La Decisión de la Francia
La dirección de El Imparcial me ha confiado la honrosa tarea de estudiar
el espíritu francés en estos, para él, tan críticos momentos. Por
honrosa que ella sea, no la hubiera aceptado si otros motivos que no
fuesen del orden moral se ofreciesen ante mis ojos. Soy viejo, mi salud
vacilante; el ruido de la Prensa me ha atemorizado siempre. ¿Por qué
pasar «del silencio al estruendo», por qué abandonar el oscuro rincón
donde desde hace muchos años hablo en voz baja con aquellos espíritus
afines al mío, esparcidos por el ámbito del mundo, sin que la
muchedumbre se entere?
¿Por qué? Porque la voz de mi conciencia, esa voz que en todo hombre se
va haciendo más poderosa con los años, me lo insinúa con vivas
instancias. Cuando tantos millones de seres humanos viven actualmente en
Europa, entre sangre los unos, otros entre lágrimas, ¿hay
derecho á invocar el temor, la enfermedad ó la vejez? Dejemos murmurar á
la vil materia; no es hora de atender á sus rebeldías. Cesó la hora de
las chanzas y los regalos; hay que mirar cara á cara á la bárbara
realidad y llevar una mano piadosa á las heridas.
Aquí estoy, pues, y lo primero que me cumple hacer es una declaración
que debo á mi sinceridad y al respeto de los lectores. No soy un neutral
en el sangriento conflicto que hoy aflige á la Humanidad; no lo he sido
jamás en disputa alguna que hayan presenciado mis ojos. Pude haberme
equivocado; pero siempre me coloqué resueltamente al lado del que, en mi
sentir, tenía de su parte la razón y la justicia. Por eso, al estallar
la presente guerra, me incliné del lado de la Francia; porque pensé, y
sigo pensando, que la razón y la justicia se encuentran de su parte.
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