El Tiempo Recobrado
Marcel Proust
Novela
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435 págs. / 12 horas, 42 minutos / 310 visitas.
Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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435 págs. / 12 horas, 42 minutos / 310 visitas.
Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
Al entrar en su cuarto, Roubaud puso sobre la mesa el pan de a libra, el pâté y la botella de vino blanco. En la mañana, la señora Victoria había echado tanto cisco sobre el fuego de la estufa, que el calor se había convertido ya en sofocante. El segundo jefe de estación abrió una ventana y apoyó en ella sus codos.
Esto sucedía en el callejón de Amsterdam, en la última casa de la derecha, alto inmueble en el que la Compañía del Oeste hospedaba a algunos de sus empleados. Aquella ventana del quinto piso, situada en un ángulo del abuhardillado techo, daba a la estación, ancha trinchera que, cortando el barrio de Europa, ofrecía a la vista un brusco despliegue de horizonte. Y este espacio parecía aún más vasto aquella tarde, tarde de un cielo gris de mediados de febrero, de un gris húmedo y tibio que el sol atravesaba.
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429 págs. / 12 horas, 31 minutos / 492 visitas.
Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
Estamos en el año de 1492. Tengo ochenta y dos de edad. Los episodios de los que voy a hablaros son hechos que yo mismo contemplé durante mi infancia y adolescencia. En las leyendas, romances y canciones dedicadas a Juana de Arco que todos vosotros y el resto de la gente leéis, recitáis y entonáis gracias a los libros estampados con el nuevo arte de imprimir, recientemente inventado, se hace repetida mención de mí, el caballero Luis de Conte. Yo fui su paje, asistente y secretario. Estuve con ella desde el principio hasta el final.
Me crié con ella, en el mismo pueblo. Jugábamos juntos a diario cuando éramos niños los dos, lo mismo que vosotros jugáis con vuestros compañeros. Ahora, cuando nos damos cuenta de lo grande que fue, ahora que su nombre es conocido en el mundo entero, puede resultar increíble que yo esté diciendo la verdad. Es como si un triste cirio, débil y de corta duración, al hablar del sol eterno y refulgente que recorre los cielos, dijera: «Él fue mi camarada y vecino cuando los dos éramos cirios».
Y, sin embargo, en mi caso, ésta es la verdad, tal como yo la digo. Fui su compañero de juegos y luché a su lado en la guerra. Hasta hoy conservo en mi memoria, bello y nítido, el retrato de aquella querida figurita, con el cuerpo inclinado sobre el cuello de su caballo, que volaba, cargando al frente de los ejércitos de Francia. Sus cabellos le flotaban sobre la espalda, su coraza de plata se adentraba cada vez más y más profunda y firmemente en el fragor de la batalla, perdiéndose algunas veces de vista entre las agitadas cabezas de los caballos. Espadas levantadas, plumas flotando en el aire, sobresaliendo de los escudos protectores.
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416 págs. / 12 horas, 8 minutos / 455 visitas.
Publicado el 11 de marzo de 2018 por Edu Robsy.
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409 págs. / 11 horas, 56 minutos / 24 visitas.
Publicado el 19 de diciembre de 2023 por RAFAEL CAMACHO HERREROS.
Dejando vagar su mirada por los brumosos horizontes del ensueño, Roberto Morgand hacía más de cinco minutos que permanecía inmóvil frente a aquella larga pared completamente cubierta de anuncios y carteles, en una de las más tristes calles de Londres.
Llovía torrencialmente. El agua subía desde el arroyo e invadía la acera, minando la base del abstraído personaje cuya cabeza se hallaba asimismo gravemente amenazada.
La mano de éste, debido a su ensimismamiento, había dejado que el protector paraguas se deslizara con suavidad, y el agua de la lluvia caía directamente del sombrero al traje, convertido en esponja, antes de ir a confundirse con la que corría tumultuosamente por el arroyo.
No se daba cuenta Roberto Morgand de esta irregular disposición de las cosas, si tenía consciencia de la ducha helada que caía sobre sus hombros. En vano sus miradas se fijaban en las botas; tan grande era su preocupación, que no notaba cómo lentamente se transformaban en dos pequeños arrecifes, en los que rompían los húmedos embates del arroyo.
Toda su atención hallábase monopolizada por el misterioso trabajo a que entregábase su mano izquierda; sumergida en un bolsillo del pantalón, aquella mano agitada, sopesaba, dejaba y volvía a coger algunas monedas, que totalizaban un valor de 33 francos con 45 céntimos, tal como había podido asegurarse después de haberlas contado repetidas veces.
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Publicado el 16 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
Al llegar la carroza ante la puerta primera de la Bastilla, se paró a intimación de un centinela, pero en cuanto D'Artagnan hubo dicho dos palabras, levantóse la consigna y la carroza entró y tomó hacia el patio del gobierno.
