Plutarco a Pacio, salud...
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Demasiado tarde recibí tu carta en la que me solicitabas te
escribiera algo sobre la paz y sobre los pasajes del Timeo que requieren
una explicación más cuidadosa.
Al mismo tiempo casi, nuestro amigo Eros se vio obligado a
navegar en seguida rumbo a Roma, después de haber recibido del
ilustrísimo Fundano una carta que, tal cual él es, le urgía a marchar.
Yo como ni tenía tiempo, como hubiera preferido, para detenerme en lo
que querías, ni podía soportar que vieras tú llegar a este hombre de
parte nuestra con las manos completamente vacías, hice una colección de
aquellos apuntes sobre la paz del alma que tenía a mano preparados para
mí mismo, pensando que tú buscabas este discurso no para una audición
que persigue un hermoso estilo sino para usarlo como ayuda.
También te felicito porque, aun teniendo la amistad de
cónsules y una fama no inferior a ninguno de los oradores del foro, no
te sucede lo que a Mérope en la tragedia, ni como a aquél la multitud
con sus aplausos te arrebató, fuera de tus afecciones naturales, sino
que has oído con frecuencia y recuerdas que un calzado elegante no libra
de la gota, ni un anillo precioso de un uñero ni una diadema del dolor
de cabeza.
Pues para la ausencia de penas en el alma y una vida sin
turbaciones ¿de dónde viene el provecho del dinero, de la fama o del
poder en palacio, si no se está satisfecho con lo que se tiene y la
falta de lo que no se tiene siempre nos acompaña?
¿Qué otra cosa más hay de ayuda que una razón acostumbrada
cuidadosamente a retener con rapidez la parte pasional e irracional del
alma cuando muchas veces intenta salir de sí, y no mirar con
indiferencia sus escapadas y arrebatos por causa de lo que le falta?
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