es la cutis tan blanca y el color tan suave, o como no se ven en estos climas ardientes.

Efectivamente, los negros ojos de Dolores y su cabellera de azabache hacían contraste con lo sonrosado de su tez y el carmín de sus labios.

—Es cierto lo que dice usted —exclamó mi padre que se hallaba a mi lado—, la cutis de Dolores no es natural en este clima… ¡Dios mío! —dijo con acento conmovido un momento después—, yo no había pensado en eso antes.

Antonio y yo no comprendimos la exclamación del anciano. Años después recordábamos la impresión que nos causó aquel temor vago, que nos pareció tan extraño.

Mi padre era el médico de N*** y en cualquier centro más civilizado se hubiera hecho notar por su ciencia práctica y su caridad. Al contrario de lo que generalmente sucede, él siempre había querido que yo siguiese su misma profesión, con la esperanza, decía, de que fuese un médico más ilustrado que él.

Hijo único, satisfecho con mi suerte, mimado por mi padre y muy querido por una numerosa parentela, siempre me había considerado muy feliz. Me hallaba entonces en N*** tan sólo de paso, arreglando algunos negocios para poder verificar pronto mi unión con una señorita a quien había conocido y amado en Bogotá.


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Dominio público
62 págs. / 1 hora, 48 minutos / 395 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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