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Washington Square

Henry James


Novela


I

En la primera mitad del presente siglo, y más en concreto en sus últimos años, ejerció y prosperó en la ciudad de Nueva York un médico que acaso gozara de una cuota excepcional de esa consideración con la que, en Estados Unidos, se ha retribuido invariablemente a los miembros distinguidos del gremio. Dicho gremio, en América, se ha tenido siempre por muy honorable, y más que en ningún otro lugar ha reclamado para sí el calificativo de «liberal». En un país en el que para ocupar una posición social debe uno ganarse la vida o cuando menos hacer creer que se la gana, el arte de la curación da la impresión de haber reunido en alto grado dos reconocidas fuentes de mérito. Se inscribe en el terreno de la práctica, cosa muy estimable en Estados Unidos, y está tocado por la luz de la ciencia: un valor muy apreciado por una sociedad en la que el amor al conocimiento no siempre ha ido de la mano del ocio y la oportunidad.

Contribuyó a la reputación del doctor Sloper la circunstancia de que su ciencia y su habilidad se hallaran equilibradas a partes iguales. Era lo que podría llamarse un médico erudito, y al mismo tiempo no había en sus remedios ninguna abstracción: siempre ordenaba a sus pacientes algún remedio. Aunque pasaba por ser un hombre muy concienzudo, no se enzarzaba en teorizaciones farragosas y, si a veces se explicaba con más detalle de lo que el enfermo necesitaba, nunca llegaba al extremo (como otros galenos de los que uno ha tenido noticia) de fiarlo todo a su exposición, sino que siempre dejaba una inescrutable receta. Había médicos que recetaban sin molestarse en ofrecer explicaciones, pero él tampoco pertenecía a esta clase, que era a fin de cuentas la más vulgar. Pronto se verá que hablo aquí de un hombre inteligente, y ésa es la verdadera razón por la que el doctor Sloper se había convertido en una celebridad local.


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200 págs. / 5 horas, 51 minutos / 117 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

Vida, Aventuras y Peripecias del Famoso Capitán Singleton

Daniel Defoe


Novela


Primera Parte. Aventuras del capitán Bob

1. Primeras aventuras

Suele suceder que los grandes personajes cuya vida ha adquirido relieve, y cuyas acciones merecen ser recordadas por la posteridad, insistan acerca de sus orígenes y hablen de sus familias, relatando la historia de sus antepasados. Como quiero ser metódico haré lo mismo en cuanto a mí atañe, a pesar de que puedo remontarme muy poco en mi linaje, según se verá en seguida.

De creer a la mujer a quien me enseñaron a llamar madre, era yo un chiquillo de unos dos años de edad, muy bien vestido, con una niñera para cuidarme. Cierta soleada tarde de verano, la niñera en cuestión me llevó al campo, a la zona de Islongton, para hacerme tomar el aire, por lo visto. Nos acompañaba una chiquilla de doce a catorce años, que vivía en la vecindad. La criada se encontró con un individuo, bien por azar o bien porque estuvieran citados de antemano, y que supongo podía ser su novio. Con él se fue a una posada para beber cerveza y comer pasteles. Mientras estaba solazándose, yo permanecía con la chiquilla en el jardín de la posada, a ratos bajo su vigilancia y a ratos libre de ella, sin pensar en nada malo.

En ese momento apareció una de esas personas que, al parecer, tienen el oficio de robar criaturas. En aquellos tiempos era un negocio infernal practicado sobre todo con niños bien vestidos o muy fuertes, los cuales eran vendidos después y destinados a las plantaciones.


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289 págs. / 8 horas, 27 minutos / 321 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Veinte Años Después

Alejandro Dumas


Novela


Capítulo I. La sombra de Richelieu

En un cuarto del palacio del cardenal, palacio que ya conocemos, y junto a una mesa llena de libros y papeles, permanecía sentado un hombre con la cabeza apoyada en las manos.