D'Artagnan, cuya mirada de lince lo veía todo, aun al través de los muros, exclamó de repente:
—¿Qué veo?
—¿Qué veis, amigo mío? —preguntó Athos con tranquilidad.
—Mirad allá abajo.
—¿En el patio?
—Sí, pronto.
—Veo una carroza; habrán traído algún desventurado preso como yo.
—Apostaría que es él, Athos.
—¿Quién?
—Aramis.
—¡Qué! ¿Aramis preso? No puede ser.
—Yo no os digo que esté preso, pues en la carroza no va nadie más.
—¿Qué hace aquí, pues?
—Conoce al gobernador Baisemeaux, —respondió D'Artagnan con socarronería: —llegamos a tiempo.
—¿Para qué?
—Para ver.
—Siento de veras este encuentro, —repuso Athos, —al verme, Aramis se sentirá contrariado, primeramente de verme, y luego de ser visto.
—Muy bien hablado.
—Por desgracia, cuando uno encuentra a alguien en la Bastilla, no hay modo de retroceder.
—Se me ocurre una idea, Athos, —repuso el mosquetero; — hagamos por evitar la contrariedad de Aramis.
—¿De qué manera?
—Haciendo lo que yo os diga, o más bien dejando que yo me explique a mi modo. No quiero recomendaros que mintáis, pues os sería imposible.
—Entonces?...
—Yo mentiré por dos,, como gascón que soy.
Athos se sonrió.
Entretanto la carroza se detuvo al pie de la puerta del gobierno.
—¿De acuerdo? —preguntó D'Artagnan en voz queda,
Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza, y, junto con D'Artagnan, echó escalera arriba.
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405 págs. / 11 horas, 49 minutos / 1.096 visitas.
Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.
En los lejanos confines de Siberia, entre estepas, montañas o bosques impenetrables, se encuentran a veces pequeñas poblaciones de mil o dos mil habitantes a lo sumo, con destartaladas casas de madera y dos iglesias, una en el pueblo y otra en el cementerio; poblaciones que se parecen más a las aldeas de los alrededores de Moscú que a una ciudad. Suelen estar bien provistas de comisarios de policía, asesores y demás funcionarios subalternos. En general, dejando aparte el frío, servir al Estado en Siberia es algo sumamente grato. La gente vive sencillamente, sin liberalismos. Las costumbres son antiguas, sólidas, consagradas por los siglos. Los funcionarios, que desempeñan justamente el papel de nobleza siberiana, son autóctonos, de raigambre siberiana, o bien oriundos de Rusia, en su mayor parte de las capitales, atraídos por los complementos del sueldo, las dietas dobles por desplazamiento y seductoras perspectivas de futuro. De ellos, los que saben descifrar el enigma de la vida casi siempre se quedan en Siberia y echan a gusto raíces. Más tarde, producen ricos y dulces frutos. Pero otros, gente frívola incapaz de descifrar el enigma de la vida, enseguida se aburren y se preguntan con nostalgia por qué fueron allí. Cumplen con impaciencia el tiempo legal del servicio, tres años, y a su término solicitan inmediatamente el traslado y regresan a su tierra echando pestes de Siberia y burlándose de ella. No tienen razón: no sólo desde el punto de vista del servicio, sino también desde muchos otros, se puede ser feliz en Siberia. El clima es excelente; hay muchos comerciantes notables por su riqueza y hospitalidad; muchos oriundos viven extraordinariamente bien. Las jóvenes florecen como rosas y son extremadamente honradas. Las aves de caza vuelan por las calles y caen al chocar con los cazadores. Se bebe muchísimo champán. El caviar es maravilloso.
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393 págs. / 11 horas, 29 minutos / 163 visitas.
Publicado el 30 de marzo de 2018 por Edu Robsy.
Afuera del dormitorio la noche era oscura y silenciosa.
En el jardín, la llovizna era tan fina que no se la oía; en el aire estancado por la calma no se movía ni una hoja; el perro guardián dormía; los gatos habían buscado refugio en la casa; bajo el cielo lóbrego, ningún sonido, fuera próximo o distante, rompía el silencio.
En el dormitorio la noche era oscura y silenciosa.
La señora Ladd conocía demasiado bien sus deberes de directora de escuela como para permitir luces encendidas durante las noches; y se suponía que las jóvenes de la señora Ladd estaban profundamente dormidas, de acuerdo con los reglamentos de la institución. Sólo a ratos se interrumpía levemente el silencio, cuando el suave roce de unas sábanas delataba que una de las chicas se había dado la vuelta, intranquila, en su cama. En los largos períodos de quietud no se oía ni la suave respiración de las jóvenes dormidas.
