El extranjero
—¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu
madre, a tu hermana o a tu hermano?
—Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo.
—¿A tus amigos?
—Empleáis una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a
conocer.
—¿A tu patria?
—Ignoro en qué latitud está situada.
—¿A la belleza?
—Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.
—¿Al oro?
—Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vosotros a Dios.
—Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero?
—Quiero a las nubes… , a las nubes que pasan… por allá… . ¡a las
nubes maravillosas!
La desesperación de la
vieja
La viejecilla arrugada sentíase llena de regocijo al ver a la
linda criatura festejada por todos, a quien todos querían agradar;
aquel lindo ser tan frágil como ella, viejecita, y como ella
también sin dientes ni cabellos.
Y se le acercó para hacerle fiestas y gestos agradables.
Pero el niño, espantado, forcejeaba al acariciarlo la pobre
mujer decrépita, llenando la casa con sus aullidos.
Entonces la viejecilla se retiró a su soledad eterna, y lloraba
en un rincón, diciendo: «¡Ay! Ya pasó para nosotras, hembras
viejas, desventuradas, el tiempo de agradar aun a los inocentes; ¡y
hasta causamos horror a los niños pequeños cuando vamos a darles
cariño!»
El «yo pecador» del
artista
¡Cuán penetrante es el final del día en otoño! ¡Ay! ¡Penetrante
hasta el dolor! Pues hay en él ciertas sensaciones deliciosas, no
por vagas menos intensas; y no hay punta más acerada que la de lo
infinito.
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