A sus espaldas había una chimenea con abundante lumbre, cuyas ascuas se apilaban sobre dorados morillos. El resplandor de aquel fuego iluminaba por detrás el traje de aquel hombre meditabundo, a quien la luz de un candelabro con muchas bujías permitía examinar muy bien de frente.

Al ver aquel traje talar encarnado y aquellos valiosos encajes; al contemplar aquella frente descolorida e inclinada en señal de meditación, la soledad del gabinete, el silencio que reinaba en las antecámaras, como también el paso mesurado de los guardias en la meseta de la escalera, podía imaginarse que la sombra del cardenal de Richelieu habitaba aún aquel palacio.

Mas ¡ay! sólo quedaba, en efecto, la sombra de aquel gran hombre. La Francia debilitada, la autoridad del rey desconocida, los grandes convertidos en elemento de perturbación y de desorden, el enemigo hollando el suelo de la patria todo patentizaba que Richelieu ya no existía.

Y más aún demostraba la falta del gran hombre de Estado, el aislamiento de aquel personaje; aquellas galerías desiertas de cortesanos; los patios llenos de guardias aquel espíritu burlón que desde la calle penetraba en el palacio, a través de los cristales, como el hálito de toda una población unida contra el ministro; por último, aquellos tiros lejanos y repetidos, felizmente, disparados al aire, sin más fin que hacer ver a los suizos, a los mosqueteros y a los soldados que guarnecían el palacio del cardenal, llamado a la sazón Palacio Real, que también el pueblo disponía de armas.

Aquella sombra de Richelieu era Mazarino, que se hallaba aislado, y se sentía débil.


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851 págs. / 1 día, 49 minutos / 480 visitas.

Publicado el 9 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Úrsula Mirouet

Honoré de Balzac


Novela


A la señorita Sofía Surville

Es un verdadero placer, sobrina querida, el dedicarte un libro cuyo tema y detalles han recibido la aprobación, tan difícil de obtener, de una joven que aún desconoce el mundo, que no transige con ninguno de los nobles principios de una santa educación. Vosotras, las jóvenes, constituís un público temible; porque no se os deja leer más que los libros que son puros como vuestra alma, y se os prohíben ciertas lecturas, de la misma manera que se os impide ver la sociedad tal como es. ¿No es, entonces, un motivo de orgullo para un autor el hecho de haber agradado? ¡Quiera Dios que no te haya engañado el afecto que me profesas! ¿Quién nos lo dirá? El porvenir, que tú lograrás ver, pero que quizá ya no verá

Tu tío,
BALZAC.

I. Los herederos alarmados

Al entrar en Nemours por el lado de París, se pasa por el canal del Loings, cuyos ribazos forman a la vez muros campestres y pintorescos paseos que adornan aquella linda ciudad. Desde el año 1830, por desgracia, se han construido varias casas del lado de acá del puente. Si sigue aumentando esta especie de arrabal, la ciudad perderá su graciosa originalidad. Pero, en 1829, estando expéditos los márgenes de la carretera, el jefe de posta, hombre alto y gordo, de unos sesenta años de edad, sentado en el punto culminante de aquel puente, podía, cuando el día era claro, abarcar perfectamente aquello que en términos de su oficio recibe el nombre de cinta de cola.


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278 págs. / 8 horas, 7 minutos / 199 visitas.

Publicado el 1 de abril de 2017 por Edu Robsy.

Una Vida

Guy de Maupassant


Novela


A Madame Brainne

Como homenaje de un devoto amigo
y en recuerdo de un amigo muerto.

Guy de Maupassant

Capítulo I

Jeanne, que ya había acabado de hacer los baúles, fue a mirar por la ventana, pero la lluvia seguía cayendo.

Toda la noche había estado sonando el aguacero contra los cristales y los tejados. Era como si hubiera reventado el cielo, bajo y grávido de agua, y se estuviese vaciando sobre la tierra, diluyéndola hasta convertirla en papilla, deshaciéndola igual que si fuera azúcar. Pasaban ráfagas cargadas de bochorno. El retumbar de los arroyos desbordados llenaba las calles desiertas; las casas chupaban como esponjas aquella humedad que se les metía dentro y, del sótano al desván, hacía rezumar las paredes.

