Capítulo I
Tiempo ha que prometí entreteneros con la narración de mis aventuras,
y hoy, que estamos oportunamente congregados no sólo para intrincarnos
en disertaciones científicas, sino también para distraernos en festivo
coloquio y animarnos con fábulas o relatos alegres, voy a cumplir mi
promesa. Fabricio Vegento, con su peculiar ingenio, acaba ahora de
trazaros un cuadro satírico de los errores de la religión y de los
furores proféticos, o los comentarios que los sacerdotes hacen de los
misterios que no comprenden.
Pero ¿es acaso menos ridícula la manía de los declamadores, que
claman: "He aquí las heridas que recibí por defender las libertades
públicas!" "¡He aquí el hueco del ojo que perdí por vosotros!" "¡Dadme
un guía que me conduzca con los míos!" "¡Mis rodillas, llenas de
cicatrices, no pueden sostener mi cuerpo!". Tanto énfasis sería
insoportable si no les abriera el camino de la elocuencia; ahora, esa
hinchazón de estilo, ese vano estrépito sentencioso, que a nadie
aprovecha, hacen de los jóvenes que debutan en los estrados y de los
escolares unos necios con ínfulas de maestros; porque todo lo que ven y
aprenden en las Academias no les ofrece imagen alguna de la sociedad. Se
les llena la cabeza con el relato de piratas preparando cadenas para
los cautivos; de tiranos cuyos bárbaros edictos obligan a los padres a
que decapiten sus propios hijos; de respuestas monstruosas del oráculo
que piden el sacrificio de tres vírgenes, y a veces más, para librar a
la ciudad del flagelo de la peste. Un diluvio de frases comunes, sonoras
y de períodos vulgares perfectamente redondeados, que casi hacen
estremecer.
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