I
Las siguientes cartas, supliendo ventajosamente mi narración, me permitirán descansar un poco.
Madrid, 14 de marzo.
Querido Gabriel: Si no has sido más afortunado que yo, lucidos 
estamos. De mis averiguaciones no resulta hasta ahora otra cosa que la 
triste certidumbre de que el comisario de policía no está ya en esta 
corte, ni presta servicio a los franceses, ni a nadie como no sea al 
demonio. Después de su excursión a Guadalajara, pidió licencia, abandonó
 luego su destino, y al presente nadie sabe de él. Quién le supone en 
Salamanca, su tierra natal, quién en Burgos o en Vitoria, y algunos 
aseguran que ha pasado a Francia, antiguo teatro de sus criminales 
aventuras. ¡Ay, hijo mío, para qué habrá hecho Dios el mundo tan grande,
 tan sumamente grande, que en él no es posible encontrar el bien que se 
pierde! Esta inmensidad de la creación sólo favorece a los pillos, que 
siempre encuentran donde ocultar el fruto de sus rapiñas.
Mi situación aquí ha mejorado un poco. He capitulado, amigo mío; he 
escrito a mi tía contándole lo ocurrido en Cifuentes, y el jefe de mi 
ilustre familia me demuestra en su última carta que tiene lástima de mí.
 El administrador ha recibido orden de no dejarme morir de hambre. 
Gracias a esto y al buen surtido de mi antiguo guarda—ropas, la pobre 
condesa no pedirá limosna por ahora. He tratado de vender las alhajas, 
los encajes, los tapices y otras prendas no vinculadas; pero nadie las 
quiere comprar. En Madrid no hay una peseta, y cuando el pan está a 
catorce y diez y seis reales, figúrate quién tendrá humor para comprar 
joyas. Si esto sigue, llegará día en que tenga que cambiar todos mis 
diamantes por una gallina.
Leer / Descargar texto 'La Batalla de los Arapiles'