Con aquella, eran cien las veces que, desde por la mañana, temerosa de que su padre no se decidiese a emprender la marcha si el tiempo seguía metido en agua, había examinado el horizonte Jeanne, que había salido del convento la víspera, libre al fin para siempre, dispuesta a hacer suyas todas las dichas de la vida con las que llevaba tanto tiempo soñando.

Se dio cuenta, luego, de que se le había olvidado guardar el calendario en el bolso de viaje. Quitó de la pared la cartulina dividida en meses, que mostraba, en el centro de un dibujo, los dorados números del año en curso: 1819. Tachó luego con un lapicero las cuatro primeras columnas, tapando con una raya los nombres del santoral hasta llegar al 2 de mayo, día en el que había dejado el convento.

Una voz dijo detrás de la puerta:

—¡Jeannette!

Jeanne respondió:

—¡Pasa, papá!

Y su padre entró.


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249 págs. / 7 horas, 17 minutos / 622 visitas.

Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Una Página de Amor

Émile Zola


Novela


Primera parte

I

La lamparilla, en su cuernacilla azulada, ardía sobre la chimenea, tras un libro cuya sombra oscurecía la mitad de la habitación. Daba una claridad tranquila que recortaba el velador y el canapé, perfilaba los amplios pliegues de los cortinones de terciopelo y azuleaba el espejo del armario de palisandro colocado entre las dos ventanas. La armonía burguesa de la pieza, el azul del tapizado de los muebles y de la alfombra, a esta hora nocturna, adquirían una indecisa suavidad de nube. Frente a las ventanas, en la parte en sombra, la cama, igualmente cubierta de terciopelo, formaba una masa negra, iluminada solamente por la palidez de las sábanas. Elena, con las manos cruzadas, respiraba suavemente en una actitud tranquila de madre y de viuda.

En medio del silencio, el reloj dio la una. Los rumores del barrio habían muerto. Hasta estas alturas del Trocadero, París enviaba tan sólo su lejano ronquido. La leve respiración de Elena era tan suave, que no llegaba a agitar la línea casta de su pecho. Dormitaba en un sueño delicioso, tranquilo y firme, con su perfil correcto, sus cabellos castaños firmemente anudados, la cabeza inclinada, como si se hubiese dormido mientras estaba escuchando. Al fondo de la habitación, la puerta de un gabinete, abierta de par en par, agujereaba la pared con su cuadro en tinieblas.

No subía el menor ruido. Dio la media. El sueño que embargaba y anonadaba la habitación entera hacía más débil el latido del péndulo. La lamparilla dormía, los muebles dormían; encima del velador, junto a una lámpara apagada, dormía una labor femenina. Elena, dormida, conservaba su grave gesto de bondad.


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344 págs. / 10 horas, 3 minutos / 229 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Una Desdichada

Iván Turguéniev


Novela


—Sí, sí —empezó Piotr Gavrilovich—, fueron unos tiempos difíciles... y la verdad es que no me apetece rememorarlos... Pero, ya que se lo he prometido, les contaré toda la historia. Escuchen.

I

Vivía yo por entonces (corría el invierno de 1835) en Moscú, en casa de una tía, hermana de mi difunta madre. Tenía dieciocho años. Acababa de pasar del segundo al tercer curso de la Facultad «de letras» (así se llamaba en aquella época) de la Universidad de Moscú. Mi tía era una mujer dulce y apacible, que se había quedado viuda. Ocupaba una casa de madera de gran tamaño en la calle Ostozhenka, caldeada en exceso, de esas que sólo pueden encontrarse en Moscú. Apenas recibía visitas y se pasaba en la salita de la mañana a la noche, con dos damas de compañía, tomando té perla, haciendo solitarios y ordenando cada dos por tres que sahumaran la pieza. Las damas de compañía salían corriendo al recibidor y al cabo de unos minutos aparecía un viejo criado, vestido de librea, con una bandeja de cobre en la que descansaba un ladrillo caliente con una ramita de menta. Avanzaba a grandes pasos por las estrechas alfombras y rociaba las hojas con vinagre. Un vapor blancuzco envolvía el rostro arrugado del fámulo, que se apartaba con el ceño fruncido, mientras los canarios, excitados por el crepitar de la menta, rompían a cantar en el comedor.