El primer sonido revelador de vida y movimiento acusó el compás mecánico del reloj. Desde las regiones inferiores de la casa, la voz del Padre Tiempo anunció la hora que precedía a la medianoche.
Cerca de la puerta de la habitación, una voz suave se alzó desfallecida. Contó las campanadas del reloj y le recordó la hora a una de las chicas.
—¡Emily!, las once.
No hubo respuesta. Al cabo de un momento, la voz fatigada volvió a intentarlo, esta vez un poco más alto.
—¡Emily!
Una joven, cuya cama se encontraba en el extremo más alejado de la habitación, suspiró en el pesado bochorno de la noche y dijo en tono perentorio:
—¿Es Cecilia la que habla?
—Sí.
—¿Qué quieres?
—Tengo hambre, Emily. ¿La chica nueva duerme?
La chica nueva respondió rápida y resentida:
—No, no duerme.
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389 págs. / 11 horas, 22 minutos / 87 visitas.
Publicado el 2 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
Las despiadadas leyes y costumbres que se mencionan en este relato son históricas, y los episodios que se utilizan para ilustrarlas también son históricos. Esto no quiere decir que tales leyes y costumbres existieran en Inglaterra en el siglo vi., no; sólo quiero decir que, dado que existieron en la civilización inglesa y en otras civilizaciones de épocas mucho más recientes, se puede concluir sin temor a incurrir en una calumnia que también estaban vigentes en el siglo vi. Hay buenas razones para inferir que, cuando en esos remotos tiempos no existía alguna de estas leyes o costumbres, su lugar era ocupado, y de manera muy eficiente, por una mucho peor.
La cuestión de la existencia o no existencia del derecho divino de los reyes no tiene respuesta en este libro. Resultó ser demasiado difícil. Que el primer gobernante de una nación debe ser una persona de carácter excelso y habilidad extraordinaria es manifiesto e indiscutible, que sólo la Deidad podría elegir a ese primer gobernante certera e infaliblemente es también manifiesto e indiscutible, por lo tanto, resulta inevitable deducir que, como se pretende, es la Deidad quien hace la elección. Quiero decir, hasta que el autor de este libro encontró los Pompadour y Lady Castlemaine y algunos otros gobernantes de este tipo. Era tan difícil incorporarlos dentro de este argumento, que juzgué preferible abordar otros aspectos en este libro (que debe aparecer este otoño) y luego entrenarme debidamente y resolver los del derecho divino en otro libro. Es algo que debe ser resuelto, por supuesto, y de todas maneras no tenía nada especial que hacer el próximo invierno.
Mark Twain
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389 págs. / 11 horas, 21 minutos / 182 visitas.
Publicado el 17 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
Ya estoy por el mundo, ganándome el pan; trabajo de «chico» en una tienda de «calzado de moda», en la calle principal de la ciudad.
Mi amo es pequeño y regordete; tiene una cara pardusca de borrosas facciones, dientes verdes y ojos del color del agua sucia. Me da la impresión de que es ciego y, en mi deseo de cerciorarme de ello, le hago muecas.
—No tuerzas el morro —me dice en voz baja, pero con severidad.
Es desagradable que estos ojos turbios me vean; no puedo creer que tengan vista, tal vez mi amo haya adivinado simplemente que hago muecas.
—Te digo que no tuerzas el morro —me alecciona en voz más baja aún, casi sin mover sus abultados labios.
—No te rasques las manos —llega hasta mí su seco murmullo—. Trabajas en una tienda de primera categoría, en la calle principal de la ciudad, ¡esto no hay que olvidarlo! El chico de la tienda debe estar plantado ante la puerta como una estatua…
Yo no sé lo que es una estatua, y no puedo dejar de rascarme las manos, pues las tengo —así como los brazos, hasta los codos— cubiertas de ronchas rojas y llagas, el ácaro de la sarna me pica de un modo insoportable.
—¿Qué hacías en tu casa? —pregunta el amo, mirándome las manos.
Se lo digo; él mueve la redonda cabeza, toda cubierta de espesa pelambre gris, y responde, ofendiendo:
—Ser trapero es peor que ser mendigo, peor que robar.
No sin cierto orgullo, le contesto:
—Yo también robaba.
Entonces, después de poner las manos sobre el pupitre, como un gato sus zarpas, clava asustado en mi cara sus ojos inexpresivos y dice con voz:
—¿Qué-e? ¿Cómo que robabas?
Yo le explico cómo y qué.
—Bueno, consideremos eso como nimiedades. Pero si me robas unos zapatos o dinero, te meto en la cárcel hasta que llegues a tu mayoría de edad…
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388 págs. / 11 horas, 20 minutos / 123 visitas.
Publicado el 4 de julio de 2018 por Edu Robsy.