Prólogo. La expedición a las Hibueras
1. La expedición a las Hibueras
Era uno de los primeros días del mes de octubre de
1524, y un gentío inmenso se hallaba reunido delante del palacio del
infortunado emperador Moctezuma, ocupado ya, en la época a que nos
referimos, por el muy magnífico señor Fernando Cortés.
Aquella muchedumbre se divertía mirando las vistosas danzas que
delante del palacio ejecutaban varias comparsas de indios
fantásticamente vestidos de leones, de tigres y de aves.
Apenas hacía tres años que la extensa monarquía azteca había caído
en poder de los vasallos de Carlos V; aún estaba en prisión Cuauhtémoc
el último de los emperadores de México, y los trajes y las costumbres
españolas, ni dominaban ni eran dominados aún por los trajes y las
costumbres de los naturales del país.
Había ya entre los conquistados y los conquistadores algunos puntos
de contacto; pero como dos líquidos de diferentes colores que se
vierten en una sola vasija y que no se confunden, podía distinguirse sin
dificultad, que aún eran dos pueblos distintos, dos razas diferentes,
dos elementos heterogéneos.
Por eso cuando se celebraba una fiesta cualquiera, unos y otros,
reunidos, se alegraban y se divertían cada uno a su manera, cada uno con
sus trajes, con su música, con sus costumbres particulares.
En el día a que nos referimos, se trataba de celebrar una boda que había apadrinado el mismo Hernán Cortés.
Aquel día se había casado Martín Dorantes, paje favorito de Cortés,
con doña Isabel de Paz, doncella mexicana hija de un cacique, grande
amigo del conquistador, que había muerto hacía dos años, dejando a éste
el cuidado de la joven.
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