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99 págs. / 2 horas, 54 minutos / 89 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2017 por Edu Robsy.

Una Ciudad Flotante

Julio Verne


Novela


CAPÍTULO I

Llegué a Liverpool el 18 marzo de 1867. El Great-Eastern debía zarpar a los pocos días para Nueva York, y acababa de tomar pasaje a su bordo. Viaje de aficionado, ni más ni menos. Me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico sobre aquel gigantesco barco. Contaba con visitar el norte de América, pero esto era sólo accesorio. El Great-Eastern ante todo; el país celebrado por Cooper, después. En efecto, el buque de vapor a que me refiero es una obra maestra de arquitectura naval. Es más que un barco, es una ciudad flotante, un pedazo de condado desprendido del suelo inglés y que, después, de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano. Me figuraba aquella masa enorme arrastrada sobre las olas, su lucha con los vientos a quienes desafía, su audacia ante el importante mar, su indiferencia a las expresadas olas, su estabilidad en medio del elemento que sacude, como si fueran botes, los Wario y los Sollerino. Pero mi imaginación se quedó corta. Durante mi travesía, vi todas estas cosas y otras muchas que no son del dominio marítimo. Siendo el Great-Eastern no sólo una máquina náutica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo, nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, todas las pasiones, todo el ridículo de los hombres.

Al dejar la estación me dirigí a la fonda de Adephi. La partida del Great-Eastern estaba anunciada para el 30 de marzo, pero, deseando presenciar los últimos preparativos, pedí permiso al capitán Anderson, comandante del buque; para instalarme desde luego a bordo. El capitán accedió con mucha finura.


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118 págs. / 3 horas, 26 minutos / 236 visitas.

Publicado el 19 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Un Yanki en la Corte del Rey Arturo

Mark Twain


Novela


Prefacio

Las despiadadas leyes y costumbres que se mencionan en este relato son históricas, y los episodios que se utilizan para ilustrarlas también son históricos. Esto no quiere decir que tales leyes y costumbres existieran en Inglaterra en el siglo vi., no; sólo quiero decir que, dado que existieron en la civilización inglesa y en otras civilizaciones de épocas mucho más recientes, se puede concluir sin temor a incurrir en una calumnia que también estaban vigentes en el siglo vi. Hay buenas razones para inferir que, cuando en esos remotos tiempos no existía alguna de estas leyes o costumbres, su lugar era ocupado, y de manera muy eficiente, por una mucho peor.

La cuestión de la existencia o no existencia del derecho divino de los reyes no tiene respuesta en este libro. Resultó ser demasiado difícil. Que el primer gobernante de una nación debe ser una persona de carácter excelso y habilidad extraordinaria es manifiesto e indiscutible, que sólo la Deidad podría elegir a ese primer gobernante certera e infaliblemente es también manifiesto e indiscutible, por lo tanto, resulta inevitable deducir que, como se pretende, es la Deidad quien hace la elección. Quiero decir, hasta que el autor de este libro encontró los Pompadour y Lady Castlemaine y algunos otros gobernantes de este tipo. Era tan difícil incorporarlos dentro de este argumento, que juzgué preferible abordar otros aspectos en este libro (que debe aparecer este otoño) y luego entrenarme debidamente y resolver los del derecho divino en otro libro. Es algo que debe ser resuelto, por supuesto, y de todas maneras no tenía nada especial que hacer el próximo invierno.

Mark Twain


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389 págs. / 11 horas, 21 minutos / 177 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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